El edificio de Hora Cero, en Reynosa, se erige como un enorme ladrillo alargado color blanco, a un costado de la Carretera Ribereña. Su fachada está deslavada y pálida, con las ventanas del segundo piso clausuradas. En lo alto, se despliega el enorme anuncio de letras rojas que alguna vez se encendían por las noches, y que ahora están permanentemente apagadas.
Fui hace poco a la sala de redacción, donde está la sede del periódico, en Tamaulipas. Ahí trabajé algunos años, los que hubo entre la transición del milenio que se fue y el que llegó. En aquella época, cuando comenzaba el medio a despegar, el fundador y propietario, Heriberto Deándar Robinson, tenía la singular costumbre de colgar, en cuadros enmarcados, las portadas de cada edición. La sala donde están las computadoras se hallaba repleta de ediciones en formato tabloide que mostraban, con sus poderosos encabezados, las notas quincenales con las que remecíamos el estado.
Con el paso de las décadas, el diseño de interiores ha transformado el espacio donde ahora escriben los reporteros. La modernidad y la reconfiguración de la redacción tienen las paredes desnudas. Por alguna razón de Feng Shui editorial, parece que es mejor que el enjarre luzca limpio, para que los obreros de la información se enfoquen en sus pantallas.
Hay un predominante color blanco, y el espacio es ocupado por archiveros empotrados sobre el yeso. Cuando ingreso siento que camino por la nave principal de una catedral de jóvenes reporteros que, como acólitos hípsters, manejan a la perfección gadgets y redes sociales. El interior del edificio es un recinto reverencial en el que hay ecos permanentes de aquellas voces que intercambiábamos, algunas de chunga, otras de enojo, unas más de desesperación, para forjar la edición de la quincena, hace más de veinte años. Aún me gritan las portadas que ayer estuvieron colgadas como reseñas de lo que hacíamos, el periodismo de investigación y denuncia que practicábamos todos los días.
Vibran las paredes en esa construcción que recorro con enorme nostalgia, y que está plagada de recuerdos intensos, en una época en la que pasión reporteril nos incendiaba el corazón. Eran inspiradores esos cuadros, pues mientras los veía, como recuerdo de los excelentes trabajos que había hecho el equipo HC, me sentaba a descargar las nuevas historias, las indagatorias recién descubiertas que traíamos para presentar una denuncia, revelar un hecho de corrupción, mostrar una crónica, dar opinión a un entrevistado.
Con algo de vértigo evoco la febrícula juvenil con el que dábamos rabiosos golpes al teclado, mientras el director editorial, Héctor Hugo Jiménez, aprehensivo desde entonces, nos iba señalando los ángulos favorecedores del texto y se enredaba con el departamento de diseño, para preparar la portada que sería célebre en el estado, junto a las notas interiores, con sus respectivas fotografías y gráficas, para apuntalar la acusación incontrovertible.
En un par de ocasiones traíamos primicias tan delicadas, que Jiménez transportaba el equipo de edición completo a la oficina de Heriberto y procesábamos, en el mayor de los sigilos, el número siguiente. Para evitar filtraciones, bajo llave corregíamos y editábamos los textos y fotografías que, sabíamos, iban a provocar justificados revuelos. ¿Era una exageración? No, porque tras una de esas portadas supersecretas metimos a un funcionario a la cárcel.
Sentado ahora en esa galería, en la que se ven, al fondo, cuadros de pinturas vanguardistas, recordé aquellos días en los que hacíamos periodismo con seriedad mortal. Denunciamos a tipos de tan mala catadura y peor fama, que nos sentíamos nerviosos de nuestro propio atrevimiento, al ver el tiraje que se arrebataba en las entradas de tiendas de conveniencia y supermercados. Y ni que decir la temporada aciaga, en la que todo el personal en ese mismo edificio tuvo que atrincherarse, literalmente, para resistir el embate de poderosas fuerzas políticas que, pese a todo, no pudieron penetrar los muros, por más que intentaron dinamitarlos con sabotajes y a la mala.
Hora Cero no se doblegó. A veces, con dedos temblorosos, seguíamos creando notas, como una turbina informativa de revelaciones, que eran del agrado de la población. “Dicen que ahora las verdades salen en Hora Cero”, me dijo una amiga profesora, que no sabía que ahí trabajaba y que, sin saberlo, me dio la más elocuente confirmación de nuestros aciertos.
Reporteábamos con honestidad y denuedo, sin horario, como demanda la talacha bien ejercida. Me llegaban comentarios sobre funcionarios que se sentían inquietos cuando rondábamos sus oficinas. Me provocaba algo de risa el origen de sus temores, pues alegaban que el escuadrón de Hora Cero estaba conformado por tipos que no acepábamos el cochupo, lo cual les complicaba dar respuestas a nuestros cuestionamientos, acostumbrados, como estaban a contestar las entrevistas con sobrecitos amarillos.
Los reporteros éramos aventados, pero había una dupla en la dirección que nos daba seguridad. Heriberto y Héctor Hugo hacían las veces de tutores, papás, protectores, cuando publicábamos información caliente. Hasta nos daban terapia de acompañamiento, tranquilizándonos, si nos veían angustiados. Es una realidad que el periodismo es un oficio de alto riesgo, por lo que siempre es un alivio que los jefes te respalden.
En 1996 ganó el Óscar de documental la cinta ‘Cuando éramos Reyes’ (When we were kings), que relata detalles de la mítica pelea entre Muhammad Ali y George Foreman, en 1974. La construcción narrativa hace referencia a un pasado glorioso, en el que estos dos gladiadores, uno veterano y otro joven, se encontraban en la cima de su profesión. Pienso en esa película, cuando camino por las baldosas de Hora Cero Reynosa. No es que fuéramos los mejores en lo que hacíamos. Evito que la vanidad me desborde, pues en ese tiempo se hacía muy buen periodismo en la ciudad.
Lo que siento es que, como en aquella historia de pugilato de Ali, nosotros también hicimos una pequeña epopeya de periodismo sólido, como nos demandaban los predecesores que nos enseñaron el oficio. Las pruebas estaban en las paredes, más como certificados del deber cumplido, que como trofeos de cacería.
Honramos el apostolado, durante años, con seguidillas de publicaciones que provocaban reacciones sociales que, hay que remarcarlo, en la mayoría de los casos, tristemente eran ignoradas calculadamente por la autoridad. En nuestra función de perro guardián, por nosotros no quedaba.
Por los movimientos propios del oficio, desde hace años seguí mi camino en otro medio, pero me mantengo unido al quincenario con colaboraciones de cine y futbol, y por amistad con jefes y reporteros. La mayoría de los que por aquí hemos pasado, llegamos con una historia previa de formación. Hay satisfacción, antes y después, por labores desempeñadas en otros medios. Sin embargo, en Hora Cero hemos coincidido espíritus románticos y soñadores, que construimos con cada noticia, publicaciones que quedarán impresas para siempre en las hemerotecas. Afortunadamente los días de HC son parte de una crónica única, con fallas y virtudes, pero que no se le parece ninguna otra. Heriberto y Héctor Hugo han decidido seguir un camino propio, escribir un episodio inédito en el periodismo nacional que, como queda demostrado, ha seguido una trayectoria acertada.
Ahí estarán, como material de consulta para las generaciones futuras, puñados de letras organizadas, formateadas con fotografías, que forman historias noticiosas que verán en alguna amarillenta edición encuadernada. Les aportarán algunos datos, sin saber que los que escribimos, como pasa en todas las noticias viejas, dejamos en esos textos una parte de la vida.
He visitado de nuevo el edificio de la Carretera Ribereña. Siento que palpita la fachada, y que las letras apagadas del anuncio se animan, cuando las imagino encendidas. Y camino por la sala de redacción que todavía vibra como en aquellos años, en que había colgados cuadros de nuestras publicaciones.
Recordaré ese como un tiempo en el que, paredes adentro, en nuestro diminuto universo alocado, éramos reyes del periodismo.