Elizabeth llora a su marido muerto. Se ahogó cuando ambos intentaron cruzar a Estados Unidos por el río Bravo. Es el drama de una viuda, embarazada y migrante indocumentada quien, consternada, busca repatriar a Honduras el cuerpo de su amado cónyuge.
Lágrimas sin parar le escurren por el rostro desde que se separaron trágicamente en la frontera de Tamaulipas (noreste de México) después de haber recorrido –durante varias semanas– a pie, solos y en caravana más de 2 mil 500 kilómetros.
Su prolongado trayecto se interrumpió de una de las formas más abruptas y horrendas que puedan existir, justo en la etapa crucial del arriesgado camino: el temido río Bravo.
Cuando José Lino Castellanos y Elizabeth Mejía Cabrera llegaron a los linderos de la Unión Americana, el país por el que dejaron todo, se emocionaron.
Ya lo alcanzaban a ver a la distancia… divisaron un par de banderas hondeando en lo alto y las señalaron con el dedo. Las de Estados Unidos y Texas, muy cerca del puente internacional Reynosa–Hidalgo.
También vieron algunos anuncios publicitarios (de Whataburger y AutoZone), un atisbo territorial del “sueño americano” y ellos muy cerca, a sólo unos pocos metros.
Sin embargo, contrario a lo que podían imaginarse las cosas no les saldrían como lo tenían planeado: a medida que se acercaron a la orilla comenzaron a ponerse nerviosos y no podían disimularlo, el afluente llevaba bastante corriente.
Dudaron, pero aún así siguieron adelante y buscaron un lugar por donde meterse, en especial que no tuviera vigilancia migratoria.
Eran las 14:00 horas del miércoles 13 de febrero cuando finalmente una inercia de pensamientos agolpados los empujó hacia lo desconocido. Depositaron sus pertenencias en una bolsa. Se quitaron parte de su ropa y se arrojaron al agua.
Pero sólo unos segundos después sintieron que no lo lograrían, porque al llegar a la mitad del río la corriente era más fuerte y ocurrió lo inevitable. Fueron arrastrados por los remolinos. De un momento a otro las circunstancias cambiaron de manera drástica para esta pareja. Su suerte estaba echada…
El espantoso grito de José a su mujer tras de él, terminaría por sentenciar la prematura, imprevista e inexorable despedida: “¡Auxilio!, ¡ayúdame por favor!”, fueron sus últimas palabras. No lo volvió a mirar otra vez…
Desesperada, Elizabeth atestiguó cómo el amor de su vida se hundía ante la ferocidad del Bravo sin que lograra hacer algo para impedirlo.
Como pudo se aferró a una rama, nadó de regreso hacia el lado mexicano y corrió a pedir ayuda. Completamente empapada, con las piernas ensangrentadas y los pies espinados, alcanzó a avisarle al gendarme de un hospital cercano, pero era demasiado tarde. Ya no lo encontrarían.
Enseguida el ‘shock’, el llanto y la tribulación. Minutos más tarde arribaron los rescatistas mexicanos de Protección Civil y bajaron del remolque una pequeña embarcación. Indagaron, rastrearon algún indicio, pero el cuerpo de su cónyuge no aparecía.
Contrariada, Elizabeth fue trasladada –no muy lejos de ahí– a la casa del migrante Nuestra Señora de Guadalupe en Reynosa. Ni siquiera imaginaba de la existencia de este refugio.
Al comienzo volteaba para todas partes, observando a otra gente que también decidió buscar su propio “sueño americano”. Aturdida y desconsolada volvía a llorar una y otra vez.
Fueron las horas posteriores a esta tragedia las más difíciles de su vida, confiesa. No era como ella imaginaba que terminaría esta relación. Apenas tenían un año y medio juntos: las ilusiones, los anhelos, los buenos deseos, todos se quedaron ahí, en los sedimentos de ese peligroso río.
CON SUPLICIO Y ZOZOBRA
Arrinconada en uno de los dormitorios del centro de ayuda para migrantes en la fronteriza ciudad de Reynosa es como Elizabeth transcurre la mayor parte del día. Se reparte el tiempo llorando, pensando y tocándose el vientre. Casi no habla.
Al igual que ayer una religiosa le pregunta si estaría dispuesta a contar su historia: –“Vinieron los periodistas”–. Finalmente la joven viuda accede (porque no había querido conversar con la prensa), pero se dio cuenta que necesitaba pedir ayuda para encontrar los restos de José, que el 14 de febrero todavía seguían desaparecidos.
Sentada al margen de una pequeña mesa redonda, de espalda a las persianas esta migrante hondureña escudriña en las bolsas de su suéter un pedazo de papel higiénico para secarse las lágrimas. Tiene más el rostro de una niña que de mujer. “19 años”, espeta.
En silencio sor Catalina Carmona Librado, responsable de la casa del migrante, escucha la entrevista al otro extremo de la misma oficina, observa de reojo y también se consterna.
A Elizabeth recordar le desgarra. ¡Qué manera de pasar El Día del Amor y la Amistad protagonizando una historia tan triste!, pero pone de su parte. No acierta a mirar fijamente. Como puede relata. Su caso es similar al de muchas familias centroamericanas desplazadas por el hambre y la violencia.
“Yo soy de San Pedro Sula y es la primera vez que vengo”, comenta. Su marido, en cambio, tenía poco de haberse regresado de Las Vegas, Nevada. Allá permaneció siete años trabajando en un restaurante de cocina italiana, detalla.
El varón de 30 años de edad volvió a su natal Honduras para reencontrarse con su madre, enferma de cáncer. Fue cuando conoció a Elizabeth. Se habían visto primero en la Internet, pero en persona se enamoraron y decidieron formar una familia.
La joven describe que el sueño de él era conseguir un empleo como chef en Honduras. Entregó muchas solicitudes, recuerda, pero fue inútil.
Con los ahorros que a José le quedaban abrieron un negocio de comida, que no duró porque pronto los extorsionaron. Preparaba pizzas y pastas que se enseñó a elaborarlas, evoca.
Aún así, expresa, ellos pusieron de su parte, en un trabajo que les exigía levantarse a las 4:00 horas y cerrar a las 19:00 horas; no obstante, al paso de las semanas fracasaron.
Cuenta que él cayó en depresión. Sin poder sostenerse económicamente ni tener los medios para ayudar a su mamá tomó la decisión de emigrar nuevamente al norte del continente. Pero no iría solo. Elizabeth ya no estaba dispuesta a seguir una relación a la distancia y lo acompañó.
“Me decía que en Las Vegas ganaba hasta mil dólares a la semana (unos 18 mil pesos mexicanos) y en Honduras llegamos a quedarnos sin nada. Una prima nos ayudó con un poco de dinero para el camino hacia Estados Unidos, estábamos muy ilusionados”, manifiesta.
ENTRE LA dESORGANIZACIÓN Y LOS DISTURBIOS
La pareja se enteró que el domingo 20 de enero salía una de las caravanas de migrantes al extranjero. Echaron a una valija lo más indispensable e iniciaron así el riesgoso periplo. Jamás imaginaron que tendrían que volver a Honduras en el peor de los contextos.
Durante 24 días viajando compartieron difíciles y enrarecidos momentos con un ejército de migrantes centroamericanos. Iban en los estridentes tumultos hombres, mujeres, niños, ancianos. Expresa que presenciaron riñas entre pandilleros, quienes originaban un ambiente frenético, porque todos querían desesperadamente llegar al mismo lugar.
“‘Yo te amo’, le dije y ‘vamos a hacer este sueño americano juntos’. Conseguimos tomar un bus de la Terminal Metropolitana de San Pedro y luego caminamos por cuatro horas desde Ocotepeque hasta nuestra frontera. Como las autoridades de mi país no nos querían dejar salir, tuvimos que rodear el camino para entrar a Guatemala.
“Llegando al municipio de Esquipulas subimos a otro camión. Veníamos con dos compatriotas más. Ese día casi nos daba hipotermia. Sólo teníamos una cobija. Amanecimos muy mal, pero con el sueño intacto de llegar a Estados Unidos y que nuestro hijo naciera allá.
“Posteriormente en la capital de Guatemala me enfermé del estómago, tuve mucha fiebre. Me preguntaba si me quería regresar y yo le respondía que sí, pero luego cambiaba de opinión, diciéndole que teníamos que ser fuertes, que ya habíamos recorrido mucho como para retornarnos”, recuerda.
Cuando Elizabeth y José arribaron a Tecún Umán (el principal paso fronterizo entre Guatemala y México), se toparon con una valla humana. No sería fácil surcar esa otra frontera.
“Nos dijeron que ahí estaban dando una credencial para circular por la República Mexicana. Sin exagerar estuvimos tres días haciendo una fila como con tres mil personas bajo un sol tremendo. Siempre había sido de piel blanca y hasta cambié de tono. Permanecimos mucho tiempo sin comer por el miedo a que nos ganaran el sitio.
“Para llegar a la sombra donde había unas grandes carpas esperamos varios días y otros dos más para entrar a tramitar las credenciales y poner las huellas, hacer todo el procedimiento. Luego estuvimos ahí como 11 días encerrados con el Instituto Nacional de Migración (INM), con muy poca comida. Dormíamos en el suelo”, añade.
Finalmente pudieron avanzar. Durante 18 horas viajaron desde Tapachula, Chiapas, al Distrito Federal. No tenían donde quedarse. Llevaban muy poco dinero.
Detalla esta mujer migrante que hubo personas quienes
–por su condición de indocumentados– los despreciaron en el camino, pero también se toparon con gente ‘buena’ que les dio aliento para continuar.
“Estuvimos como tres días ahí (en la Ciudad de México). José siempre fue muy optimista y agarramos camino hacia Monterrey (Nuevo León) en un trayecto de 12 horas más, donde permanecimos otros cuatro o cinco días, esperando a que alguien nos echara la mano para conseguir un ‘coyote’.
“A mí me dijo un familiar que me iba a prestar los mil 400 dólares (alrededor de 25 mil pesos mexicanos) que me cobraban solamente para pasar el río y entregarnos a Inmigración, con la idea de solicitar asilo.
“Como yo lo quiero mucho y mi pareja siempre ha sido bueno conmigo, yo le dije que no tenía corazón para dejarlo que se fuera aparte, así que decidí mantenerme con él. Habíamos pasado tantas cosas en el camino, nos corretearon, nos tiraron piedras, ¿cómo para abandonarlo?, “¡no!”, describe.
ESTUVIERON CERCA
Elizabeth y José arribaron el día 12 de febrero a Reynosa. Un familiar les envió recursos para sostenerse mientras intentaban cruzar a Estados Unidos. Les alcanzó para una noche de hotel. Nuevamente la apesadumbrada mujer rompió en llanto recordando las frases de su ser amado.
“Me decía: – Mi amor, por fin nuestros sueños se van a poder cumplir –’. No teníamos dinero para pagar, como le dicen, un ‘pollero’. Nos habían dicho que aquí Reynosa estaba muy peligroso, así que no podíamos confiar en cualquiera para preguntarle cómo hacerle y nos precipitamos.
“Tomamos un taxi. Nos cobró 50 pesos y estuvimos un buen rato en el área del Hospital (del Río) analizando lo que íbamos a hacer, cómo íbamos a cruzar. Él me dijo que tenía miedo de que yo no pudiera pasar por estar embarazada”, señala afligida.
Entonces José empujó una vara por la orilla del Bravo. Pensó que era el mejor lugar y momento para atravesar la frontera hacia Estados Unidos. Se equivocó:
“Me dijo ‘– se ve que por ahí está pachito (bajito)’. Los suéteres, los tenis, los documentos, la cartera y el teléfono los echamos en un plástico, lo inflamos. Al principio todo estaba bien pero poco a poco se iba haciendo más profundo.
“Yo estaba muy preocupada y me preguntaba ‘por qué estábamos haciendo esto…’ no quería que perdiéramos la vida, pensaba en eso cuando de repente la corriente se lo llevó y caímos en desesperación.
“Empecé a gritarle: ‘¡mi amor, tienes que ser fuerte, resiste, no podemos morir!’, fue un momento horrible de agonía. Entonces, cuando alcancé a sujetarme de una rama él ya se encontraba bien lejos de mí, yo lo miré que estaba queriendo luchar y ya no lo volví a ver”, le explicó al reportero sin dejar de lamentarse.
Elizabeth narró que el monte del río le cortó su piel y los pies. No sabía qué más hacer. Tampoco quería irse del lugar del accidente.
“Yo gritaba: ‘¡Mi amor!, ¡por favor contéstame!, ¿dónde estás?, ¡decidme!, ¡vos me dijiste que tengo que ser fuerte!, ¡¿por qué vos no sos fuerte también?! El guardia del hospital me dijo, ¡cálmese!.
“¡¿Y ahora… qué explicación le voy a dar a su mamá?!”, ¿qué le voy a decir a su familia?, porque ellos confiaron en que yo lo iba a ayudar. Quise salvarlo y no pude”, describió esta mujer, quien en su vientre lleva un hijo de José.
Asegura que probablemente nadie puede entender el dolor que siente, que se arrepiente, pero que la situación económica y de violencia que se vive en su país los orilló a emigrar.
“Este es un ‘sueño americano’ de mentiras, una pesadilla, donde toda la gente corre riesgo, corre peligro. Yo aquí no tengo a mi familia, no tengo a nadie que me apoye en estos momentos y estoy sola, intentando poder resolver esta calamidad.
“Sí había escuchado del río Bravo, pero nunca pensé que fuera tan peligroso. No nos informamos bien para poder cruzarlo”, menciona compungida.
BUSCA REGRESAR A HONDURAS
Reconoce Elizabeth que en el albergue donde se encuentra ha recibido ropa, alimentación y palabras de aliento, que si bien no pueden quitarle el dolor, al menos le sirven de consuelo.
Gracias a la solidaridad de las personas que ahí trabajan y de los mismos migrantes es que ella ha logrado comunicarse con su familia. Le preguntan cómo se encuentra, le ofrecen comida y también le prestan su teléfono celular para que pueda mandar mensajes. Después se refugia en el mismo rincón para seguir llorando y pensando.
Ahora sus principales preocupaciones son que los restos de José sean repatriados a Honduras y también que ella esté a tiempo para sepultarlos, pero como no estaban legalmente unidos en matrimonio no puede reclamarlos.
Cuando el cuerpo fue localizado ella no pudo reconocerlo en persona. Lo hizo por medio de unas fotografías. Ahí pudo distinguir la misma ropa que él llevaba puesta aquel fatídico día.
Esta migrante embarazada solicita el apoyo del INM para volver a su patria. Ya hizo una solicitud voluntaria de repatriación; no obstante, le avisaron que su caso podría demorarse, dado que Elizabeth no cuenta con ninguna clase de documentos (pues perdió todos sus papeles en su intento de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos). El Consulado de Honduras tampoco le ha podido entregar un salvoconducto de salida.
La directora del refugio, sor Carmona Librado, dio a conocer que se están haciendo las gestiones pertinentes para que ella regrese a su natal Honduras.
“Elizabeth ha recibido el apoyo que la Casa del Migrante puede otorgar, como a cualquier persona refugiada que se le da alojamiento, la comida, ropa para cambiarse, un ‘kit’ de aseo nuevo; el apoyo de psicología por Médicos Sin Fronteras y el moral y espiritual de nosotras también.
“Nosotros quisiéramos que su pena no fuera tan grande. Seguimos acompañándola desde lo que podemos, con la oración y la solidaridad; con todo el sufrimiento humano y buscando los medios para contactar con su familia y autoridades, facilitando este proceso tan complicado para ella”, comenta la religiosa.
Por su parte, esta joven viuda confiesa que emigró por amor, porque el sueño de José era salir adelante con ella y su hijo en Estados Unidos, pero ahora que él ya no está, asegura que no tiene sentido y prefiere mejor volver a su patria.
El Instituto Tamaulipeco Para los Migrantes tiene también conocimiento de este caso. Debido a las complicaciones del traslado es muy probable que los restos de José sean incinerados. Una tía de la víctima ya se encuentra en Reynosa para poder reclamarlos.
Las circunstancias de la vida y la muerte ponen a esta viuda en una de las situaciones más difíciles, retornar a Honduras derrotada, con las cenizas de su amado. Ya no le interesa solicitar un asilo humanitario.
Sin poder resignarse todavía la única esperanza que le queda es salir bien de su embarazo. Confiesa que de tener un niño llevará por nombre José, como su padre, y si no, se llamará Adriana Elizabeth.
Entristecida, la mujer migrante reconoce que no es la primera persona que sufre la desdicha de perder un familiar en el río Bravo, pero que no pensaba que justamente a ella le pasaría.
Expresa que un montón de recuerdos desfilan por su memoria, como aquellos buenos tiempos que José y ella pasaron tiempo juntos, bromeando y disfrutando los platillos que tanto a él le gustaba cocinar, como las pastas, las pizzas o el pollo con tajadas (de plátano).
“Nos teníamos mucha confianza, mucho respeto y sobre todo mucho amor. Lamento mucho que nuestros sueños terminaran de esa forma.
“Las personas que están en Estados Unidos a veces son duras con nosotros los de Honduras, porque no saben lo que hemos sufrido para llegar hasta aquí. En este camino hay desde golpes, violaciones, asesinatos y accidentes. Aquí hasta el más fuerte llora”, acongojada declara de manera contundente.
Enseguida un silencio perturbador rebota en aquella oficina de la casa del migrante cuando Elizabeth termina su relato. No hay palabras que le animen. De brazos caídos se retira, soportando una pesada loza.
Es la historia de una viuda, embarazada y migrante indocumentada cuya vida ha dado un giro dramático. Luchó frente a frente con la muerte, pero no pudo evitar que le arrebatara lo que más amaba.