
En Monterrey el llamado Clásico Norteño –que para cuando estas líneas se publiquen ya será historia– es tan antiguo pero tan nuevo que en su indefinición de edades, provoca convulsiones entre los aficionados, catalepsia y siempre expectación y fiesta.
Las señales son universales. En cualquier lugar del mundo se vive la misma ansiedad previa a los esperados derbis en cualquier deporte que convoque masas o que aliente, con su soplo atlético, los ímpetus de un pueblo, una localidad, un mínimo girón de patria.
Tigres contra Rayados se mezclan, en una edición más del llamado Clásico Norteño, en una contienda aparejada, nunca bien resuelta y siempre viva. Las generaciones o han permitido que decaiga el interés por este partido entre los equipos locales que se juegan en cada campaña, su propio campeonato local, como si se dividieran un inexistente trofeo de orgullo en el barrio.
¿Qué elementos hacen inveterado a perpetuidad este partido que, más allá de cursilerías, es bien llamado duelo fraternal? La respuesta, intuyo, está en una fuerte pertenencia que tienen sus seguidores hacia los que Juan Villoro llama los once de la tribu, los que representan a todos, los que le dan identidad a una parcialidad y se juegan en cada jornada el orgullo de la colectividad.
México tiene apenas un par de Clásicos verdaderamente tradicionales. Indudablemente el gran partido del torneo es el Chivas-América, los dos equipos de mayor prosapia en ese país. Las televisoras han inventado otra serie de duelos como el clásico joven, o el capitalino y el tapatío.
Lo cierto es que después de esa confrontación entre los rancios equipos del balompié azteca, es el Clásico del Norte el otro gran cotejo que se dirime en esas tierras.
Irreductiblemente, las aficiones de Tigres y Rayados son las mejores del país. La felina es la número uno, y la de rayas le sigue un poco más abajo. Pero juntas conforman el gran conglomerado de pasión que supera a cualquier otro en México. Llenan estadios, superan sus propias marcas de abonos y demuestran una entrega ejemplar, fanatizada, de adoración hacia los colores.
Sin el sueño anhelado de los fariseos de la mercadotecnia que se esperan por posicionar su producto y que lo adquieran, lo sigan, velen por él y lo busquen como en un peregrinaje a tierra sagrada.
El fenómeno adquiere una singularidad mayor porque los dos equipos son de embalaje mediocre. Rayados, con más de 60 años en el balompié, cacarea, como si fuera un orgullo, sus tres campeonatos, todos logrados en torneos cortos. Tigres, más gallardos, tienen en su palmarés de 40 y tantos años en dos ligas conquistadas de las que se llamaban torneos largos que duraban un año entero.
La inconsistencia de los dos equipos les da, sin embargo, inercia para alegrar los corazones de sus aficionados, siempre entregados y nada exigentes.
Siempre es el mismo show, pero parece tan original en cada una de sus ediciones.