No puedo hacer referencias directas de lugar, pero sí puedo precisar el tiempo: eran cerca de las 11 de la noche del 21 de febrero pasado.
La reunión era íntima, de personas acaudaladas, en un penthouse construido en la ladera de la montaña. Luego de haber degustado la cena suculenta de langostinos traídos de aguas templadas del mar de Cortés, rociada con una curiosidad fechada en 1921, rescatada de un naufragio en las costas gélidas de Vladivostok, según dijo el petimetre antes de la ceremonia de descorche, los convocados se retiraron a la biblioteca repleta de paredes con libros intactos. Yo los acompañé.
El anfitrión me señaló discretamente un sillón en la amplia nave. Comenzaron a hablar de negocios en su más alto nivel, caminando entre las nubes del cielo del empresariado internacional. Ellos definían el jet set. El mundo era su parque de diversiones. Cualquier destino estaba al alcance de su jet privado. Yo sólo me siento vivo en una cancha, en un estadio. Yo me aburría, hasta que sonó el teléfono celular. Mi amigo contestó y dio una orden tajante. No quiso saber nada.
Acostumbrado a ordenar y a decidir sobre una de las empresas más grandes del orbe, no estaba para discusiones. Los ahí reunidos guardamos silencio. Era obvio que hablaba del equipo de futbol que era de su propiedad. El anfitrión me hizo una señal y lo acompañé al balcón donde se contemplaba la ciudad que era suya. Ahí me explicó que había decidido tomar la determinación de cesar al entrenador por su cosecha magra de unidades.
Le dije que el equipo había hecho el mejor partido en muchos años y que, pese a la derrota de esa noche, se veía un repunte, una nueva actitud, una cara diferente. Me contestó con una estadística irrefutable: no se puede mantener a un director técnico que ha ganado únicamente dos partidos de 16. Los números gélidos respaldaban a mi amigo quien, por cierto, jamás en su vida ha tocado un balón, ni sabe el goce de disparar el arco ni, mucho menos, ha disputado una final con un estadio a reventar. Es buen hombre, tiene mucho dinero y es un genio de las finanzas pero sólo eso. No sabe nada de futbol.
Me externó que estaba preocupado por el club. Ni él, ni la ciudad, ni la afición soportarían que descendiera a una categoría inferior, como ya le había ocurrido hace casi quince años, antes de que él entrara al rescate de la franquicia.
Me juró que no veía al equipo como un negocio. Tenía sólidos argumentos. No se le puede dar nada más a un hombre que lo tiene todo. Ni siquiera como capricho, porque no es devoto de don balón. El equipo, me aseguró, es una retribución para el pueblo, para la gente, para los consumidores que prefieren los productos de nuestras empresas. Me dijo que la sociedad era fiel con la firma que representaba y él, en cambio, tenía que dar un buen equipo. Si la gente exigía calidad, él tenía que dársela. Y el equipo estaba enrumbado al desastre, me afirmó.
Yo le dije que se había equivocado. Que la salvación no estaba en un cheque y que el minado espíritu institucional del club cada vez padecía mayores estragos por los cambios constantes de técnicos. Los últimos cinco, por lo menos, tenían capacidad de selección y ninguno había funcionado, le dije, le grité casi, por la mala planeación.
Mi amigo me miró asombrado. Nadie le grita, menos en su casa. Soy de los pocos que pueden verlo en momentos de humildad, cuando responde con sinceridad que tiene dudas. Me dijo que había estado reflexionando con la almohada la decisión y decidió tomarla como una cuestión ejecutiva. El técnico que estaba despidiendo le caía bien, parecían buen tipo, pero había demostrado incapacidad y era necesario separarlo. Si no decapitas una cabeza a tiempo, terminarán decapitándote a ti, filosofó. Le dije que no tomaba en serio su reflexión, pues no era esta una lucha política. El rió, de acuerdo, pero me insistió que la decisión que tomó había sido la correcta y que el jefe no se equivoca. Yo sonreí y no le di la razón.
Regresamos con el resto de los invitados. La noche transcurrió entre más copas y juegos de baraja, pero yo no me concentré. Pensaba una y otra vez como un hombre, en este caso mi amigo, al que tengo en alta estima, podía tomar una determinación que me pareció ligera, sobre un tema que repercute en el ánimo de una fanaticada y de un grupo de jugadores que se sienten a la deriva.
Pensé si este mago de los negocios había tomado la decisión correcta o si, en su errada inocencia, había dado el descabello a un equipo que sangra por un costado y que está en terapia intensiva.