Esta semana se recuerda a los santos difuntos. El primero de noviembre es para los que murieron niños y el dos para los demás. Nos hace falta un día para recordar a los muertos vivos; esos que las autoridades dan por muertos y los familiares buscan afanosamente con la débil esperanza de encontrarlos vivos sin importar cuántos años hace ya que no saben de ello. Los desaparecidos, que en México ya forman legión: sumaban 105,868 al día 10 de enero, según el reporte 2021 de México Evalúa; no cabrían en el Estadio Azteca.
Y es que, para un padre, una madre, una esposa, un hijo, su desaparecido está vivo mientras no encuentren sus restos. El dolor de no saber qué les pasó es algo que sus familias arrastran por toda la vida; no hay descanso, ni resignación, hasta que los encuentran. La mayoría roba horas al descanso para ir a donde les han dicho que tal vez haya una fosa, o dónde alguien más encontró restos humanos. Otros abandonan sus vidas y trabajos para dedicarse de tiempo completo a la búsqueda interminable. Van por ahí rogando encontrar a su desaparecido para darle sepultura y tener un lugar dónde ir a llorarlo, aunque en secreto mantienen la vaga esperanza de que tal vez, tal vez, aún estén vivos por ahí en alguna parte y podrán volver a abrazarlos.
De vez en cuando vemos noticias de grupos de búsqueda y aún de algunos que han sido asesinados; tal vez porque se acercaron demasiado a descubrir a los responsables. Hay que recordar sus nombres porque esas muertes son el símbolo más claro del fracaso del Estado para cumplir con su primera obligación, la de proveer seguridad a sus ciudadanos. No solo jamás encontraron a sus familiares, sino que perdieron la vida en la búsqueda: María del Rosario Zavala Aguilar (Guanajuato, 2020), Zenaida Pulido (Michoacán 2019), Javier Barajas (Sonora, 2021), Aranza Ramos (Sonora, 2021) y Nicanor Araiza (Zacatecas, 2021).
Sorprende la tranquilidad con que la ciudadanía acepta esta situación. Es como si todos estuviéramos anestesiados, insensibles, sin reconocer que hoy son ellos, pero mañana podemos ser nosotros los que vivamos esta pesadilla eterna. Nadie sale a la calle a protestar y cuando los grupos de buscadores lo hacen, el apoyo popular es escaso, por no decir nulo.
Pareciera que hace falta contar con un movimiento político detrás, como en el caso de los 43 de Ayotzinapa, para que las autoridades se dignen a hacer algún comentario. Ocho años han marchado los padres sin conseguir que aparezcan los estudiantes; sin obtener nada más que promesas vacías. Ellos al menos reciben eso, porque los demás, las decenas de miles que siguen buscando a sus desaparecidos, ni una promesa alcanzan de nuestros políticos y gobernantes.
Por eso digo: deberíamos tener un día para recordar a los muertos vivos; para recordarlos al menos, ya que no nos alcanza el espíritu para indignarnos.