
La década de los 90 en el futbol mexicano estuvo marcada por una serie de equipos gitanos que, como la etnia europea que se ha esparcido por el mundo, llevaron una vida azarosa, sorprendente y nimbados de misterio.
Se recuerda, en particular al equipo Toros Neza, Toros del Atlético Celaya y Atlas que durante algunos años sorprendieron al mundillo del balompié mexicano con un futbol espectacular que lo mismo les daba réditos en forma de suculentos dividendos que apabullantes palizas.
Todos ellos tuvieron ascensos espectaculares y caídas estrepitosas. A los de Nezahualcóyotl se les recuerda por su singular estampa de desarrapados liderados por Antonio Mohamed, un líder nato, de físico de improbable orquestador, que tenía un tremendo arrastre entre sus compañeros entre los que había solventes piezas como el “Piojo” Herrera, Federico Lussenhoff, Pablo Larios, Martín Villalonga, el “Pony” Ruiz, entre muchos otros, que accedieron a una final.
Fueron el favorito sentimental de todo el país y marcaron un hito en la historia de la extravagancia futbolera al comparecer en la inútil fotografía oficial con máscaras de carnaval que ocultaban sus rostros y con las que expresaron su entera libertad, su anarquía refrescante, el mínimo de orden en la cancha y máximo de inspiración en la cancha, pregonado por Valdano, un atrevimiento que pagaron carísimo con una goleada espectacular que le recetó Chivas en la final.
En ese último partido todos los jugadores saltaron a la cancha con el cabello teñido de rojo.
En su temporada de descenso hasta Bebeto, brasileiro campeón del mundo en 1994, jugó con ellos pero nada pudo hacer en ese infame año 2000.
Fue esa final el colofón de un rutilante ascenso que, inmediatamente después se proyectó en una caída estrepitosa, como un petardo que se elevó muy alto y estalló en el cielo bañando al país con luces multicolores, recordando a la fanaticada que el futbol también es una actividad lúdica, no sólo la persecución de puntos.
Poco antes, los Toros de Celaya tuvieron su invasión española encabezada por Hugo Sánchez, aunque su verdadero rotor fue Emilio Butragueño, el “Buitre” del Real Madrid que, después de haber jugado copas del mundo, y orbitado en la élite de los cracks, tuvo un arribo insospechado a este equipo del bajío mexicano del que no se esperaba absolutamente nada.
Junto a él llegaron, en temporadas sucesivas, otros ex novas del Madrid como Rafa Paz, Michel y Martín Vázquez. Pronto el club se convirtió en ilustre cementerio de elefantes.
Sin embargo, accedió a una gran final en 1995 que perdió únicamente porque el azar es caprichoso y decidió entregar la copa a su rival Necaxa, pero que demostró también la fuerza irresistible del entusiasmo y la magia de un futbol cargado de filigrana. Butragueño, quien es recordado como su gran figura, desperdició a minutos del final un cabezazo que pudo haberles dado el campeonato.
Fue eso todo lo que hizo el equipo, que desapareció en 2002.
Atlas fue uno de los últimos gitanos. En la época del bigotón Ricardo Antonio LaVolpe dio un giro espectacular a su sino de perros flacos. Se enrachó de la mano de una camada de jugadores que ahora se conocen como la generación perdida: Miguel Zepeda, Daniel Osorno, Juan Pablo Rodríguez, César Uribe y el más grande de todos, que luego tuvo una proyección internacional, Rafael Márquez. Todos accedieron a una gran final en 1999 en la que fueron derrotados. Pero hubo ahí rúbrica de dignidad y un paso firme hacia la historia como una de las escuadras más pintorescas y con un juego armónico y punzante. Por esa alegría Atlas se agenció miles de seguidores que se emocionaron con esa nueva forma de tocar la pelota con el comando de un puñado de chamacos que se quedaron a un penal de hacer época.
También su ascenso fue rápido y su muerte rápida. La sensación que quedó con su repentina caída fue de decepción, pues sus directivos no supieron darle continuidad al proyecto que inició el bigotón argentino.
Recuerdo a los gitanos mexicanos por ese saludable desdeño por la formas y su interés por transmitir desde la cancha hacia la tribuna esa manera de mover la redonda con desparpajo.
La afición lo agradece.