
El árbitro silba el partido. Con el fin del encuentro comienza la locura en las gradas.
Racing de Avellaneda ha derrotado con un categórico 3-0 a Boca Juniors. Es el último encuentro de la temporada y la Academia estaba a punto de perder la categoría. Necesitaba derrotar, forzosamente, a los archirrivales para seguir en el máximo circuito. Yo lo consiguió.
Para saber cómo se vive la pasión del futbol en Argentina, hay que presenciar un encuentro en el Estadio Juan Domingo Perón, ubicado en el enclave popular de Avellaneda, a 40 minutos en coche al poniente de Buenos Aires.
El coso, conocido también como El Cilindro, por su hechura completamente redonda, es un hervidero de fanáticos. Aquí, como en todos los estadios del país, está prohibida la venta de cerveza. Si de por sí la bronca está lista en las calles, con el acicate del alcohol la furia es incontrolable. Por eso los hinchas del club albiceleste se surten de tragos desde afuera. El juego comienza a las 11:45 horas del domingo. El sol aún no está en lo alto y los jóvenes ya están en las sórdidas calles de los alrededores empinando sus frascos de cebada y forjando cigarros pestilentes. La policía no se ocupa de ellos. Parecen chicos inofensivos. Lo importante es que no riñan.
La hinchada de Boca llega dos horas antes en 10 autobuses que son colocados en calles aledañas al estadio. Ese punto es el más custodiado de la ciudad. Hay decenas de policías que portan armas largas vigilando la llegada del grupo de animación visitante. Los gendarmes han plantado vallas metálicas a cuatro cuadras a la redonda y hay tres filtros de revisión. Es indispensable atravesar por ellos con el boleto en la mano.
Los que quieren adquirir su billete de entrada son canalizados hacia las taquillas que se encuentran en un estacionamiento y que son remolques, como puestos de tacos donde se expiden las entradas.
Cruzando la calle, nomás se encuentra el Estadio de Independiente de Avellaneda, el otro rival de la ciudad.
Adentro del Juan Domingo Perón, la parcialidad de Boca es colocada detrás de la portería sur. Deben ser unos cinco mil hinchas. Todos están perfectamente custodiados. A cada uno de sus lados han sido dejadas secciones vacías. Seria imposible juntarlos con la afición local. La experiencia dice que el contacto mínimo desborda las pasiones, inflama la sangre, llama a la pelea. A lo largo de esas secciones vacías, cada cinco escalones, hay un policía armado haciendo un cerco disuasor.
Durante el juego, Juan Román Riquelme no da una. “¡Maricón, maricón, Riquelme maricón!”, gritan los locales cuando el emblemático xeneixe coge la bola. Caen tres goles en cascada. Hay locura total. Los aficionados se abrazan hermanados por el tanto.
Termina el encuentro. La feligresía de la Academia está exaltada. Hay celebración en el campo y en las gradas. El equipo se salvó.
Lo que sigue es un ritual desconcertante para los que no conocen. Todos se quedan encerrados durante una hora. Los altos portones de salida están custodiados por gendarmes. La gente se amontona ordenadamente tras la puerta.
Mientras, la policía evacua la zona de los visitantes que se van tristes. Hay una perfecta valla de uniformados con armas dispuestas para evitar agresiones. Pero el equipo de casa ganó. Nadie siente animosidad, sólo jubilo. Comienzan a salir los autobuses. Los fans de Boca van cantando porque, pese a todo, su equipo en este país siempre es el rey. La noche ya cayó y los helicópteros de la policía también vigilan la procesión hacia La Bombonera, donde llegan y se dispersan.
La jornada transcurre sin incidentes.
Algunos países podrían aprender de estas prácticas para mantener el orden en los inflamables estadios de futbol.