Debe ser difícil para un empresario dejar su negocio si este le reditúa ganancias extraordinarias. Si su factoría contamina, instala catalizadores, si hace ruido, blinda las paredes y si sus productos se ven feos, los embellece. Pero se negaría a dejar lo que es su fuente de ingresos. El empresario es una persona que invierte, y obtiene una ganancia.
Pero ¿qué hacer si su empresa es patrimonio de todos? Un empresario que entrega un producto defectuoso, ha pregonado que su fábrica es propiedad de la República Popular de Nuevo León. Que no busca ganancias, si no solamente darle a la gente lo que pide, aunque lo que entrega es miasma.
El empresario es Lorenzo Zambrano, dueño de Cemex, y la fábrica es el equipo de Tigres.
Durante años ha vendido la ilusión de que el club le pertenece a la hinchada y que para ella trabajan todos los que integran su infraestructura. Este que es quizá uno de los equipos más rentables de México y uno de los más solventes de América Latina, se convirtió de pronto en una organización podrida, carcomida, ineficaz, pero extremadamente lucrativa.
Cemex recogió el equipo de escombros allá a mediados de la década de los 90. Buscó convertirlo en protagonista y no pudo. Pero siempre pregonó que Tigres era el equipo de todos, y que todos podían subir en el carro de esta escuadra insignia que le da identidad a un tumulto de ensoñadores que adoran a su equipo más que a su patria y a su religión.
Ahora, la afición está enfadada con los dueños. Como una chusma embravecida que lleva teas a la puerta de la fortaleza, exige la cabeza del emperador. El consenso es, por lo menos, que cambie la directiva, es decir, que los mandos que conforman el equipo, desde el famoso Consejo Deportivo de Cemex, hasta el presidente del equipo y el director técnico, sean removidos. Otro sector ha expresado públicamente que ya no quiere que Cemex sea el dueño.
El reclamo general es genuino, si se le hace ver a la fanaticada que ella también es parte del equipo y que la entidad deportiva es también suya, aunque sus réditos sean únicamente los fracasos.
Terminó para Tigres el torneo Clausura 09, el más angustioso, para ellos, de los que se recuerde en años recientes. El equipo se salvó en la última fecha y eludió el descenso a Primera A, pero momentáneamente. La próxima temporada iniciarán, de vuelta, en líos. Lo que se ganó al final de esta liga es solamente la adquisición de un tanque de oxígeno que durará un año más.
Enrique Borja, como presidente del equipo, es el responsable directo de su estructura. Es el que decide quién se va y quien se queda, y cómo se conforma el once y la banca. Como jugador fue brillante y como directivo ha presumido los tres campeonatos que obtuvo en casa. Pero vive de esas rentas.
Como presidente de Tigres se ha convertido en un tipo listo que se pasó de listo. Su reiteración es la de mencionar a Tigres como protagonista. Lo dijo con Manuel Lapuente, que fracasó en su intento por hacer que resurgiera el equipo. Lo mismo dijo con José Pekerman, a quien trajeron al relevo. Parecen sus fracasos un déjà vu, o una mala comedia en episodios repetidos.
Al final de la temporada vergonzosa, Borja dijo que se cumplió el objetivo de no descender. Su discurso había cambiado: de prometer protagonismo, se conformó con una salvación, que se dio por misericordia de otros equipos peores. ¿Cuál será la siguiente meta? ¿Evitar el descenso de nuevo?
Es complicado creerle de nuevo el cuento de Tigres como institución que merece estar en los primeros lugares, y que debe pelear la tabla por lo alto. Esa es palabrería vacía, sin sustancia. Borja suena fofo. Para esta hora debe estar ya arreglando sus maletas, sabiéndose despedido. Pero también imagino que estará disfrutando con su familia unas nada merecidas vacaciones en playas de Borneo, a costa de los dos millones de dólares que le dio Tigres por dibujar con vómito sobre una pared para venderla como una expresión de arte exquisito.