Nos hacen falta gobernantes que sepan expresar sus ideas con pasión contagiosa para que su elocuencia nos dé la certeza, como ciudadanos, de que tienen ideas y contenidos, amén de que no sólo son una retahíla de frases acuñadas con antelación, pero que ni las viven, ni las sienten y que solo las saben leer del mar de notas que los acompañan en sus giras.
Me resulta altamente desangelado ver cuando nuestros gobernantes leen sus discursos en forma textual de sus apuntes como si fuera Karaoke, sus apuntes más que palabras guía que abone en su entendimiento el rumbo de su discurso, se convierte en el discurso mismo sin aportar emoción alguna por parte del emisor.
Demóstenes, el gran orador griego cuenta que antes de ser él lo que era como elocuente orador tuvo un grato coloquio con su colega de nombre Sátiro, a quien admiraba por su destreza en esta disciplina, y le planteó su necesidad y su anhelo de ser perfecto en su capacidad discursiva, en la cual se sabía a sí mismo escaso de talento, a lo que su buen amigo le contestó: ‘Tienes razón, oh, Demóstenes; pero yo remediaré fácilmente la causa, si quieres recita de memoria alguna escena de Eurípides o Sófocles”. Hízolo así Demóstenes, y repitiendo Sátiro la misma escena, y de tal manera la adornó, pronunciándola con la acción y postura conveniente del cuerpo, que a Demóstenes le pareció ya enteramente otra.
Viendo entonces cuánta es la gracia y belleza que la acción concilia a lo que se dice, se convenció de que el esmero en la composición es nada para quien se descuida de la pronunciación y acción conveniente.
De donde nació la opinión de que no era naturalmente fecundo, sino que su habilidad y su fuerza se debían al trabajo y disciplina que debía aplicar para hacer de su oratoria el súmmum, es decir el grado máximo que puede alcanzar una cualidad.
Nuestros gobernantes bien pudieran entender que sus discursos deben tener la característica de ser expectables, es decir, dignos de la consideración o estimación pública y no como una perorata o verborrea más, que no comunica mucho.
Dice Michel de Montaigne que no a todos fueron concedidos todos los dones; así, vemos que entre los que poseen el de la elocuencia, unos tienen la prontitud, facilidad y réplica tan oportunas, que en cualquiera ocasión están prestos a la respuesta. Esta habilidad se le conoce como la alta capacidad de repentizar, es decir, saber improvisar con rapidez; otros, menos vivos, nunca hablan nada que antes no hayan bien meditado y reflexionado.
Demóstenes era perfectísimo orador, inició escribiendo primero sus discursos, no para leerlos en público, sino más bien para tener una guía de lo que diría para después al estar metido en el tema, poder adornar sus palabras con una claridad que cautivaba; pero la elocuencia de otro contemporáneo de nombre Focion tenía más nervio porque en pocas palabras encerraba gran sentido; y del mismo Demóstenes se cuenta que cuantas veces se levantaba Focion para contradecirle, solía decir a sus amigos en forma discreta, ya está ahí el hacha de mis discursos.
En este tenor el objetivo de quienes nos gobiernan es ese, que sus palabras tengan sentido frente a los ciudadanos que gobiernan y que en el interior de su audiencia su discurso sea algo que les incumba.
Un buen orador es un buen líder, y además un buen transmisor de ideas, pero también un buen orador se hace en base a disciplina y trabajo como bien lo demostró en su tiempo uno de los mejores y más elocuentes oradores como lo fue Demóstenes, quien no nació orador… se hizo orador elocuente.
Anhelo que ésta sea una meta de quienes detentan la autoridad política máxima en nuestro, país, estado y municipio.
El tiempo hablará.