
En el mercado hay más consumidores que productores. Sin embargo, los consumidores pueden menos, por razones simbólicas, prácticas y políticas desfavorables al consumidor.
Ganar más y gastar sin regateos parece noble, poderoso, viril. Cuidar los gastos y fijarse en los precios parece lo contrario. La división tradicional de actividades entre hombres, mujeres, niños y viejos puede estar en el origen de esta valoración. Lo doméstico, el consumo, el juego, el simple asolearse y el amor a la vida parecen nada frente al esfuerzo heroico, el trabajo y la producción.
Además, los empleados a tiempo completo dedican más tiempo al trabajo que a las compras, y se pasan el día con otros que trabajan en el mismo lugar; mientras que van de compras dispersos, sin mucha relación con otros compradores. Por otra parte, compran una multitud de cosas a muy distintos proveedores, pero trabajan para una sola empresa, que por lo mismo pesa más en sus intereses que cualquiera de sus proveedores.
Hay excepciones que resultan ilustrativas. La convivencia temporal de un grupo de turistas en una excursión más o menos larga puede darles una fuerza que nunca tiene un pasajero aislado y de prisa. Una multitud de espectadores en un estadio es más temible que una multitud de espectadores de televisión. Los inquilinos de una vecindad llegan a unirse, los de una cárcel a rebelarse. También los estudiantes que por años conviven en un solo lugar, y más aún si son internos.
Las llamadas “huelgas” estudiantiles son más bien un boicot de consumidores que paraliza al proveedor. Las dificultades teóricas y prácticas para integrar los movimientos estudiantiles en el movimiento sindical revelan que la analogía es falsa. Las inquietudes sociales del siglo XX fueron mal etiquetadas porque las teorías disponibles no daban para más. Se esperaba la Revolución, encabezada por el movimiento obrero, y lo que llegó fueron los movimientos estudiantiles, hippies, feministas, budistas, naturistas, ecologistas, étnicos, antiautoritarios.
Las mujeres tienen a su cargo gran parte de la administración del consumo familiar. Pero el consumo parece tan burgués frente a la Revolución que no mereció más que motes despectivos (consumismo, cacerolismo), buenos para despachar sin comprender lo que no encajaba en las teorías.
No hay que ser profetas para ver venir mucho “cacerolismo”. Las mujeres que trabajan en fábricas y oficinas aumentaron la población consciente de ambos lados de la economía. Las “conquistas” por el lado laboral fueron teniendo rendimientos decrecientes, o se volvieron contraproducentes, frente a los avances necesarios por el lado consumidor. El esfuerzo para ganar un peso más, puede llegar a lucir menos que el esfuerzo para que rinda más un peso ya ganado.
Los padres de familia que son maestros de escuela, ¿ganan realmente más si avanzan por el lado sindical y pierden por el lado de la pésima educación que reciben sus hijos? Cabe decir lo mismo de todos los servicios deficientes: de salud, eléctricos, telefónicos, televisivos, de Internet, bancarios, inmobiliarios, postales, municipales. La misma población que se beneficia por un lado se perjudica por el otro.
Los servicios y aparatos que ofrecen maravillas, pero funcionan mal y hacen perder el tiempo y el dinero, hacen ver que no es práctico resignarse como consumidor y tratar de resarcirse ganando más como productor. Llega un momento en que resulta absurdo no pelear más por el lado consumidor. Pero, ¿cómo? Las reclamaciones cuestan tiempo y dinero, no se justifican para compras pequeñas y no llegan muy lejos frente a la burocracia de los proveedores poderosos.
Los sindicatos tienen mucho poder, pero no lo ponen al servicio del consumidor. Sería utópico pensar que hicieran huelgas contra los aumentos de precios de su propia producción, contra la mala calidad de su propia producción, contra el mal servicio de su propia producción, para defender a los consumidores dispersos, desconocidos y que no pagan cuotas, frente a sus propios agremiados. Buscan aumentos de salarios y prestaciones favorables a sus agremiados, aunque sea a costa del público. Y aunque sus agremiados, fuera del trabajo, sea público mal tratado: consumidores dispersos que se estrellan con su ilusorio aumento ante la realidad política de que pueden más como productores que como consumidores.
Hacen falta leyes y organismos que faciliten las acciones colectivas de los consumidores. Los poderes económicos tradicionales (el Estado, las centrales obreras, los organismos patronales) han ignorado históricamente a los consumidores, aunque se trata de la misma población desde otra perspectiva del crecimiento económico. Es ilusorio ganar más produciendo más “satisfactores” cuando no son satisfactorios.