
La revista The Economist comentó favorablemente el nuevo impuesto brasileño sobre las ventas de acciones y bonos a inversionistas extranjeros (“Raining on India’s parade. What India can learn from Brazil about controlling capital flows”, 31 de octubre 2009). “Es una lástima que las economías subdesarrolladas no dispongan de un cortacaminos a la prosperidad importando confiadamente capital del extranjero. Es una lástima que tengan que depender esencialmente de sus propios ahorros para financiar sus necesidades urgentes de inversión. Es una lástima, en suma, que la argumentación liberal en favor del movimiento libre de capitales haya perdido fuerza. Pero la perdió.” Se trata de una admisión insólita dentro de la ortodoxia vigente.
La circulación sin trabas de los capitales golondrinos tuvo consecuencias inesperadas para la economía mundial y para las teorías económicas. A esto se refiere un artículo previo de la misma revista (“What went wrong with economics?”, 16 de julio 2009). “¿Qué es lo que falló en la ciencia económica?” Ignorar las realidades sociales que no se dejan reducir a ecuaciones estadísticas. La estrechez mental de los economistas no vio la catástrofe posible, y ahora la realidad “humilla a una profesión arrogante”. Cita al premio Nobel de economía Paul Krugman: Mucha ciencia macroeconómica de los últimos 30 años ha sido “espectacularmente inútil, en el mejor de los casos; y, en el peor, francamente nociva”.
Contra los teóricos de pizarrón, ya se había pronunciado Austin Robinson, creador de la Oficina Central de Estadísticas del gobierno británico, que vivió lo suficiente para ver que disponer de estadísticas alejó a los economistas del contacto con la realidad: En mis tiempos, se esperaba de un economista que conociera las operaciones agrícolas e industriales, los procesos, tecnologías, mercados y localidades. Sabíamos más de la economía en la práctica, aunque nos apoyáramos en estadísticas. “No hay economista más peligroso que el purista teórico, sin experiencia práctica ni comprensión instintiva del mundo real” (The Economist, 5 de junio 1993). La economista Joan Robinson, su mujer, dijo famosamente: Hay que estudiar economía para cuidarnos de los economistas (The second crisis of economic theory).
Quizá lo más notable de todo es que The Economist había propuesto descontinuar el premio Nobel de economía porque muchos premiados han sido teóricos de pizarrón (“The unsuccesful science”, 29 de diciembre 1979).
Esta autocrítica gremial no se ha visto en México, con la excepción notable de Edmundo Flores. Siendo economista, se atrevió a decir que la economía mexicana había funcionado bien hasta que llegaron los economistas. Tenía razón. El crecimiento económico más estable y prolongado del siglo XX estuvo a cargo de un abogado: Antonio Ortiz Mena. Pero ni los economistas posgraduados en Inglaterra (que llegaron despreciando a Ortiz Mena y anunciando que lo superarían) ni los posgraduados en los Estados Unidos (que llegaron despreciando a los de Inglaterra y anunciando el retorno al “desarrollo estabilizador”), han aceptado su fracaso profesional y su contribución a los desastres de la economía mexicana. El milagro económico mexicano lo construyeron los abogados y lo destruyeron los economistas.
Cuando empezaban a graduarse los primeros licenciados en economía en México, su desempleo se explicaba diciendo que habían estudiado para secretarios de Hacienda, pero sólo había una plaza cada seis años y la ocupaba un abogado. Que el nombramiento de Ortiz Mena (1958-1964) se extendiera un sexenio más fue mal visto, ignorando que el crecimiento, los salarios, la inflación y el ahorro familiar habían mejorado como nunca. Pero ¿cómo apreciar los logros de un aficionado frente a las promesas de los especialistas doctorados en el extranjero?
Los economistas mexicanos llegaron al poder como asesores de la economía presidencial. Hasta hoy, no han reconocido que recomendaron una tontería tras otra, y que las cometieron al tomar altos puestos ejecutivos. La autocrítica profesional está bien para The Economist, no para el saber infalible con sólidos fundamentos: el poder impune.
A la tenebra tradicional del poder en México, la Secretaría de Hacienda y el Banco de México le dieron un toque de tenebra científica: un aire misterioso de ciencias ocultas. Nunca han sido proclives a la autocrítica, y ni siquiera a la transparencia que permite la crítica externa. El resto de los mortales no puede asomarse a la cocina científica. Pero lo superior de su tenebra no ha sido la mucha ciencia sino el mucho poder: una capacidad de soborno y de chantaje que hace callar y garantiza la impunidad de sus dogmas (que no siempre son los mismos, pero siempre son dogmáticos).
Sería extraño que tanto secreto no fomentara la arrogancia, la incompetencia y la corrupción.