
Vacaciones es un término que evoca descanso. Y en sentido estricto, significa dejar de hacer aquello que ordinariamente hacemos bajo un régimen estricto de procesos y horarios. Por tanto, vacaciones es descansar, sí, de la rutina. Hacer a un lado lo que el día a día nos exige por voluntad propia o por razones de un contrato laboral.
Así las cosas, las vacaciones también son la oportunidad de descansar de la rutina, pero no de la oportunidad de hacer otras cosas necesarias o importantes en la vida de uno o de la familia. Hacer a un lado las exigencias operativas de los otros días, para dedicarnos a otras tareas también gratificantes en sus resultados. Y en este punto debemos considerar la ayuda en el hogar, porque todavía abundan casos en que las amas de casa jamás salen de vacaciones, y menos gozan de una “prima económica” especial que concede la ley, sino, al contrario, cuando el esposo no acude a su centro de trabajo, se duplica la actividad de ellas con una tremenda carga de estrés que se deriva de la mirada vigilante de ellos. Inclusive, aun en su edad adulta muchas de esas mujeres abnegadas no paran en su talacha extenuante porque jamás tendrán una jubilación, término que se deriva de júbilo, por el período de descanso que se logra después de años de cotización legal para ello.
Otro aspecto que podemos tomar en cuenta del término vacaciones, que la pandemia del coronavirus apagó hace un año, es la diversión y el paseo fuera de casa. Y si es en una playa, mejor, de acuerdo con la preferencia de las mayorías. O lejos del propio país, como lo hacen los turistas “mochileros” y más los adinerados que no reparan en gastos de traslados y en el disfrute de los mejores espectáculos, así como en las buenas comidas y bebidas.
Pero hay algo valioso que podemos aprovechar en este espacio de tiempo al que, por ser muy laicos, la sociedad civil nos ha impuesto a llamarle “vacaciones de primavera”, olvidándonos que también se llama “vacaciones de Semana Santa”, lo cual no gusta a los jacobinos difundir, pues ese nombre les produce urticaria por su claro sentido religioso. Y, sin darse cuenta, es el sentido religioso el que volvió tradición suspender las actividades no esenciales en la vida ordinaria de los mexicanos, para hacer una clara conexión con la trascendencia de los acontecimientos que conmemoramos los que fuimos formados a la luz de la fe cristiana. Son los llamados “días santos” los que forman la coyuntura de estas vacaciones, por lo cual es válido sustentar que dejamos a un lado lo que hacemos en las oficinas, salones de clases, despachos y empresas para, saliendo de la rutina, conmemorar los pasajes histórico-religiosos de la pasión, crucifixión y resurrección de Cristo, al cumplir su misión humana de entregar su vida para salvación del género humano.
Es decir, se trata de unas vacaciones en las playas del espíritu. Sin reproche siquiera contra quienes creen que valen más las vacaciones en las playas paradisíacas de su entorno. Y se las merecen. O de quienes recurren a los sitios campestres y a los salones de entretenimiento que los distraen mucho más que la reflexión interna sobre el sentido de las enseñanzas que guían el camino a la vida eterna. Esa fe que abre el panorama espiritual a los que creen que somos más que carne y hueso, o más que economía, producción y disfrute de bienes terrenos. Y hace mucho bien a quienes saben combinar la flexibilidad de horarios en estos días para alternar el entretenimiento y la convivencia familiar fuera de casa, con la meditación trascendente y la asistencia a los oficios en los templos e iglesias.
Son vacaciones con un sabor muy especial bajo las aguas cuya profundidad es remanso para que el alma nade a sus anchas, aunque los ojos ajenos parezcan ignorar su realidad.