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Minuto negro

14 de febrero de 2019 por Heberardo González Garza

-¡Juro que no era muy noche, de verdad! Después de esa hora nunca ando en la calle—. Es Pablo, un padre de familia común en Reynosa.
Llevaba como insuperable testigo el matiz brillante de las 9:17 que emanaba del tablero de mi coche. Sabía que esos números arábigos quedarían ocultos en alguna guarida de mi memoria, amontonados al resto de los recuerdos que me torturan -como aquella refriega frente al Pollo Loco-. Fue la primera vez que vi un cadáver, se encontraba encima de los orificios de la carpeta asfáltica. Semanas transcurren sin conmemorar ese inhumano recuerdo hasta que mi destino me vuelve a situar frente a frente en la misma dirección, atropellando esa vieja angustia. Esta noche se acumularía más información imposible de dar de baja de mis recuerdos.
Los caminos de esta urbe fronteriza están repletos de agujeros que en cualquier hora del día son testigos de los crímenes que suceden. El pavimento -corrupto y deficiente- se transforma en un verdadero camposanto. Esos baches que a base de perseverancia se han ganado el título de “patrimonio de la frontera”, símbolo primario para evocar la primera injuria teniendo como receptor el cielo y el gobernante en turno. 
La soledad de un semáforo parpadeando en sangre se apreciaba a lo lejos, eterno sería llegar a la próxima avenida como muestra de mi incierta salvación. Desde que a la muerte le negaron su visa para atravesar el río Bravo; a partir de entonces, desde entonces, la violencia pernocta en esta nueva capital del infierno, vengando la ofensa de su limitante en sufrimiento para quienes la habitamos. Mis hábitos se trasmutan a base de confidencias criminales en las redes sociales, y como muestra de lo que digo ya no escucho música cuando manejo, no puedo darme el lujo de que mis oídos se distraigan con la nada, porque en la nada puedo caer en cualquier momento o tal vez vivo en la nada y ni siquiera me he dado cuenta.
Atravesé el centro de la ciudad sin problema aparente, transitando la calle Zaragoza y Bravo para incorporarme minutos después al boulevard que me llevaría a una frecuente aventura en Reynosa. A mi lado izquierdo la principal avenida se convierte en Tiburcio Garza Zamora y a mi derecha, rumbo a mi domicilio, en boulevard Hidalgo. ¡Miguel Hidalgo! ¡Viva Hidalgo! Mil veces vitoreado, calles, colonias, ciudades con su nombre, apenas unos minutos había visto la estatua del cura que nos independizó, enraizado en la plaza frente a la presidencia municipal. Allí estaba congelado, petrificado, hecho roca, cuajando un pedazo de pasado sosteniendo en sus manos una cadena rota -¡qué bonita imagen!- para quienes nos gusta recordar, para otros simplemente es un costal de cemento o fierros viejos con una silueta. Satirizantes momentos enfrentaría enseguida: ¿de qué me servía la historia en mis circunstancias? Si en eso me podría convertir, en una apenada estadística.
Ya en el boulevard Hidalgo, poco antes de llegar a la Plaza Juárez frente a la escuela primaria, alcancé a ver muchas luces. Fueron instantes lo que tardé en voltear el rostro e incorporarlo de nuevo al volante. No puedo describir lo que representaron esos segundos, angustia, tormento, en donde todo pasó por mi mente, y mi imaginación rebasó la velocidad del motor de mi carro. Estaba frente a otro héroe, Benito Juárez representado en un busto y su nombre en una de las primeras zonas públicas construidas en esta frontera. Cara a cara con Juárez estaban ellos, no tengo idea de cuántas personas serían, eran muchos, treinta, cuarenta, no sé, era todo un regimiento, en su mayoría jóvenes; por un momento me pareció ver a Mario, hijo de Ramona, pero como fue tan rápido no estaba seguro.
Esa plaza, su busto, el rostro con mirada de metal, ha sido testigo de cientos de actos de niños y jóvenes haciendo lucir sus mejores piezas de oratoria para enarbolar el tiempo que nos hace patriotas. Hoy atestiguaba una docena de camionetas cuatro puertas, con todas las luces encendidas -faros, interiores, exteriores- cajuelas abajo, marcas de lujo. Allí estaba el Benemérito de las Américas. El jurista que separó al Estado de la Iglesia. El hombre cuyas frases inmortalizó el tiempo con letras de oro. Aquel indio oaxaqueño que sirvió de palanca para inspirar a miles de jóvenes de todas las épocas. Hoy pisoteaban sus legendarias reformas los nuevos ídolos que idolatran la maldad como esencia de vida, uniformados de muerte, armados hasta la sombra.  
Si esa silueta de material poseyera vida, cerraría los ojos en señal de fracaso, de frustración, al ver la ingobernabilidad en la que se ha convertido el país entero, en donde la injusticia solo es tema nacional si corresponde a la capital del país y de la provincia solo se acuerdan cuando son más de 150 asesinados. ¡Qué triste es conocer la historia! ¿Para qué nos taladran el cerebro con héroes de bronce? Con palabras no se limpiará la sangre que desparramarán esos jóvenes en su próximo enfrentamiento. La escena que estaba viendo encarnaba el fracaso de los programas gubernamentales de prevención.
Frente a Juárez, frente a la plaza, a un par de kilómetros de Hidalgo se encuentra una de las primarias más antiguas de Reynosa que lleva el nombre del profesor Lauro Aguirre Espinosa. Pareciera una broma de mal gusto, entre Hidalgo, Juárez y Aguirre, mi vida corría peligro. ¡Qué manera de destruir los símbolos! ¡Qué manera tan ingrata de humillar la historia!, asesinando los recuerdos de una nación, de un Estado como Tamaulipas, de una tenebrosa ciudad como la nuestra.
Confieso que no sabia si acelerar el vehículo o ir más despacio, no quería ni respirar; empecé a sudar, mi piel se erizó, algo adentro de mi pecho se aceleraba; la angustia se transformó en olor, olía a sepulcro, a muerte, mis cinco sentidos parecía que se duplicaban, todos mis poros estaban atentos, asustados pero sincronizados, y cualquier reacción por mínima que pareciera cambiaría el rumbo de mi vida y de mi familia. No puedo explicar lo que sentía, quería huir de mi propia respiración, me estrangulaba.
 En Reynosa hemos agudizado nuestra imaginación. Seríamos la envidia de cualquier escritor de novela negra. Por un momento me vi en las redes sociales con un encabezado desgarrador: “Jefe de familia víctima de daño colateral en enfrentamiento”. Ese daño colateral debería tener un monumento para recordar a tantos caídos, esa es la verdadera estatua que debe estar frente a palacio municipal. No quería cerrar mi vida de esa manera, con una frase utilizada para todo. Imaginaba el sufrimiento de mi esposa, tenía tanto miedo de que mi rostro no pudiera ser reconocido por ella. ¿Qué sería de mis hijos? No, no, era imposible no pensar todo eso. Solo de imaginar y de mi obstinada obsesión de viajar en el tiempo hizo que saliera un líquido de mis ojos. Ya ni sé qué era, podría ser todo, sudor de mi frente que pasaba por mi vista, agua que procedía del manantial de mis pupilas, sangre que representaba mi temor. ¡No sé, juro que no sé!
¡Qué difícil es imaginar, duele mucho! Lo de menos era que me asesinaran. Me preocupaba más que me persiguieran y me agarraran como liebre huyendo ante su depredador. En microsegundos recreé posibles escenarios, y lo que representaba para mí un horrible temor, para esos jóvenes que acababa de ver, sería una diversión más. En ninguna de mis opciones imaginarias encontraba la salida, y no llegaba ningún héroe patrio para salvarme, aunque me hubiera encontrado a un par de ellos segundos antes. En esta umbrosa ciudad todos tenemos miedo, incluso la autoridad, pero no todos somos autoridad. Mi cerebro volaba tan rápido que ya estaba escenificando un posible acto en donde me detenían, me golpeaban, me quitaban mi celular con la pila hasta el tope y empezaban a mandar mensajes atemorizadores a mi familia. No tenia idea de donde podría aparecer mi cuerpo, tal vez en una de las más de 400 colonias que tiene Reynosa… ¿pero de qué les servía el mío? No represento nada. Solo fui a una carne asada con compañeros de trabajo -¿qué necesidad tenía de andar a esta hora en la calle?-. No había ningún coche en ese tramo, mi soledad en compañía de aquellos números del tablero y todo el arsenal vehicular que acababa de ver. Se me hacía eterno llegar al siguiente semáforo, y me sentía como el náufrago que ve un buque a lo largo de su escasa vista.
Por instinto vuelvo a ver el tablero. Burlándose de mi angustia sólo marcaba las 9:18; mi mente recreó mil historias, todas posibles, todas reales y sólo fui testigo de un hecho más, de un acontecimiento común en Reynosa: ver hombres armados apoderados de los espacios públicos. Llegué a la luz tintineante de la siguiente avenida. Ningún suspiro había sido tan profundo como el que emití en ese momento. La había librado -expresé entre dientes-. ¡La libré! Era un alarido silencioso, e izando la mirada al enlutado cielo expresé lo que mis labios temerosos expulsaban: :¡Gracias Dios mío!”. Al menos por hoy no me pasó nada, y voy de regreso con los míos.
            Ciudad convertida en lío, inevitable por su geografía. Ciudad del miedo invisible, apaciguado por lapsos, pero enraizado en el ser. Ciudad de recuerdos viejos donde la tranquilidad reinaba. Ciudad atiborrada de orificios, en ese suelo que encarna la codicia. Ciudad de un amor oculto por temor a que lo asesinen. Ciudad de violencia descarada, arrogante e insensible que desparrama víctimas por doquier.
Nos hemos empapado de una indignación silenciosa, encubriendo un cabizbajo orgullo ante la mirada penetrante de los nuevos titulares de la maldad en este edén criminal. En donde la justicia sólo se escucha en voz alta en la lectura de alguna página extraviada de una escuela de derecho. No pretendo ser valiente con mi texto, lo que busco es no cerrar los ojos a la realidad. Es triste la verdad. La muerte nos persigue como la sombra al cuerpo. Vivir aquí es firmar el consentimiento para practicar la eutanasia. Todos los días giramos una ruleta rusa imaginaria, en donde no dependemos del azar, sino del humor de quien la porta y nos violenta el alma con facilidad. Aquí recordamos más a Dios que en un domingo en el Vaticano. Pedimos imposibles, como que nos haga invisibles frente a ellos. 
La noche hace tiempo que perdió la franquicia de la violencia. El día ha sido el blanco fácil de esta desgracia convertido en un banal paredón de principios revolucionarios, con la diferencia que hace cien años el enemigo era quien empuñaba el arma y, aquí, aquí lidiamos con un contrincante intangible, camuflado de adolescente, de señora, de adulto mayor, incluso hasta la propia imaginación es nuestro verdugo y no nos hemos dado cuenta.
@HeberardoConH.

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