Soy amigo de un futbolista profesional retirado. Tuvo éxito principalmente en un equipo de renombre de la Liga Mexicana, y se retiró apaciblemente entre elogios y aplausos de reconocimiento de sus camaradas y del público.
Me pidió que no revelara su identidad, si algún día hablaba de él. Ese día ha llegado. Llamémosle Frumento.
Hace muchos años, entre tragos, me habló de la tremenda frustración que sintió como enlistado de la Selección Nacional que acudió a la Copa América de 1993, en Ecuador, esa en la que el conjunto tricolor cayó ante Argentina en la final.
El entrenador Miguel Mejía Barón lo llamó como uno de los 18 convocados, pero le aclaró, de antemano, que no tendría oportunidad de jugar, a menos que se lesionara alguno de los que ocupaban la misma posición, en la defensa.
En esa parte, me dice, no hubo engaño, pues el jefe fue claro con él para decirle su función en el grupo, como improbable sustituto.
Frumento me comenta que ese viaje a Ecuador es una de las experiencias de más horribles que ha tenido, no solo como profesional de futbol si no en su vida completa, pues nunca ha vuelto a experimentar esa desagradable sensación de vacío, impotencia y autoconmiseración, que le provocó el frío de la banca.
Durante toda su carrera había sido titular indiscutible en los escasos equipos en los que militó y recibía encomios de la prensa nacional de manera permanente, pues su vida estaba alejada de los escándalos. Ni siquiera se sentía cómodo dando entrevistas, por lo que lo suyo era demostrar en la cancha su habilidad.
No había sido convocado a la Selección mayor antes de la cita en Ecuador porque entiende de política y sabe que en estas organizaciones, los entrenadores siempre convocan a sus favoritos, y él no lo era de nadie.
De hecho, me dijo riéndose, nunca tuvo apego con ningún Técnico, como ocurre con la mayoría de los jugadores.
Con Mejía Barón llevaba una relación cordial y como era eficiente en su trabajo por eso fue llamado, aunque luego se sintió aborrecido.
Hasta entonces entendió a centenares de futbolistas que se encuentran en el banco de los suplentes. Me comentaba que él nunca fue jugador de relevo, ni siquiera en el llano.
Solo acudía a los juegos cuando era requerido en el once titular, que fue siempre. En esa Copa América estuvo como espectador e íntimamente se sentía humillado.
Dice que vio desde atrás de la portería el juego inaugural cuando México cayó 2-1 ante Colombia, en el Estadio 9 de Mayo, en Machala. Estuvo a dos metros aquel gol inexistente de Víctor Hugo Aristizábal, que le dio el triunfo de los cafetealeros.
Dice que sentía ganas de meterse a despejar esa pelota que le rebotó en la pierna a Claudio.
Con ese descalabro inicial supo que su suerte estaba echada, porque había albergado una mínima esperanza de tener minutos, aunque fuera escasos.
En el futbol se sabe que los entrenadores a veces se apiadan de los jugadores cuando el partido ya está definido y lo meten para que corran, aunque sea unos instantes, al final.
Pero con este marcador inicial adverso, México tenía que aplicarse con todo en lo que seguía. Para su sorpresa salió a la banca en el segundo juego, contra Argentina, en la fase de grupos, que terminó en empate a uno.
Pero no vio acción, en Guayaquil. Luego del gol de Ruggieri con el que los pamperos igualaron el marcador, el juego se cerró y se hizo áspero. Mientras paciente veía a sus coequiperos que entrenaban como parte del cuadro titular, comprendió a tantos de sus compañeros que no ven acción a veces en toda la temporada.
Algunos entran solo un ratito de cambio, pero muchos hay que no ven jamás salir el Sol para sentirse iluminados con la titularidad. Mi amigo dice que en esos días de junio de 1993 su perspectiva del juego cambió por completo. México tuvo una Copa venturosa, aunque no levantó el trofeo al final.
Hubo aplausos para todos y él solo se tomó fotos grupales, pero no pudo cantar adentro el himno nacional, una deuda que se tendrá siempre pendiente.
Sin embargo, entiende las motivaciones del entrenador, porque el Tri de entonces tenía una zaga de hierro con Claudio, Ramírez Perales, Gutiérrez y Ambriz. En la media estaban Ramón, García Aspe, Patiño y Galindo, y arriba Hugo y Zague.
No había discusión de que eran lo mejor que había. Pero no deja de recordar aquellas tardes aciagas en las que él y sus piernas de oro supieron lo que era no estar entre los requeridos para una misión trascendente a la que había sido convocado.