El poder sin abuso pierde su encanto –dijo Paul Valéry–, afortunadamente, en México, el poder, el abuso y el encanto ya no son privilegio presidencial. La impunidad se ha democratizado.
En una sátira de otros tiempos, el presidente preguntaba: “¿Qué horas son?” Y la respuesta era un milagro: “Las que usted diga, Señor Presidente”. Lo genial del chiste es que situaba el poder impune en su raíz: la definición de la realidad. Al hablar de impunidad, se piensa en los delitos no castigados. Pero la impunidad radical está en los no cometidos. Cuando el poder define la realidad, no hay delito que perseguir.
Y eso que era prerrogativa del Señor Presidente ya no lo es. La fragmentación del poder federal, la emancipación de las gubernaturas, la guerra de todos contra todos, dentro y fuera de los partidos, la audacia de los otros poderes realmente existentes, democratizan la impunidad. Nadie responde de sus afirmaciones, ni está sujeto a hacerlo. En declaraciones oficiales, manifiestos, manifestaciones, frases que destaca la prensa, comentarios y caricaturas hay afirmaciones arbitrarias sin que pase nada. ¿Qué horas son? Las que yo diga.
Es legítimo y deseable que muchas opiniones convivan. Pero convivir es convencer, convencerse o cuando menos respetar. La mera declaración de principios sagrados no convence, y todavía menos la satanización y los insultos. Desgraciadamente, desde la Independencia, la convivencia de opiniones, convicciones y doctrinas ha sido vista como imposible y hasta como indecente. Ha sido más fácil aceptar que un mandamás imponga sus opiniones que llegar a un consenso.
La democracia irá superando eso. Dejó atrás el monólogo presidencial, y, en camino al debate democrático, está pasando por una contradicción: la multitud de monólogos autocráticos. Muchos mandamases declaran impunemente qué horas son cuando se les pega la gana. La realidad es su prerrogativa, y la algarabía resultante entre afirmaciones arbitrarias no es un debate, ni pretende serlo. Es una guerra a gritos sobre qué horas son. No se trata de convencer, sino de subir el volumen hasta que no se escuchen otras opiniones. Muy buen negocio para los que alquilan altavoces.
La administración de la verdad fue el arte supremo de la monocracia; y hoy no funciona, porque, habiendo tantos monopolios de la verdad, no hay ninguno. De ahí surgen oportunidades democráticas. Ahora es más fácil señalar la contradicción, la mentira, la ignorancia, la vacuidad y el golpe bajo. Y hay que hacerlo, en vez de limitarse a la irritación, el desánimo o la apatía que provoca el griterío de comerciales políticos. Si los declarantes no se toman en serio, la sociedad debe tomarlos en serio: hacerlos responsables de sus afirmaciones, cuestionarlas ante el reloj, hasta que aprendan qué horas son.
Hay que exhibir las declaraciones abusivas. Lo hacen los columnistas políticos con buena memoria y buenos archivos. Lo hacen los ciudadanos que escriben cartas a la redacción; una venerable tradición democrática en los países de habla inglesa, que también puede funcionar en México, como lo demostró El Financiero, cuando tuvo una persona que no se limitaba a publicar las cartas, sino que hablaba con los políticos aludidos y daba seguimiento a las reclamaciones. Lo hace la revista Etcétera, en una de sus secciones más leídas. Lo hace Lupa Ciudadana, que archiva las declaraciones, las pone en línea y busca la opinión de especialistas. Lo hacen muchos blogues.
Todos estos relojes frente a la impunidad declarativa tienen dos problemas. Defenderse de los que tienen capacidad para sabotearlos con avalanchas de opiniones aparentemente espontáneas, pero orquestadas. Y defenderse de los que se lanzan por su cuenta, pero de manera interesada, visceral o mal informada. Los editores tienen que intervenir para que destaquen y se multipliquen las aclaraciones bien informadas, breves, inteligentes y corteses, frente a la guerra a gritos.
Otro recurso contra la demagogia sería organizar debates pedagógicos por radio o televisión, no entre políticos sino entre estudiantes; y no con el fin de llegar a una conclusión, sino de enseñar a los participantes y al público cómo es un debate inteligente y honesto. Los árbitros sonarían la campana cada vez que alguien cometiera una falta (de información, de lógica, de buena fe, de cortesía) y suspenderían el debate un momento, para explicar la falta.
Una variante (más difícil de producir) consistiría en organizar debates con ciudadanos que protagonizaran las posiciones políticas más conocidas (sobre temas concretos) y las defendieran; sujetos, naturalmente, a la campana. Lo mejor, por supuesto, sería que los políticos mismos debatieran, sujetos a la campana. Pero todavía prefieren abusar del monólogo impune. Tiene su encanto.