
La transición democrática española no fue tan tersa como a veces se cree. La nueva libertad, el “destape”, la fragmentación del poder, las pugnas y la falta de acuerdos inquietaban a muchos. Todo parecía un desorden peligroso, sin sentido y sin rumbo. Algún nostálgico inventó un chiste:
–¿Sabes ahora cómo llaman a Franco?
–A gritos.
No ha circulado un chiste análogo sobre el PRI, pero ciertas inquietudes sobre la transición mexicana añoran aquel orden regido por el principio de autoridad.
El principio de autoridad dice que nadie tiene derecho al desacato. Desobedecer, cuestionar, replicar, ignorar, rezongar, burlarse o injuriar a las autoridades es intolerable y debe ser reprimido. Tolerar el desacato es una autodestrucción de la autoridad que deja a la sociedad expuesta al caos.
La ventaja de este principio es la claridad. En el porfiriato y en el PRI hubo errores mayúsculos, arbitrariedades, abusos, corrupción, injusticia y miseria, pero también claridad: no había nada que hacer. La sociedad estaba sujeta a un mandamás, y no cuestionaba el poder impune. Aceptaba con resignación que el que manda, manda y se acabó. Y estaba consciente, cuando se impacientaba, de que oponerse era perder el tiempo, si no la libertad y hasta la vida.
La claridad que impone el principio de autoridad la pierden las autoridades. Operan sin feed back, pierden el sentido de la realidad y acaban cometiendo errores, omisiones, abusos y crímenes que destruyen la confianza social. Imponerse sin encontrar resistencia crea sentimientos ilusorios de tener razón. Produce finalmente lo que quiere evitar: la autodestrucción de la autoridad.
Los nostálgicos olvidan el caos que produjo un mandamás como Luis Echeverría. Se inquietan cuando la democracia depende de numerosos mandamenos que no se ponen de acuerdo; cuando la incipiente transparencia exhibe los abusos de las autoridades; cuando la sociedad se exaspera de ver que los abusos y la ineptitud quedan impunes, porque diversos mandamenos se protegen entre sí, porque las instituciones no son capaces todavía de funcionar sin que les dicten línea, porque los ciudadanos no logran que la ley sea el nuevo mandamás. Paralelamente, afloran sentimientos antiautoritarios que inhiben la aplicación de la ley. Legitiman el desacato y hasta los microgolpes de Estado que se apoderan de las calles, por ejemplo.
Los sentimientos antiautoritarios son una novedad de los tiempos modernos. Nacen con la emancipación de las personas que asumen su autonomía (y, por lo mismo, su responsabilidad). Se extienden con las costumbres permisivas que legitiman el desacato. Las familias, la escuela, la sociedad, evitan todo lo que sea o parezca autoritario. No quieren reprimir la espontaneidad, la autenticidad, la autonomía.
Paradójicamente, no es tan fácil emanciparse en un ambiente permisivo. Cuando las autoridades no ejercen su autoridad, se ponen a salvo de parecer represivas y se ahorran el costo político de ejercer su mandato, a costa de la sociedad y hasta de la emancipación misma, que no puede desarrollarse si no encuentra resistencia. Nadie puede dar a nadie la autonomía. Tiene que ser ganada personalmente con el ejercicio afirmativo de derechos y responsabilidades.
Naturalmente, es posible mandar sin reprimir, aunque es difícil que la violencia legítima no sea o parezca pura y simple violencia. También es difícil encauzar la necesaria resistencia a la autoridad, tanto en el caso de que la autoridad tenga razón como en el caso de que no la tenga. Todo se simplifica suponiendo que las autoridades, por principio, tienen razón (como supone el principio de autoridad). Pero se trata de un supuesto irreal. Las autoridades pueden equivocarse y se equivocan, pueden abusar y abusan. ¿Cómo educar a los niños en no oponer resistencia a la autoridad cuando los padres, los maestros, los médicos o los sacerdotes abusan de su docilidad? ¿Cómo formular el mandamiento: Obedecerás a tu padre y a tu madre, siempre y cuando sus órdenes no sean erróneas o indebidas?
El espectáculo de las autoridades abusivas, arrogantes, irresponsables, incompetentes, desentendidas de cualquier otro interés que no sea el suyo a corto plazo; y el espectáculo de los ciudadanos también desentendidos de cualquier interés que no sea el suyo a corto plazo pueden llevar a la nostalgia de aquellos “tiempos en que era Dios omnipotente y don Porfirio Díaz presidente” –como dijo el poeta Renato Leduc–. Tiempos en que regía el principio de autoridad y la situación del país era peor, pero no había nada que hacer.
Es un avance que aquella claridad se haya perdido en beneficio de una nueva claridad, sumamente incómoda. Las autoridades movidas por el interés público (que las hay) y los ciudadanos movidos por el interés público (que los hay) ven más claro que nunca cuánto falta por hacer y qué difícil es lograrlo.