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El jefe de los bandidos

30 de agosto de 2010 por Gabriel Zaid

Si en una dependencia le piden mordida, y va a quejarse con el jefe, tenga cuidado. No lo vaya a ofender.
-¿Me está usted queriendo decir que yo también soy un bandido?
Yo diría solamente que es el jefe de los bandidos.
Parece lógico pensar que el jefe de los bandidos sea el bandido mayor. Pero puede ser una persona decente metida en una situación que lo rebasa, porque no sabe lo que está pasando; o lo sospecha y no se atreve a asomarse; o se asomó y se asustó ante la calaña de los que están haciendo de las suyas. Quizá no se siente capaz de impedirlo, temiendo represalias, o peor aún: que los malosos tengan autorización de más arriba. Puede estar atrapado en una cueva de bandidos de la que quisiera escapar. Pero la denuncia es peligrosa, y la renuncia inconcebible. ¿Dañar a su familia porque los de abajo (o los de arriba) hacen de las suyas? Sería injusto. Es mejor esperar la oportunidad de moverse a un puesto más deseable.
También existen jefes que no roban, pero dejan robar, porque les interesa el poder sobre todas las cosas. Dejan robar (a veces sí y a veces no) para tener a los bandidos en una situación expuesta al despido o la cárcel, bajo su control: “Lo tolero, mientras cuente contigo de manera incondicional. Todo es perdonable, menos la deslealtad.” De Porfirio Díaz y Fidel Velázquez, que vivieron con cierta austeridad, se dijo algo así.
Los que han sido educados bajo el principio de autoridad dejan a salvo al jefe principal. El rey nunca lo permitiría, el señor presidente es traicionado por subordinados ineptos o abusivos, el papa fue engañado. Es inconcebible que los padres, los maestros, los sacerdotes, los médicos y cualquier autoridad hagan algo indebido. El mero hecho de pensarlo es aceptar el caos, destruir el orden social. Hay un sentimiento (aprovechable por los abusivos) de que la autoridad es divina, y que escupir al cielo tiene consecuencias terribles.
Los sentimientos democráticos son distintos. Desacralizan la autoridad. Uno, cualquiera de nosotros tiene que hacerse cargo de esto. Hay que elegirlo, con algún procedimiento: por ejemplo, un sorteo. Y si abusa (o fracasa, simplemente) lo paga.
Se comprende que en los condominios y en los municipios pobrísimos, como en la democracia griega, se rehúyan los cargos. Un poder que es pura responsabilidad y servicio a la comunidad es indeseable. “Sin abuso, el poder pierde su encanto” –dijo Paul Valéry–. Lo deseable es el poder impune, con el que se pueden cometer errores, arbitrariedades y latrocinios sin responsabilidad.
Afortunadamente, el poder burocrático es ideal para ser irresponsable. Los de abajo se escudan en las órdenes que reciben (o no reciben) de arriba. Los de arriba, en la distancia que hay hacia abajo. No pueden ser responsables de actos tan remotos. La institución misma se escuda en que los errores y abusos no los comete la institución, sino el personal. Finalmente, nadie responde de nada.
Para acabar con eso, lo contundente sería empezar por arriba. La impunidad en las altas esferas pone la muestra a todo el país. Hasta la simple apariencia de impunidad tiene ese efecto multiplicador. Si el secretario de Comunicaciones y Transportes fuese castigado por los errores, omisiones o delitos de un cartero, mejoraría la selección de personal. Y todo el país.
Dicen que Napoleón exigía a sus generales tener buena suerte en las batallas. Parece desmedido, pero se entiende. Mientras hay el resquicio de justificarse por esto o por aquello, abundan las derrotas. Un general con mala suerte no debe estar al mando de un ejército. Finalmente, ¿qué quiere decir estar al mando, si el éxito es atribuible a los jefes, pero el fracaso no? ¿Qué significado tiene la línea de mando, si no es también la línea de responsabilidad?
Así puede entenderse la tradición japonesa del haraquiri. Suicidarse por haber tenido resultados vergonzosos no es una confesión de culpa, sino de fracaso. El fracaso no es un delito, es un deshonor. Lo decente es aceptarlo y pagar las consecuencias.
Desde que se inventaron las excusas, se acabaron los fracasos. Aceptar nombramientos bajo el supuesto de que se hará el mayor esfuerzo posible, pero la misión es imposible, es una falta de seriedad. No hay que aceptar misiones que no se puedan cumplir. Si el jefe de una institución corrupta declara que acabar con la corrupción no será cosa de un sexenio, de hecho declara que no se siente obligado a nada, que acepta tranquilamente ser el jefe de los bandidos.
Pero no se lo diga, que se puede ofender.

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