Un collar de huesos humanos para un sortilegio es el supuesto móvil que desencadenó uno de los multihomicidios más espeluznantes de los que se tengan memoria. Las víctimas: policías, contrabandistas, un turista extranjero y un niño. Los verdugos: ayudantes de santería y traficantes de droga que, manipulados por «El Padrino», formaron una secta criminal y diabólica.
Iba cayendo la noche del martes 11 de abril de 1989 cuando don Israel Carbajal, habitante del ejido Rancho Viejo (en la zona rural de Matamoros, Tamaulipas), se enteró que había ocurrido una barbarie.
Su vecino, el operador de trascabo Enrique Fuentes, se encontraba vomitando a la orilla de la brecha 6 al momento que el anciano le salió a su encuentro: «¿Estás bien?». «¡Me voy del pueblo!», respondió perturbado el muchacho.
Aprisa, intentó reanudar su marcha pero el campesino lo detuvo. «¿Qué sucede?…, ¿por qué te vas?, ¡espera!», exclamó.
Mientras quería contarle al viejo lo que había sucedido, Enrique no podía dejar de vomitar. Con el dedo índice apuntó al cucharón de su bulldozer… «¡Fui a desenterrar unos cuerpos!». «¡No exageres mijo!, ¿cuerpos de qué?». «¡¡¡Son humanos señor!!!»…
Horas antes unos policías lo habían obligado a acompañarlos con su maquinaria pesada a una propiedad no muy lejana. Era un predio contiguo al rancho Santa Elena (localizado a 28 kilómetros de la cabecera municipal y próximo a la carretera de peaje Matamoros–Reynosa), que por aquella época, ya se rumoraba, era utilizado para el contrabando de drogas.
Cuando don Israel finalmente se asomó a esa batea metálica y percibió el olor a carne en estado de descomposición el asco y la intranquilidad también se apoderaron de él. Ambos tenían el escupidero.
Fueron algunas de las impresiones que el lugareño le platicó a los reporteros, quienes horas posteriores se emplazaron en el área para cubrir la horrenda e impresionante noticia.
Aquella agrícola región pasó de la pasividad a la confusión, porque las horas posteriores fueron inéditas, entre el ruido de la muchedumbre: las patrullas, los helicópteros y de las familias buscando pistas de sus seres queridos desaparecidos.
EL SECUESTRO
DEL AMERICANO
En aquel entonces estaba reciente la desaparición de Mark Kilroy, un estudiante de medicina de la Universidad de Texas en Austin, quien 28 días antes (el 13 de marzo de 1989), había cruzado a la fronteriza ciudad de Matamoros con un grupo de spring breakers por el Puente Internacional Nuevo «Gateway».
Ya era una costumbre que durante las vacaciones de primavera una gran cantidad de jóvenes extranjeros visitara esta ciudad mexicana para divertirse sin restricciones.
Muchos consumían excesivas cantidades de alcohol, drogas y participaban en prolongadas fiestas en cantinas y centros nocturnos. No necesitaban visa y los comerciantes tampoco les imponían reglas, por el interés de sus dólares.
Terminado aquel día de algarabía y bullicio los amigos estadounidenses de Kilroy (Bradley Moore, Bill Huddleston y Brent Martin) retornaron al hotel Sheraton –donde estaban hospedados en la Isla del Padre– pero él no… pensaron que se había apartado con alguna de las chicas con las que coincidieron en el área y volvería por cuenta propia.
Todavía no existían los teléfonos móviles ni las redes sociales para estar mejor comunicados. Al no recibir noticias suyas –después del amanecer– ellos y su familia comenzaron a preocuparse.
Nadie sabía de su paradero e inmediatamente reportaron su desaparición en la oficina del Sheriff del condado de Cameron. George Gavito fue el jefe de investigaciones asignado por parte de las autoridades texanas.
De acuerdo a los testimonios de la época, como en un principio los medios de comunicación no prestaron mucha atención al caso, el 18 de marzo los señores James y Helen Kilroy decidieron ir personalmente hasta Matamoros.
Colocaron carteles en los postes de las calles, desesperados, buscando a su hijo e, incluso, acudieron al bar «Blanca’s White» de la calle Álvaro Obregón número 51 (ahora llamado Irish Pub), donde sus amigos lo vieron por última vez, para preguntarle a los empleados si supieron algo. Era «como si se lo hubiera tragado la tierra», paradójicamente afirmaron cuando solicitaron ayuda.
Uno de los familiares de los Kilroy trabajaba para el Departamento de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) en California y lograron conseguir una audiencia con el presidente estadounidense, George Herbert Bush, quien había sido director de la Agencia Federal de Inteligencia (CIA).
Fue entonces que el famoso programa Los más buscados de América, con una audiencia de millones de espectadores, decidió publicar la historia.
El gobierno de Estados Unidos comenzó a ejercer presión a México para rastrear al alumno de 21 años, cuya familia había ofrecido una recompensa de 15 mil dólares (que para aquel entonces era una pequeña fortuna).
Estaba como mandatario nacional Carlos Salinas De Gortari cuando decenas de elementos de todas las corporaciones empezaron a buscar pistas.
INTERVIENE LA PGR
Transcurrieron varios días y Kilroy no aparecía, pero rutinariamente, el 9 de abril de ese mismo año, unos agentes –al mando del comandante de la Policía Judicial Federal, Juan Benítez Ayala –adscritos a la Procuraduría General de la República–, montaron un puesto de control vehicular sobre la carretera libre Matamoros–Reynosa.
En cuestión de segundos aquel taciturno y aburrido día de domingo en la frontera mexicana cambió de manera frenética para aquellos elementos después que, al marcarle el alto a una camioneta Chevrolet Silverado con placas de Texas –que se desplazaba a toda marcha–, el conductor los esquivó de manera violenta.
Los estridentes chillidos de los neumáticos y las sirenas de sus patrullas dieron inicio a una peligrosa persecución cercana al poblado matamorense de Palo Blanco, hasta que finalmente unos kilómetros adelante lograron alcanzar al vehículo y lo obligaron a detenerse.
Al volante iba David Serna Valdez. Le ordenaron bajarse, le colocaron las esposas y, al revisar la unidad encontraron varios paquetes de marihuana, así como también una pistola calibre .38 súper. En unos instantes el joven delincuente pasó de sospechoso a fugitivo y luego a prisionero.
Tras un áspero interrogatorio aceptó que formaba parte de una banda criminal. En las horas posteriores fueron arrestados en una propiedad de la colonia Jardín en Matamoros Elio Hernández; su sobrino, Serafín Hernández García y Sergio Martínez Salinas (el chofer), pero faltaban más.
La actitud sospechosa de estos hombres asombró a los policías, ya que se mofaban de ellos y se declaraban inmunes a las balas. No querían que los judiciales les tocaran sus collares «mágicos», especialmente Elio. Mientras permanecieron encarcelados los hicieron confesar donde ocultaban la droga.
Los agentes del Ministerio Público pensaron que se trataba de unos simples traficantes; sin embargo, las pesquisas los llevarían al descubrimiento de una secta criminal y diabólica, responsable de la desaparición y muerte de Kilroy y al menos otras 14 personas.
EL TERRIBLE HALLAZGO
El 11 de abril de 1989 los delincuentes dirigieron a las autoridades hasta su escondite en un solar adyacente al rancho Santa Elena, donde fueron encontrados vehículos, armas, municiones y 110 kilos de estupefacientes en una bodega.
No obstante, lo que para la policía resultó una mayor sorpresa fue hallar una grande olla con restos humanos; sangre seca; lo que parecía parte de un cerebro, dedos y cabello. Además de un altar de magia negra con botellas de licor vacías, ajos, velas y, en medio de un mosquero, una tortuga asada. Era apenas la punta del iceberg…
Al ser cuestionados por estos hechos los traficantes admitieron que habían realizado sacrificios con seres humanos, que entre las víctimas se encontraba el estudiante Mark Kilroy y que tenían un líder espiritual llamado Adolfo de Jesús Constanzo «El Padrino», quien les ordenó las muertes y supuestamente se encargaba de «protegerlos» por medio de sus actos de brujería.
Las autoridades salieron del rancho propiedad de la familia de los Hernández en busca de un trascabo –para poder abrir las fosas y comprobar las aterradoras versiones–.
Por eso, aquel martes se toparon en el ejido al joven operador Enrique Fuentes y le ordenaron ir con ellos para descubrir los cadáveres. Fue él quien finalmente comunicó la noticia a don Israel y en pocas horas ya lo sabía todo el pueblo.
Al día siguiente el gobierno mexicano decidió hacer públicos los acontecimientos para efectuar las excavaciones e iniciar formalmente la «cacería» de los prófugos, entre ellos Constanzo, un espiritista
cubano–estadounidense, quien resultó ser un asesino en serie y el autor principal de la masacre.
Cuando éste perdió contacto con varios de sus ayudantes sospechó que lo andaban buscando y, enseguida, fue puesto sobre aviso, luego que fueron circulados 20 mil folletos anunciando el extravío del estudiante vacacionista. Tenía los días y las horas contadas.
Ese mismo 11 de abril abordó en Bronwsville un vuelo comercial hacia la Ciudad de México. Lo acompañaba una bella mujer de origen hispano: Sara Aldrete Villarrreal, «La Sacerdotisa», que –para sorpresa de muchos– pareció solidarizarse con la desaparición de Kilroy y hasta ayudó a pegar cartelones en los pasillos de la universidad.
La prensa rápidamente bautizó a esta banda como los «Narcosatánicos», dado que en varias fosas que los delincuentes hicieron al interior de un corral fueron localizados los cuerpos de sus víctimas salvajemente mutilados y a los cuales les extirparon la espina dorsal.
Junto a una loma la policía forense descubrió el decimotercer cadáver en presencia de las cámaras de televisión. Era el de un niño de entre los 12 a 14 años. Los asesinos le habían quitado el corazón y la cabeza, mientras que los restos de Kilroy estaban enterrados a solamente un metro bajo tierra, sin piernas. Fue identificado por medio de un examen estomatológico dentario.
Se llegó a mencionar que el ambiente entre los muertos de ese rancho era tan «espantoso» que el jefe de la policía decidió llevar un curandero y el 23 de abril, tras varios días de investigaciones in situ, decidió prenderle fuego a la choza donde éstos fueron descuartizados y dar por terminada la búsqueda, aún y cuando los detenidos aseguraron que había otras víctimas inhumadas.
Cuando los sospechosos revelaron todos los detalles de sus actividades criminales las pruebas apuntaban directamente a Constanzo y su cómplice, ya que se afirmó que era Sara Aldrete quien iniciaba las sesiones de tortura.
El nombre de los implicados causó una gran expectación porque eran personajes influyentes en las esferas de la política, el gobierno y la vida social de esta zona fronteriza.
A «El Padrino» se le veía constantemente en una limusina, con ropa de moda y asistiendo a fiestas tanto en Brownsville, como en Matamoros. Quienes lo conocieron aseguraron que tenía una «personalidad magnética» para agradarle a los jóvenes.
A partir de ese momento más miembros del culto fueron aprehendidos, entre ellos Domingo Reyes Bustamante, portero del predio colindante al rancho Santa Elena, responsable de haber preparado comida para el joven Kilroy, a quien reconoció en una fotografía. También arrestaron al agente judicial federal, Vidal García, quien le brindó protección a la secta, de la que aceptó ser parte.
A raíz que habían sido asesinados y detenidos algunos miembros traficantes de la familia Hernández, Elio accedió entregar el control de la asociación delictuosa a Constanzo y compartir ganancias, a cambio de hacer crecer los negocios de esa alianza con los contactos de «El Padrino» en México y Estados Unidos.
Abrazó también la creencia de que dando ofrendas con los muertos podría obtener una protección «sobrenatural», originando así una ola de sospechosas desapariciones, terror y violencia.
LOS MÁS BUSCADOS
Mientras la sangrienta noticia aparecía en la radio, en la televisión y en los diarios más importantes de México y el mundo, el resto de los «Narcosatánicos» hacía todo a su alcance para ocultarse.
Se consignó que en el centro del país se reunieron los demás integrantes del grupo criminal, que a posteriori tomaron un camino rural a Morelos y después al Estado de Guerrero, donde Constanzo tenía más «clientes».
De un lugar a otro se mantuvieron hasta que regresaron a la capital de la República para esconderse en un lujoso departamento situado sobre la calle Río Sena en la colonia Cuauhtémoc.
Se informó que alrededor de 300 elementos trabajaban día y noche para encontrarlos. Durante tres semanas huyendo el líder de la banda intentó, sin éxito, sobornar a las autoridades y luego chantajearlas, porque revelaría los nombres de los personajes que participaron en sus cultos y misas negras.
Al percatarse que su final estaba cerca «El Padrino» hizo jurar a sus compañeros un pacto suicida. No estaba dispuesto a parar en la cárcel.
Sin embargo, a Sara Aldrete no le pareció ese plan, así que arrojó un papel por la ventana para denunciar que la mantenían rehén y temía por su vida.
Cuando se enteraron en las oficinas de la delegación y se dio aviso a la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), las autoridades prepararon un operativo con 120 agentes para capturarlos. La mañana del 6 de mayo de 1989 un escuadrón rodeó el edificio de la calle Sena y al verse los delincuentes acorralados comenzaron a disparar.
Con un rifle de asalto AK–47 Álvaro De León «El Duby» abrió fuego contra los policías, pero éstos respondieron con sus ametralladoras y los «Narcosatánicos» se replegaron.
Desesperado, Constanzo, al ver que su final estaba cerca, le ordenó a su mercenario que lo matara. Se encerró en un armario junto con Martín Quintana (su mayordomo y pareja sentimental) y Álvaro descargó sobre ellos su poderosa arma.
En medio de un momento de caos y tensión la policía logró ingresar y detener al sicario, junto con Sara Aldrete y Omar Ochoa, el otro integrante de la secta.
El principal sospechoso y sacerdote del «Palo Mayombe», la religión afroantillana que Constanzo practicaba, había muerto y no hubo hechizo alguno que impidiera su caída. Tenía 27 años.
Después de ingresar a las salas del Servicio Médico Forense (Semefo) no se informó el paradero de sus restos, originando diversas especulaciones, como que las autoridades no deseaban que su tumba fuera un objeto de culto o profanación por los curanderos.
Los supervivientes, junto con otros 12 miembros de la banda, fueron procesados por diferentes cargos como asesinatos múltiples, violaciones, tráfico de drogas, posesión de armas y obstrucción de la justicia.
¿POR QUÉ KILROY?
En la reconstrucción de los hechos la PGR asentó en su expediente que los crímenes rituales de Matamoros iniciaron en junio de 1988 y terminaron en abril del siguiente año, con el descubrimiento de las fosas, aunque ahora se sabe que éstos se cometieron en un terreno aledaño de tres hectáreas (que no forma parte del rancho Santa Elena).
Unos meses antes, a principios de 1999, las autoridades estadounidenses incautaron en Houston, Texas, uno de los cargamentos de Constanzo. Las versiones apuntan a que para no perder la autoridad del grupo él mismo participó en los ajustes de cuentas, asesinando al ex policía Césare Sauceda, a quien la banda acusó de poner en peligro sus negocios.
Pero «El Padrino» quería sacrificar a un extranjero. Les hizo creer a sus seguidores que ese acto los haría «invisibles» ante la ley, así que aprovecharon las parrandas de los spring breakers para cometer el secuestro. Sobre el joven Kilroy cayó la mala suerte.
En las averiguaciones que se hicieron públicas se menciona que cuando el estudiante se encontraba en la calle Álvaro Obregón –la madrugada del 14 de marzo– fue atraído por dos hombres estacionados dentro de un camión rojo (Serafín Hernández García y Manlio Fabio Ponce Torres), a quienes es muy probable que la víctima, consideró, eran vendedores de droga. Le preguntaron si quería un aventón.
Luego lo tomaron por la fuerza, pero inicialmente pudo liberarse; sin embargo, fue interceptado por otro vehículo y sometido a punta de pistola.
Los captores lo condujeron hasta el rancho donde perpetraban los crímenes. Al amanecer el vigilante, Domingo Reyes Bustamante le dio pan, huevos y agua.
En la primavera de 1989 alrededor de 15 mil vacacionistas extranjeros invadieron las calles de Matamoros. En los primeros tres meses del año se habían reportado 60 casos de jóvenes extraviados, que a menudo aparecían en los días siguientes con la resaca de sus «alocados» días de fiesta, es por eso que la búsqueda de Kilroy comenzó inicialmente como una rutina de investigación de personas desaparecidas.
Pero el alumno universitario cayó en las manos de un asesino en serie, que se creía ya había cometido homicidios en otras ciudades del país: un par de años antes que el caso de los «Narcosatánicos» fuera dado a conocer la policía encontró ocho cadáveres con un perfil semejante: mutilados y desfigurados en unos bloques de cemento en el municipio de Río Zumpango, Guerrero; el 6 de mayo de 1987 fueron hallados José de Jesús González Rolono y Celia Campos.
Mientras que el 2 de junio de 1988 aparecieron de una forma similar Federico de la Vega, Gabriela Mondragón y Ramón Báez.
Para 1988 algunas averiguaciones apuntaban que Constanzo estaría detrás de estas muertes, así como las de nueve miembros de los Calzada, una familia de traficantes.
Pero más allá de tales conjeturas, en Tamaulipas sí pudieron fincarse pruebas contundentes que lo incriminaron. De las víctimas ya se sabía que Mark Kilroy fue un estudiante de medicina. Ramón Paz Esquirel resultó ser un amigo travesti de Constanzo, a quien le apodaban «La Claudia». Terminó despedazado en 13 partes.
Jorge García Luna era un niño pastorcillo que fue decapitado y sus órganos profanados. Los integrantes de la banda lo habrían ultimado por tener conocimiento de sus actividades ilícitas.
Otros de los fallecidos que fueron reconocidos son Gilberto Garza Sosa, un ex policía convertido en traficante de drogas; Pedro Gloria Gómez, ex agente preventivo de Matamoros y espía de la PJF.
Víctor Saúl Sauceda Galván, que también era policía; Joaquín Manzo Rodríguez y Roberto Gutiérrez, agentes antinarcóticos; los contrabandistas, Ernesto Rivas Díaz, Rubén Vela Garza, Sergio Rodríguez, Moisés Castillo Vázquez y Héctor De la Fuente Lozoya. Además hubo dos cuerpos que no pudieron ser identificados.
Con engaños Constanzo acostumbraba atraer a personas jóvenes y homosexuales a sus ritos. Ninguno superaba los 30 años de edad. Sus seguidores manifestaron que con la columna vertebral de una de sus víctimas se hizo un alfiler de corbata que le servía de amuleto.
LOS JUICIOS
Las autoridades descubrieron que la mayoría de los «Narcosatánicos» llevaban tatuado un símbolo santero y portaban amuletos.
Los primeros detenidos manifestaron que durante las ceremonias ocultistas «El Padrino» los obligó a beber del brebaje del caldero conocido por la religión afroantillana como «nganga». Les hizo creer que al consumirlo podrían adquirir poderes extraordinarios, como «ser invisibles».
Cuando la justicia dio por concluido el cateo a la vecina propiedad del rancho Santa Elena, nadie supo donde quedó aquel misterioso objeto, mucho menos si encontraron el supuesto collar de huesos que los delincuentes obtuvieron con la espina dorsal de sus víctimas.
Álvaro De León fue imputado a 30 años de prisión por el asesinato de Constanzo y Quintana. Inicialmente a Sara Aldrete la sentenciaron a seis años por asociación delictuosa, pero luego le cambiaron a 67 años su condena y la trasladaron al Reclusorio Oriente de la Ciudad de México.
A Elio Hernández, Serafín Hernández García, David Serna Valdez y Sergio Martínez Salinas también les impusieron 67 años de cárcel en el Centro de Ejecución de Sanciones de Ciudad Victoria, que luego se los redujeron a 50.
El otro miembro de la banda, Omar Orea Ochoa, murió en el año de 1990 por un ataque al corazón en un hospital penitenciario. El famoso terreno adjunto al rancho Santa Elena, que era propiedad del señor Brígido Hernández (abuelo de Serafín), estuvo asegurado por el gobierno mexicano.
¿QUIÉN ERA «EL PADRINO»?
De Adolfo de Jesús Constanzo se han elaborado muchos artículos, libros traducidos en varios idiomas y hasta películas. Su fama post mortem traspasó fronteras y hasta el día de hoy sigue siendo objeto de fascinación y estudio.
Nació en Miami, Florida, el 1 de noviembre de 1962. Su madre fue sacerdotisa del «Palo Mayombe», cuya práctica le enseñó desde que tenía tres años de edad.
En 1983 el joven llegó a la Ciudad de México para trabajar como modelo, pero ganó más dinero como curandero, pues había adquirido la categoría de sacerdote en Haití, lo que le ayudó a establecer relaciones con personas destacadas, entre ellas jefes policíacos y narcotraficantes.
Gracias a su notoriedad y religión, importada a los países del Caribe en el siglo XIX por esclavos nigerianos, empezó a reclutar los primeros discípulos de su clan.
Llegó a contar hasta con 30 devotos. Les decía que los dioses «yorubas» u «orishas» eran 14, que al venerarlos había que ofrecerles sacrificios. Para 1989, el año en el que los «Narcosatánicos» se hicieron mundialmente famosos, este tipo de práctica espiritista tenía cerca de un millón de adeptos esparcidos por todo el mundo y Constanzo fue uno de los más conocidos.
LA VERSIÓN DE ALDRETE
Los integrantes de la banda también formaron un rol importante dentro de la organización criminal, en la que
hubo una mujer.
Existen diversas interpretaciones –que hasta hoy en día son tema de discusión– sobre cómo «El Padrino» y la estudiante de antropología Sara Aldrete Villarreal se conocieron, consolidando una de las sectas más sanguinarias que la opinión pública recuerde, aunque ella sigue negando su participación en los espantosos homicidios.
La mayormente difundida es que era novia de Serafín Hernández, cuya familia estaba inmiscuida en el tráfico de estupefacientes hacia Estados Unidos.
En 1987 el padre del joven fue detenido y su tío Elio coordinaba los negocios de la droga. Ella habría sido el vínculo entre el santero y el grupo delincuencial.
Otra teoría es que los Hernández eran uno de los clientes de Constanzo, quien durante su estancia en la frontera conoció fortuitamente a la joven rubia y que para tomar el liderazgo del grupo la obligó a acostarse con Elio.
La alumna de la Universidad de Texas aceptó que solía pasar los fines de semana en México. Apenas tenía 22 años de edad, pero ya era divorciada, un fracaso que la llevó a una difícil etapa emocional.
Años después, en declaraciones a la prensa, afirmó que el primer encuentro entre ambos se dio cuando manejaba su automóvil por las calles de Matamoros. Constanzo emparejó el Grand Marquis negro con dorado con el que se desplazaba en la compañía de su mayordomo Martín Quintana.
Dijo que al principio le dio temor, pues las matrículas del auto eran de Jalisco, pero que al mirarle de cerca quedó impactada por el atractivo físico y el carisma de su conductor. Con una sonrisa manipuladora le hizo señas para que ella se detuviera. Su más grande error…
Completamente seducida se animó a preguntarle por qué se ponía collares de colores. Haciendo gala de su acento cubano–estadounidense Constanzo le confesó que era espiritista y fue entonces cuando se hicieron amigos, porque la joven cursaba la carrera de Antropología y le interesaban esos temas.
SU INGRESO A LA BRUJERÍA
Se siguieron frecuentando, conforme lo relata en su libro «Me dicen la Narcosatánica, de Editorial Colibrí, 2000». Relató que su primer contacto con la santería fue en la «iniciación» de Elio Hernández en marzo de 1988 en el fraccionamiento Las Alamedas del Estado de México.
Ahí «El Padrino» le habría mostrado a Sara parte de sus riquezas: pinturas al óleo, obras de arte italianas y egipcias, así como el habitáculo donde él realizaba algunos de sus ritos, de acuerdo a lo que se divulgó en algunos medios.
Y que Aurorita, la madre de Constanzo, fue la responsable de haberle enseñado las artes ocultas, como dirigir las ceremonias en patois (un tipo de dialecto haitiano–africano hablado en las regiones del mar Caribe).
Según Aldrete, a Elio le desgarró la ropa, lo bañó de plantas y le hizo varios cortes en el cuerpo. Enseguida recogió su sangre para darla como ofrenda. Sacrificaron gallinas y un chivo. Para ella, según describió, esa fue una experiencia única y extasiada.
El cuarto fue invadido por una combinación de aromas, entre el sudor de los presentes, de las velas, de los animales muertos y de los habanos que fumaron Constanzo y sus mayordomos (Quintana y Ochoa).
Aseguró que al mes siguiente «El Padrino» volvió a buscarla para darle «malas noticias», avisándole que Elio había sido detenido, que necesitaba hacer un acto de santería para que lo dejaran libre y quería que ella lo acompañara. Por eso, supuestamente aquel 12 de abril Aldrete ya no se presentó a clases en la Universidad de Texas, sin imaginar que por esa decisión terminaría siendo detenida.
No obstante, otras versiones, incluidas las presuntas declaraciones de los detenidos, afirman que ella desempeñó un rol principal en los sacrificios humanos.
En los reportes periodísticos de la época se aseguró que mientras desenterraban los últimos cadáveres del rancho los federales registraron el departamento de esta mujer y encontraron un altar, rodeado de velas y ropa de niño manchada de sangre.
Hace 14 años, ante un reportero del periódico El País de España, Sara Aldrete aseguró que su declaración había sido forzada bajo tortura policial. La llamada «Sacerdotisa» negó que conociera el rancho Santa Elena.
Manifestó que cuando cuestionó a Constanzo si era líder de una secta satánica responsable de varias muertes éste y sus ayudantes la mantuvieron secuestrada hasta el día de su detención. «Mi único delito es haberle conocido. Era joven, aventurera, curiosa y me junté con él porque estaba estudiando Antropología».
Aceptó que le atraía la santería y que por eso «El Padrino» le pareció un tipo interesante, porque tenía la categoría de sacerdote con «montones de clientes que le pagaban mucho dinero» por la protección de sus rituales, entre ocho mil a 40 mil dólares.
Aldrete negó su relación con el narcotráfico. «Nunca tuve nada que ver y él tampoco, que yo supiera, pero sí es verdad que protegía a los traficantes con su santería». En ocho meses de conocerlo aseguró haberlo visto al menos en diez ocasiones.
La historia de esta mujer inspiró la película «Perdita Durango», del español Alex de la Iglesia, estrenada en septiembre de 1997.
En prisión tomó talleres de literatura y cuando cumplió los 35 años decidió escribir su verdad. «Los jueces pudieron encerrar mi cuerpo pero mi palabra es libre, tan libre como el libro que hoy les presento. Los periodistas realmente son un cuarto poder: construyen y destruyen gente», dijo quien en su momento fue la presa más famosa y temida de México.
Refirió que para obtener su confesión siete agentes la golpearon, le arrancaron una uña del pie, abusaron sexualmente de ella, le dieron descargas eléctricas y la quemaron con un cigarrillo, pero que una vez trasladada al reclusorio ya no fue maltratada.
Sus alegatos de inocencia se apoyan en que las acusaciones en su contra se basaron en el testimonio de otros acusados «quienes también fueron torturados». En varias ocasiones ha solicitado su liberación por inconsistencias en el caso y falta de pruebas.
El lugar de los tormentos
El rancho donde se cometieron los sacrificios humanos también ha sido motivo de especulación y asombro para varias generaciones. La historia fue ampliamente difundida a finales de los años ochenta y cada vez que se cumple una década vuelve a cobrar notoriedad en las páginas de los periódicos y canales de televisión.
Pero muy pocos (a excepción de agricultores; policías y periodistas que documentaron este desagradable suceso) saben el lugar preciso donde Adolfo de Jesús Constanzo y sus ayudantes ejecutaron brutalmente a sus víctimas.
Más allá del entorno criminal que supuso este lamentable episodio en la fronteriza región noreste de México –y de que las autoridades decidieron siniestrar todos los indicios de magia negra–, la relevancia del área exacta de los crímenes estriba en que a pesar de haber transcurrido ya 30 años se siguen conservando algunas evidencias.
Muy cerca de la carretera de peaje Matamoros–Reynosa, entre los kilómetros 27 y 28 hacia el lado sur de la carpeta asfáltica se localiza el predio donde estaba aquel «maléfico» cuarto de madera que aparece en las fotografías de los «Narcosatánicos».
Resulta difícil imaginar que en un terreno rústico en el que sobresalen la hierba y las primeras flores del verano, hubiera sido un santuario de sufrimiento, dolor y espanto.
Para 1989 todavía no habían construido la autopista, así que éste fue un paraje aislado donde Constanzo y su secta sabían que no los molestarían. Estaba tan lejos que nadie escuchó los pedidos de auxilio de las personas privadas de su libertad y, al que se daba cuenta (como el caso de Jorge García Luna, el niño pastorcillo de la propiedad contigua) lo asesinaban.
CÓMO LLEGAR
Para ingresar a la ubicación es necesario brincar un alambrado de púas y un canal de riego que corre paralelo a la carretera (cercano al entronque de Matamoros–Valle Hermoso) o solicitar permiso a los dueños del rancho Santa Elena, el cual se encuentra adjunto a la propiedad en mención.
De hecho, denuncian que una reportera accedió ilegalmente a su terreno intentando conseguir nuevos aspectos de la legendaria matanza, pero que obtuvo fotografías y videos del lugar equivocado.
Molestos, declaran que los medios de comunicación han perjudicado «con una mentira histórica» la imagen del rancho Santa Elena (que se dedica a la producción de sorgo y árboles de naranja), ya que, aseguran, los sacrificios humanos no se cometieron ahí, sino en la propiedad de junto, la cual es un predio de tres hectáreas que sigue perteneciendo a la familia de Elio Hernández, uno de los detenidos.
Después de ser transportado en una camioneta por caminos lodosos de terracería el reportero de Hora Cero conoció el lugar que se convirtió en noticia de impacto mundial. Ya no existe la «casa de los sacrificios». Tampoco el corral justo donde los delincuentes enterraron a varias personas.
El dueño del rancho aledaño, quien prefirió omitir su nombre, asegura que en 30 años, desde que la policía efectuó las excavaciones, la escena de los crímenes no ha sufrido alteraciones importantes. Los peones siembran en la parte posterior y ahí sólo ha pasado el tractor para retirar el zacate.
Pero todavía es posible mirar las zanjas que quedaron por los movimientos de tierra que las autoridades hicieron para exhumar los cadáveres, la mayoría de los cuales estaban despedazados. También se observan los trozos del piso que una retroexcavadora rompió cuando –por orden del comandante de la PJF, Juan Benítez Ayala– se destruyó el inmueble de los «Narcosatánicos».
Y justo ahí, donde cientos de personas llegaron aquella caótica segunda semana de abril de 1989 para comprobar la barbarie cometida por el maligno clan de Constanzo, un fragmento óseo sobresale entre los restos de concreto y el lodo. «¡Mira, aquí está un hueso!, ¡¿lo ves?!…, habría que mandar a analizarlo. Y acá están unos lentes. Sí parecen de la época ¿verdad?»…
El agricultor originario del ejido Control, quien aceptó mostrar el sitio, expresa que desde entonces ninguna autoridad ha regresado para investigar, aún y cuando se dijo que había más cuerpos enterrados en esa «zona de muerte», donde ahora, contradictoriamente, predomina una inmensa tranquilidad y no se escucha ruido más que el de las aves y los coches que transitan por la autopista.
El anfitrión pide respeto para el rancho Santa Elena, porque reitera que la masacre no fue ahí, sino en la parcela anexa, pegada al derecho de vía.
UN MAL EJEMPLO
LOS ANTECEDE
De la reseña histórica de este polémico caso queda decir que las prácticas con rituales humanos perpetradas por los «Narcosatánicos» fueron hasta 1989 un acontecimiento insólito para la vida pública de México (antes que Tamaulipas fuera considerado un Estado de secuestros y matanzas) y que precedió a posteriores traficantes de drogas, quienes adoptaron el misticismo de la brujería y la «Santa Muerte» como forma de culto.
Se publicaron artículos, libros, tesis y varias películas. Algunos de los medios que le han dedicado páginas a esta historia son The New York Times y Los Angeles Times de Estados Unidos.
Asimismo destacan los periódicos Daily Mail de Inglaterra, El Telégrafo de Ecuador; la República, de Italia; El País, de España; el Rzeczpospolita, de Polonia;
O Globo y Folha, de Brasil; las revistas The Rolling Stone, Proceso; el canal ruso de noticias RT y el registro de homicidas famosos Criminalia.
La literatura sobre el tema también es sobrada y puede conseguirse en Amazon como «A True Story of Serial Murder», «Obscure Serial Killers», «The Work of the Devil», «Adolfo de Jesús Constanzo», distribuido por la editorial alemana Buecher, y el libro «Sacrificio», publicado por los padres de Mark Kilroy, quienes decidieron crear una fundación para orientar a los jóvenes a alejarse de las drogas.
Esta historia inspiró las películas «Perdita Durango», del español Alex de la Iglesia, estrenada en septiembre de 1997 y «Borderland», escrita y dirigida por Zev Berman.
Por su inconmensurable crueldad y poderosa capacidad de convencimiento para hacer cometer crímenes, Constanzo ha sido comparado con líderes de otras sectas asesinas como Charles Manson y Jim Jones, que hicieron creer a sus seguidores que tenían poderes sobrenaturales.
Discovery Channel fue otra de las grandes cadenas que le dedicó un amplio reportaje a esta historia.
Algunas de las curiosidades que pasaron en relación a los «Narcosatánicos» fueron que Enrique Fuentes, el joven operador del trascabo que descubrió los cadáveres del rancho murió de forma trágica pocos años después. Aceptó trabajar como chofer de una pipa y sufrió accidente en una salida de la ciudad de Río Bravo.
A pesar de haber pasado 30 años sigue habiendo personas con la curiosidad de saber como sucedieron tales hechos.
Todos los integrantes de esta banda eran menores de 30 años. Álvaro De León y Sara Aldrete pertenecían a familias acomodadas de Matamoros.
Algunas joyas incautadas a la banda por las autoridades fueron subastadas por la oficina de Adquisición de Bienes Asegurados de la PGR.
Antonio Zavaleta fue el profesor de la Universidad de Texas (experto en antropología), quien acompañó al jefe Gavito del Departamento del Sheriff del condado de Cameron, hasta la escena del crimen, intentando colaborar con las autoridades en Matamoros, sin imaginar que su propia alumna, Sara Aldrete, terminaría siendo acusada de participar en el sacrificio de humanos.
Declaró hace 10 años al periódico El Bravo que «No podía creerlo», porque la entonces joven siempre se destacó por tener buenas calificaciones y participó en las actividades de la escuela. Fue además integrante del equipo de voleibol.
Him y Helen Kilroy crearon en Santa Fe, Texas, la fundación Mark Kilroy–Las Drogas Son Adictivas. Hacen viajes y campamentos para orientar a niños y jóvenes. «Estamos seguros que la razón por la que mataron a nuestro hijo tiene que ver con las drogas». Publicaron el libro «Sacrificio».
Anibal Pérez Vargas era el procurador de Justicia de Tamaulipas cuando ocurrió la masacre. Jesús Guillermo Villarreal a la postre presidente del Supremo Tribunal de Justicia del Estado dijo que se castigaría con severidad a los implicados y así fue…, aunque, de acuerdo con agrupaciones de Derechos Humanos, en el caso de Aldrete, hubo «anomalías procesales, vejaciones y tortura física» previo a la ejecución de su sentencia.
A treinta años de distancia de que los «Narcosatánicos» se hicieran mundialmente conocidos todavía sigue habiendo preguntas sin respuesta por el brutal acontecimiento que marcó una época, que agotó los tirajes de los periódicos y rompió con los estereotipos sobre el amarillismo y las páginas rojas. Al mismo tiempo que en la sociedad provocó estupor y consternación, este suceso rebasó las expectativas y cimbró sus bases sobre la educación y el comportamiento humano.