
Esta es una historia que el gobierno mexicano no quería que se conociera. Una mañana de marzo de 2011, veintitrés hombres salieron de San Luis de Paz, Guanajuato, con destino a la frontera de Tamaulipas y Texas. En alguna parte del camino desaparecieron sin dejar rastro.
Cada uno iba con el mismo objetivo: intentar cruzar sin documentos a los Estados Unidos para encontrar un trabajo que les permitiera ofrecerle un sustento a sus familias.
Nadie en este pueblo ubicado en los límites con San Luis Potosí tenía motivos para temer por el padre, hermano, primo o hijo que esa mañana tomó un autobús a la frontera, pues emigrar a Estados Unidos ‘de mojado’ es casi una tradición en este municipio guanajuatense.
Todos aquí tienen un pariente en la Unión Americana que regularmente envía los dólares que permiten construir las casas, alimentar a los hijos, comprar las camionetas y soñar con un futuro un poco menos sombrío.
Sin embargo, ese marzo era diferente a otros marzos. Eran los peores días de la guerra entre el gobierno calderonista y las bandas de delincuentes que controlan las actividades ilegales en el noreste de la República.
Un año antes, estos grupos dieron la primer advertencia de lo que eran capaces de hacer, cuando sin ninguna compasión fusilaron a 72 migrantes centroamericanos en un rancho del municipio de San Fernando, Tamaulipas.
Desde entonces circulaban las historias de terror que hablaban de que en esta parte de la República había hombres armados que interceptaban autobuses y obligaban a bajar a todo aquel que pareciera migrante. A los viajeros se les alertaba de secuestros, ejecuciones masivas y reclutamientos forzosos.
Pero nada de esto amedrentó a los 23 de San Luis de la Paz, a quienes la posibilidad de no tener el dinero suficiente para ofrecerle un plato de comida a sus hijos, les asustaba más que cualquier leyenda de encapuchados con rifles automáticos.
¿DONDE ESTAN?
Guanajuato ha sido por generaciones uno de los principales expulsores de migrantes a Estados Unidos, por eso todos en estas tierras están acostumbrados a la rutina del que viaja al otro lado de la frontera.
Con los años las familias han aprendido a no preocuparse cuando, durante los primeros días del viaje, no saben nada del ser querido que está luchando por llegar sano y salvo a su destino, bien al norte en Estados Unidos.
Incluso, en el peor de los escenarios (que el migrante sea detenido o muera durante el viaje), las malas noticias viajan muy rápido y todos se enteran de que algo salió mal.
Sin embargo, en esta ocasión las cosas fueron diferentes, pues transcurrían las semanas y nadie tenía noticias de los 23 viajeros.
El nerviosismo se convirtió en horror cuando una noche, los residentes de San Luis de la Paz vieron en las noticias que San Fernando era –otra vez–, escenario de matanzas de migrantes, cuyos cuerpos fueron enterrados en decenas de fosas clandestinas.
Pensando en lo peor, la comunidad comisionó a cuatro de los suyos: Hugo Guzmán, Erick Salazar, Hugo Coronilla y Raúl Pérez, para que viajaran a Matamoros y buscaran entre los cadáveres de los asesinados en Tamaulipas a sus 23 desaparecidos.
La experiencia no fue sencilla. Las autoridades tamaulipecas estaban rebasadas por los cientos, quizás miles de personas quienes al igual que los cuatro enviados ludovicenses, llegaron a las instalaciones del Servicio Médico Forense buscando algún indicio de que su ser querido estaba entre los 183 cadáveres encontrados en las fosas.
Además, todos los que ahí buscaban se toparon con un infame muro de burocracia levantado tanto por las autoridades estatales como las federales, que llevaban por separado sus propias investigaciones y no atinaban a dar información concreta.
Aún así, los que buscaban entre los muertos se aferraban a la esperanza de que las autoridades les iban a permitir buscar entre los cuerpos o, por lo menos, iban a usar la foto que les ofrecían para facilitar la búsqueda.
Al parecer, una fotografía no es suficiente para identificar un cadáver.
Para las autoridades en ese momento no había mejor sistema que un impresionante ejercicio de memoria para recordar todos los detalles del desaparecido; desde la ropa que llevaba puesta el día que partió, hasta su estatura, peso y señas particulares. Al final este proceso también resultó ser inútil.
Alegando que los cuerpos estaban irreconocibles, se ordenaron cientos –quizás miles–, de exámenes genéticos esperando poder identificar a quienes fueron lanzados a una tumba sin nombre.
Copado por los reclamos ciudadanos que empezaron a hacer eco en los periódicos y la televisión, un impresionante equipo de médicos, enfermeras y secretarias encabezado por un Ministerio Público local, llegaron a San Luis de la Paz y solicitaron a las familias que interpusieran las denuncias penales por la desaparición de los 23 viajeros, además de que se practicaran los exámenes genéticos que, supuestamente, serían cotejados con los cadáveres de Tamaulipas.
Los días pasaron y para los que estaban en Matamoros, la espera afuera de las instalaciones del Servicio Médico Forense se volvió un sinsentido, pues nadie atinaba a informar cuánto tiempo duraría el cotejo de los resultados de las pruebas ADN.
Con las manos vacías, los cuatro enviados regresaron a San Luis de la Paz sin poder ofrecerle a sus familias, vecinos y amigos, una respuesta concreta a la pregunta de que si los 23 desaparecidos estaban en las tumbas clandestinas de San Fernando.
Lo único con lo que regresaron, fue con la promesa de que un día alguien les iba a informar.
LA FOTO DE LA ESPERANZA
Tras el viaje fallido, la vida en San Luis de la Paz regresó a su habitual tranquilidad. Sin embargo, un grupo de esposas, madres, hermanas y abuelas de los desaparecidos, no podían dormir pensando en el destino de sus seres queridos.
De vez en cuando, los corazones saltaban cuando se enteraban que las autoridades habían entregado un cuerpo de los muertos en Tamaulipas. Pero esos anuncios eran poco frecuentes.
Una noticia perdida en el noticiero sacudió al pueblo: Tras un operativo policiaco y militar, más de 60 migrantes habían sido rescatados de una casa de seguridad en Reynosa.
Los datos eran escuetos, no había nombres o lugares de origen de los rescatados. Lo único que se ofrecía era una foto de muy mala calidad que mostraba a un grupo de hombres sentados en el piso de un patio.
Esperanzados, todos en San Luis de la Paz buscaron en esta imagen algún indicio de que su pariente estaba en el grupo. Sin embargo, la tarea era casi imposible pues los rostros de los rescatados estaban borrados digitalmente.
Habían pasado cuatro meses desde el primer viaje a Matamoros de los cuatro enviados y hasta ahora, la fotografía tomada en Reynosa era lo más cercano a una noticia concreta de sus 23 desaparecidos.
Para entonces, nadie en los gobiernos de Guanajuato y Tamaulipas había cumplido con su compromiso de mantener informada a la comunidad.
Hubo algunas reuniones que con el paso de las semanas se fueron haciendo más esporádicas.
Y aunque al principio se prometieron becas para los niños, despensas semanales, asistencia legal y hasta una reunión con las autoridades de la PGR para conocer los avances de las investigaciones, la verdad fue que todo quedó en puras promesas.
De hecho, para estas fechas nadie sabía con exactitud que había pasado con las denuncias penales y los exámenes ADN realizados en abril y que, supuestamente, iban a ser enviados a Tamaulipas.
Por eso, un grupo de familias decidieron retar al sistema y comisionaron a cuatro mujeres para que viajaran a la capital del país y exigieran respuestas a sus preguntas.
Con su paciencia al límite, Minerva Hernández, Verónica Coronilla, Carmen Hernández y Esthela Trejo, esposas, prima y hermana de algunos los desaparecidos, se prepararon para trasladarse a la Ciudad de México.
Con ellas llevaban una carta dirigida a la entonces procuradora general de la República, Marisela Morales Ibáñez, donde denunciaron la indiferencia oficial.
“Han pasado casi cuatro meses y aún no sabemos los resultados de las pruebas ADN. Si corresponde nuestra sangre a la de algunos de los cuerpos de San Fernando”, escribieron.
Las cuatro mujeres de San Luis de la Paz dejaron constancia en su carta, del sentimiento que prevalecía entre sus parientes, vecinos y amigos.
“Demandamos a la PGR que a la mayor brevedad tenga resultados sobre las denuncias de nuestros 23 desaparecidos, para conocer su paradero y que termine nuestra prolongada angustia”.
Fastidiadas de promesas, las mujeres incluyeron en su equipaje una manta con las fotografías de los rostros de sus parientes, donde también podía leerse la pregunta que ha rondado en su mente durante los últimos meses: ¿Dónde están nuestros desaparecidos?
Con las alforjas llenas de esperanza, Minerva, Verónica, Carmen y Esthela llegaron a la capital del país dispuestas a hacerse escuchar y, para lograrlo, buscaron el apoyo de los medios de comunicación nacionales e internacionales.
La prensa no fue la única ayuda. Integrantes del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, fundada por el poeta Javier Sicilia, decidieron involucrarse en la búsqueda de los 23 migrantes perdidos.
Ahora que esta lucha por la verdad comenzaba a pelearse desde varios frentes, las cuatro mujeres comenzaron a creer que finalmente iban a encontrar las respuestas que estaban esperando.
Por primera vez, las enviadas encontraron la solidaridad que nadie les había ofrecido desde que inició su pesadilla. Después de todo los hombres y mujeres del movimiento saben muy bien qué es lo que se siente perder un ser querido víctima de la delincuencia y lo horrible que es toparse con la indiferencia del gobierno.
Gracias al apoyo recibido por los medios y los activistas, la historia de los 23 desaparecidos de San Luis de la Paz comenzó a conocerse, hasta que reclamos de las cuatro mujeres hicieron eco en las oficinas de la Policía Federal donde, tras una entrevista televisiva vista a nivel nacional, fueron invitadas a una reunión.
Sorprendentemente y tras meses de silencio, indiferencia y más preguntas que respuestas, las enviadas de San Luis de la Paz se encontraron con total apertura por parte de las autoridades.
Su primer deseo fue ver sin filtros o rostros distorsionados la fotografía del operativo en Reynosa. Ahí vivieron su primer decepción.
Y es que entre los más de 60 migrantes rescatados no se encontraba ninguno de sus parientes. Para confirmarlo, las autoridades policiacas les proporcionaron la lista completa con los nombres de los plagiados.
Luego de revisar cientos de nombres, fotografías y videos, Minerva, Verónica, Carmen y Esthela quedaron convencidas que sus familiares no habían sido encontrados en algún operativo de la Policía Federal.
Con sentimientos encontrados, las cuatro mujeres abandonaron las oficinas federales con la respuesta a una de sus preguntas… pero muchas otras más en el aire.
Casi al mismo tiempo, otro grupo de pobladores de San Luis de la Paz fueron llevados a la Ciudad de México a bordo de un autobús rentado por el gobierno de Guanajuato. ¿A qué fueron? Aún nadie lo sabe, pues el enviado estatal salió huyendo de las oficinas de la PGR donde mantuvo por varias horas a las familias que hicieron el viaje.
Lo único que quedó claro es que estas personas sólo fueron para dos cosas: pasar casi un día completo sin tomar alimento y ser obligados a salir de las instalaciones de la PGR corriendo, tapándose los rostros de las cámaras de los medios de comunicación, como si fueran delincuentes.
Al concluir la reunión en la Policía Federal, las cuatro mujeres fueron invitadas por un grupo de senadores de la República que no asistieron a la reunión, pero cuyos asesores las invitaron a exponer su caso.
LA FE NO MUERE
Tras casi una semana en la capital del país, Minerva, Verónica, Carmen y Esthela por lo menos ya estaban seguras que sus familiares no se encontraban entre los rescatados del operativo en Reynosa.
Sin más puertas en dónde tocar, no les quedó más que un solo destino por visitar.
La Basílica de Guadalupe, centro neurálgico de la fe católica mexicana, recibió las oraciones de las cuatro mujeres, quienes no perdieron la oportunidad de estar a unos metros de la imagen de la “virgencita morena”.
Con lágrimas en los ojos, cada una de ellas pidió el mismo milagro: que su esposo, hijo, hermano o amigo regrese con bien a casa.
Y aunque en su mente no dejaban de recordar las evidencias de que en realidad nadie tiene idea en dónde pueden estar los 23 desaparecidos, dentro de su corazón estas mujeres saben que es posible que ellos estén vivos y con bien, en alguna parte de la ruta entre Guanajuato y Tamaulipas.
Esta esperanza no se perdió ni siquiera cuando decidieron caminar por la plancha de la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, donde hace 45 años se vivió una de las peores matanzas y desaparición de civiles en la historia del país.
Y aunque ninguna de ellas había nacido cuando el Ejército abrió fuego en contra de un grupo de jóvenes manifestantes, por unos minutos sintieron el mismo dolor que las madres, esposas, hermanas e hijas que, como ellas, no saben en dónde se encuentra su ser querido.
De regreso a su terruño, una improvisada asamblea espera a las cuatro viajeras ludovicenses.
Con atención, primero, y lágrimas, después, las familias de los perdidos escuchan el triste balance del viaje a la Ciudad de México.
Algunos se resignan, otros no aceptan la posibilidad de que quizás nunca van a saber en dónde se encuentran sus seres queridos.
México, un país donde la guerra de un gobierno contra los grupos delincuenciales ha cobrado la vida de miles de personas inocentes, cuyos cuerpos permanecen enterrados en alguna fosa clandestina ubicada en un rancho perdido de Tamaulipas, Nuevo León, Veracruz o Estado de México.
Tras doce años de gobiernos de derecha, el saldo de sangre heredado a los mexicanos es impresionante y vergonzoso, según analistas políticos.
Mientras, organizaciones que protegen la seguridad de los migrantes en su ruta hacia el norte, desconocen cuántos han quedado en el camino.