El olor a excremento. Eso es lo que Marcelo más recuerda de los nueve días que estuvo secuestrado.“Estaba en un cuartito todo oscuro, sin ventanas. Ahí dormía, ahí comía, ahí defecaba en un rincón. Ese fue todo mi mundo esos nueve días, los peores días de mi vida”.
Marcelo es, por supuesto, un nombre ficticio, pero el resto –los datos, el relato, los sentimientos– es un fiel retrato de lo expresado por este hombre de edad madura que todavía tiembla un poco al salir a la calle.
“La agorafobia es el miedo a los espacios abiertos, según me explicó el psicólogo que me está tratando. Y mira lo que son las cosas: yo siempre disfrutaba mucho del campo y ahora necesito estar en un rincón para estar a gusto… ¿cómo puede ser posible eso?”, se lamenta el empresario y padre de familia.
Por eso dejó de ser un hombre despreocupado y callejero; cuando llega a ir a un restaurante busca sentarse de espalda a la pared y viendo hacia la puerta. Si no hay un asiento así mejor no entra al lugar.
“¿Lo peor de un secuestro? Lo peor de un secuestro es que cuando te sueltan todos dicen ‘qué bueno, ya lo liberaron’ pero ¿sabes qué? no es cierto, yo todavía me siento como si estuviera preso, para nada me siento liberado, eso es lo más cabrón”, dice el hombre y en los ojos le brillan las lágrimas contenidas.
“Nadie me lo dice pero me avejenté. Me salieron canas; luego de esos días empezaron a salirme estas canas que ves y que no tenía. Las ojeras tampoco se me quitan”.
Nueve días bastaron para quitarle la fe en muchas cosas, como en el ser humano, por ejemplo.
Ahora, para él todo ser que se le acerca tiene malas intenciones hasta que demuestre lo contrario.
Poco a poco trata de drenar su corazón de rencor, pero no es fácil. Antes vivía tranquilo y ahora parece venado: siempre alerta, oteando, casi casi husmeando el aire porque, luego de su encuentro con los predadores, se siente ubicado en el extremo más débil de la cadena alimenticia.
Accedió a hablar gracias a una amistad de años, al consejo de su psicólogo y a que, con todo el miedo que siente, también experimenta una rabia y un deseo de que nadie viva lo que él sufrió.
Esta es la historia de Marcelo, víctima de uno de los numerosos secuestros que asuelan a la sociedad nuevoleonesa y permanecen impunes. La mayoría de los casos ni siquiera es denunciada a las autoridades.
UN DIA CAMBIA UNA VIDA
El 2008 estaba casi nuevecito y el día se presentó acompañado de la usual rutina de los martes, con la excepción de la visita a una agencia de viajes, pues Marcelo y su familia aprovecharían la Semana Santa para vacacionar.
El sol calentaba sin quemar y a las 11:00 horas el tráfico en Calzada del Valle, en el exclusivo municipio de San Pedro Garza García, estaba fluido.
“Todo pasó en poquísimos minutos. Hice alto en una luz roja y una mini van medio destartalada me pegó por atrás, un golpe leve.
“Me fijé por el retrovisor y vi la cara de una señora toda mortificada que se estaba bajando (de la mini van) y yo me bajé también, pero estaba seguro de que no iba a ser nada grave”.
Concentrada su atención en ver el golpe, Marcelo no se dio cuenta de dónde salieron tres hombres –asume que de otro vehículo–. Dos lo flanquearon, le pusieron pistolas en las costillas y a empujones lo subieron al vehículo.
El tercer hombre subió a su camioneta, que tenía las llaves puestas y se la llevó. Hasta ahora no la ha localizado.
“Todo fue rapidísimo, cuando sentí que me agarraron de los brazos y me pusieron las pistolas en el estómago –una plateada y otra negra– creí que me querían robar la camioneta y fíjate, lo que pensé fue que, si se la llevaban, en la guantera iban los boletos de avión.
“Apenas les iba a decir que me dejaran sacarlos cuando uno de los dos hombres me dijo “métete a la pinche camioneta o aquí te lleva la chingada” y entre los dos me empujaron, me metieron al asiento de atrás y me tiraron al piso. Ahí me llevaron con los pies sobre la espalda y una pistola en la cabeza, mientras la mujer manejaba”, cuenta Marcelo con voz pausada y expresión tranquila que, de repente, explota.
Con los puños crispados evoca esos minutos de confusión: “Los hijos de la chingada me iban pateando, me ponían la pistola en la oreja y en la boca y me decían que si yo hacía algo se iban a desquitar con mi mujer y mis hijas, que cooperara, que estuviera callado… ¿tú sabes lo que es eso, cabrón? ¿tú sabes? Te joden, te chingan la vida diciéndote algo así”.
Se cubre la cara con las manos. Su hermano lo abraza y pide que se cancele la entrevista, que a lo mejor otro día.
Sin embargo, Marcelo vuelve a la calma de la misma forma intempestiva en que salió de ella. Afloja la mandíbula y relaja las manos. Prosigue:
“Cuando escucho que mencionan los nombres de mi mujer y mi hija me quiebro. Cualquier pensamiento que pude tener de resistencia se fue, me convencí totalmente de que iba a cooperar con todo lo que me pidieran”.
Su hermano insiste en que se posponga la entrevista pero Marcelo le explica que ya está bien y quiere seguir hablando porque –dice– “no es posible que sigamos como el avestruz, con la cabeza enterrada, haciéndonos pendejos. Están secuestrando gente en Monterrey y la policía hace muy poco o no hace nada”.
Luego de una pausa para meditar en las palabras siguientes, revela una sospecha: hay policías involucrados en los secuestros. Al menos en el suyo.
“En esto también hay policías metidos, a huevo que sí, porque yo los escuchaba hablar por los radios, dar claves… mira no sé si policías o ex policías ni de qué nivel pero de que tienen contacto (los delincuentes con agentes) lo tienen”.
EL TRASLADO
Lo que sorprende a Marcelo es la impunidad con la que actúan los delincuentes, pues está seguro que algunas personas debieron darse cuenta de su plagio pero optaron por ver hacia otro lado. Nadie se quiere comprometer.
Cerca de la rotonda donde ocurrió el secuestro hay varios negocios y, aunque se interrogó a los encargados nadie vio nada o nadie lo recuerda. En realidad no es fácil darse cuenta de lo que pasa en la amplia avenida y percances viales ocurren a diario, por ello no es de extrañar que el plagio de Marcelo no haya llamado la atención.
Y de todos modos, si alguien vio algo, es evidente que no lo va a decir. Hay temas que son tabú hasta para la policía.
Marcelo no recuerda cuántas horas estuvo la mini van dando vueltas y él escuchando las amenazas de sus captores. Supone que iban por avenidas transitadas porque escuchaba los motores y el andar era lento, luego tomaron una vía rápida y después de un rato volvieron a calles lentas.
Se aprendió de memoria los adornos del tapete y el ruido de la transmisión cuando cambian las velocidades: los corridos y el reggaetón que transmitía el estéreo del auto. Cualquier cosa le servía para distraerse de las amenazas que de vez en vez profería el más agresivo de sus custodios.
Ya caía la tarde cuando la mini van entró a una cochera cerrada; le pusieron una funda de almohada en la cabeza y lo encerraron en el baño de una casa que apenas vio pero notó que lucía limpia, bien cuidada, con adornos propios de la clase media alta, como candiles y floreros. Limpia y con buen olor.
Lo obligaron a entregar sus pertenencias y su ropa. Le dieron un pants, una sudadera y unas sandalias de plástico, todo usado y talla extra grande y lo esposaron abrazado a la base de la taza del baño.
“Ya no era yo, era otro, pero lo que más me desesperaba es que nadie me decía nada. Yo pregunté que qué querían, que por qué me habían llevado ahí y el agresivo volvió a amenazarme, que no preguntara y pues ya no pregunté”.
Cuando se hizo de noche, lo volvieron a subir a la mini van.
“Te juro que yo pensé que ya me iban a soltar, que era un secuestro exprés o que se habían confundido, yo qué sé, pero hasta el hambre y el miedo que tenía se me quitaron”.
Sin embargo no fue así. Esta vez viajó con la funda en la cabeza y cuando lo bajaron –luego de unos 30 minutos– lo hicieron subir muchos escalones, por lo menos 50.
“Mira, yo creo que estaba en la parte alta de la Indepe (la colonia Independencia de Monterrey). Nunca he estado ahí pero la música que se oía, los niños jugando y gritando, ese aire que se siente en las partes altas y los escalones irregulares me hacen pensar que estaba en esa colonia o una parecida”.
A tropezones, porque las sandalias no lo dejaban caminar bien, Marcelo fue ascendiendo. Conforme avanzaba escuchó silbidos diferentes que, supuso, eran como claves. Y no supuso mal, pues en algunas zonas las pandillas los usan como salvoconducto.
“Me quitaron las esposas y la capucha y me encerraron en una casa de block y piso de cemento, en un cuartito interior que no tenía ventanas, nada más una puerta de metal que tenía los vidrios pintados de negro y la cerraban con una cadena y un candado.
“El cuartito estaba bien chiquito, era como un baño pero no tenía nada, el puro piso pelón y las paredes. Ni foco ni nada, todo oscuro, por eso tardé varios días en acostumbrarme otra vez a la luz”, cuenta Marcelo.
El empresario perdió la noción del tiempo y sabe que fueron nueve días porque después hizo cuentas con ayuda de sus familiares.
“Cuando cerraron la puerta hubo unos momentos de silencio, nada más se escuchaban a lo lejos las voces de las personas, los niños que jugaban en la calle. Luego prendieron una tele, pusieron bien alto el volumen y nunca la volvieron a apagar”.
EL CAUTIVERIO
La primera noche de su secuestro Marcelo no recibió comida ni bebida alguna. Durmió hecho bolita porque las baldosas desnudas hacían más fría la madrugada y estuvo pensando en su esposa y sus hijas, en sus padres, en sus amigos.
Deseaba hacerles saber que estaba bien porque se le estrujaba el corazón de imaginar el sufrimiento de sus seres queridos. Su mamá padece diabetes y estaba preocupado por ella.
También se puso a pensar en las posibilidades que tenía de escapar de su prisión pero se dio cuenta que eran nulas.
A intervalos irregulares, un fuerte golpe en la puerta metálica lo hacía saltar del susto. Pudo dormir a ratos y horas después –calcula que ya en la tarde o noche del día siguiente– le dolía el estómago y la cabeza de hambre.
“Yo siempre he sido de buen comer y la verdad es que nunca había sentido lo que es el hambre. Digo, lo normal, que a veces por el trabajo o andas de viaje y se te pasa la hora de la comida pero nunca ese hoyo en el estómago y esa desesperación, ese miedo de pasar saliva porque el estómago empieza a trabajar y duele, duele mucho”.
Sólo dormir ayudaba un poco a Marcelo porque la falta de alimento ya no lo dejaba ni pensar.
Estaba dormido cuando escuchó otro golpe en la puerta y la voz de El Agresivo que le advirtió: “vete para el fondo, cabrón, porque voy a abrir la puerta y si estás cerca te voy a partir la madre”.
Marcelo rodó hasta pegarse a la pared más alejada de la puerta y cuando la puerta se abrió vio la silueta de El Agresivo, quien le dijo “ándele, cabrón, así me gusta. Pórtese bien y no le va a pasar nada”.
Curiosamente –evoca Marcelo– esas palabras le dieron esperanza “así estaría yo de desanimado, de necesitado que esa simple frase bastó para animarme: si me porto bien no me va a pasar nada y entonces tampoco a mi familia. Pues entonces me voy a portar bien”.
El entrevistado se mesa la barba, reflexiona y agrega: “yo nunca he sido de pleito pero tampoco he sido dejado. Siempre he sido de los primeros que protestan si la fila no avanza o si considero que se comete una injusticia pero en esa ocasión en lo menos que pensaba era en justicia.
“Te juro que no me importaba que se fueran impunes estas personas siempre y cuando me dejaran ir y no le hicieran daño a mi familia. Eso era todo lo que me importaba”.
El Agresivo solamente abrió la puerta para que otra persona entrara al cuarto a dejar en el piso una bolsa de plástico.
Era una silueta delgada, quizá la mujer que conducía la mini van o tal vez un muchacho.
Marcelo no lo recuerda y menos porque percibió el inconfundible olor de unos tacos y, tan pronto cerraron la puerta, se abalanzó sobre ellos con el hambre por delante.
“Me los tragué, los devoré. Rompí la bolsa y me fui echando la carne y las tortillas a la boca; traían cebolla aparte y me la comí después; era una orden (unos cinco tacos) de bistec. No me duraron nada pero se me calmó un poquito el hambre.
“En ese momento no me di cuenta por la desesperación pero ahora sí puedo decirte que son los tacos más grasosos y de carne más dura que he comido, estaban malísimos pero, bueno, yo me moría de hambre”.
También le dejaron un refresco chico en envase plástico; ése sí lo dosificó. Se tomó la mitad y guardó el resto porque sabía que el azúcar le iba a ayudar a combatir la dieta obligada.
Y así fue porque todo el tiempo que estuvo sometido no comió otra cosa que grasosos tacos de carne un tanto dura, con una cebolla asada y anémicos limones y un refresco de menos de medio litro.
Una orden al día, no más. Por eso bajó de peso y agrega con cierto humor negro “¿quién iba a decir que con una dieta de tacos iba a adelgazar?”.
COMO ANIMAL
No es el encierro en sí, sino las condiciones del encierro las que pueden provocar un trauma a quien lo sufre.
Y es lo que le sucedió a Marcelo.
“Yo traté de reflexionar, de pensar que mientras yo no diera problemas mi familia iba a estar bien. Angustiada, pero bien.
“¿Que estaba encerrado, sin ver la luz, sin hablar con nadie, comiendo muy mal? Traté de que no me importara, yo sabía que la intención de estas personas no era matarme sino sacarme dinero; entonces, si todo salía bien, era cuestión de tiempo para que me soltaran”, explica el hombre y entonces le empieza a temblar la voz. Da un suspiro largo, tan largo como las ganas que tiene de dejar la experiencia atrás y continúa.
“Con lo que no contaba es con que me iban a tratar como un animal, que iban a acabar con mi moral, con mi dignidad de ser humano, con mi autoestima. Con eso no contaba”.
Se refiere a que no lo dejaron utilizar un baño. A las pocas horas de su primera comida golpeó suavemente la puerta para pedir permiso de ir al sanitario pero nadie respondió, solamente escuchaba la televisión.
Golpeó cada vez más fuerte, gritó y lloró pero nadie le respondió.
“Entonces tuve que hacer otra cosa que nunca había hecho. Me fui a un rincón a hacer mis necesidades (traga saliva y hace una pausa), a como pude. No tenía papel y usé el grasoso en el que envolvían los tacos.
“Fue humillante, fue degradante. Lo peor es que no había ventilación ni una coladera, el cuarto estaba cerrado y la peste invadió todo, un asqueroso olor a mierda y orines que me hizo vomitar y dejar todo todavía más asqueroso… ¿qué puedes hacer en esos casos? ¿cómo te explicas que alguien te haga esas chingaderas?”.
La sangre vuelve a agolparse en el rostro de Marcelo, su hermano baja la vista y se presenta un silencio de lo más incómodo.
Lo peor: al tercero o cuarto día –no está muy seguro– la infame dieta de refresco y tacos le provocó diarrea. Ni así se apiadaron sus captores, que solamente abrían la puerta para dejarle la comida y, en un par de ocasiones, para hacerle preguntas específicas.
“Me di cuenta que estaban negociando con mi familia porque me preguntaron dónde tenía los papeles de un terrenito que había comprado hace muchos años en Santiago porque lo iban a vender y también un (reloj) Rolex que estaba en casa de mis papás.
“Fuera de eso, nunca me hablaron (sus secuestradores), nunca me dijeron nada, nunca abrieron la puerta más que para tirar al piso la comida. Yo estuve como un perro, peor que un perro porque ni los perros cagan donde comen y a mí no me dejaron otra”.
Se entretenía tratando de recordar todos sus momentos felices con su familia. Desde que empezó el noviazgo con su esposa, cuando eran estudiantes de una universidad privada, hasta el momento que compró los boletos para las vacaciones de Semana Santa, antes de ser secuestrado.
“Ahí, entre tanta mierda, lo único que podía hacer era evadirme, irme lejos con la mente, tratar de estar en otro lado”.
Marcelo ahora tiene la manía de bañarse tres veces diarias, de lavarse las manos compulsivamente y cuando va al sanitario se cubre boca y nariz con un pañuelo perfumado porque sólo así puede evitar el vómito.
LA LIBERACION
Uno de los hermanos de Marcelo fue quien trató con los secuestradores y, aunque descarta entrar en detalles, asegura que la suma que debieron pagar fue muy alta, tanto que debieron vender bienes y endeudarse.
“El problema es que esta gente te pide todo para ya y no se puede vender tan fácilmente un terreno o una casa o un auto, tienes que malbaratarlos y eso no lo entienden (los delincuentes).
“Un comprador tenía muchas sospechas por nuestra prisa, y cuando supo que estábamos reuniendo lo de un rescate no quiso involucrarse y retiró su oferta”, cuenta el hermano del secuestrado.
Desde el principio les advirtieron que no avisaran a las autoridades porque tenían cómplices en la Policía Ministerial y, por experiencias de personas conocidas, decidieron que lo mejor era hacerle caso a los delincuentes.
Al segundo día –cuenta el hermano de Marcelo– se presentó en su casa una persona que dijo ser policía pero que trabajaba por su cuenta, ayudando en el rescate de gente raptada.
“Dijo que se había enterado del caso por un amigo de la familia y que, si de verdad nos interesaba que mi hermano regresara bien a su casa, él nos podía ayudar.
“Por supuesto que no le creímos pero ¿cómo decirte? Nos daba a entender que él podía ayudar o perjudicar a mi hermano. Entendimos que estaba ahí para asegurarse de que se pagara el rescate y que no buscáramos ayuda ¿y qué podíamos hacer? Los familiares hablamos y consideramos que era mejor dejarlo que viera que estábamos actuando de buena fe para que no le hicieran nada (a Marcelo)”, explicó el hermano del secuestrado.
Nunca hubo opción de pedir a los plagiarios una prueba de vida o de que la víctima estaba bien. Eran tajantes, cortantes en sus escasas comunicaciones.
“Tenían el celular de mi hermano y a través de él se comunicaron al celular de mi cuñada y luego al mío. “Todo el tiempo se hizo así hasta que reunimos la cantidad que pidieron y la entregamos. Nos llamaron hasta el otro día para decirnos que no nos preocupáramos, que como nos habíamos portado bien mi hermano iba a estar bien, colgaron y ya no volvieron a llamar”, cuenta el entrevistado.
Declinó dar más detalles de la entrega, del monto del rescate o del proceder de la familia.
A Marcelo un día lo volvieron a despertar con un golpe en la puerta. Pensó que era otra vez la comida pero en vez de eso metieron una cubeta con agua y le ordenaron que se lavara porque se lo iban a llevar y no querían que ensuciara el auto.
-Fue tanta mi sorpresa de ver agua después de tantos días, que lo primero que hice fue darle un trago para enjuagarme la boca, ya la tenía pastosa de tanta comida. Me quité la ropa y me enjuagué todo el cuerpo, me quité costras de suciedad pero la peste no pude.
Aproximadamente una hora más tarde –la hora que se le hizo más larga de esos nueve días– El Agresivo entró y le puso la funda en la cabeza pero esta vez no lo esposó.
-Ya te vas a ir, cabrón, así que pórtate bien para que no te pase nada ¿eh? Y acuérdate que sabemos todo de ti y de tu familia, para que no te quieras pasar de lanza”, le advirtió el hombre, mientras lo empezaba a mojar con un líquido que era aguardiente o mezcal.
A trompicones, porque no podía ver, Marcelo salió de su celda, de la casa y abordó un auto que, luego de unos 20 minutos de dar vueltas, se detuvo.
Otra vez El Agresivo:
-Ora sí, cabrón, óyeme bien: te bajas del carro, caminas tres pasos y te acuestas en el suelo. Cuentas hasta 100 y ya te quitas la funda, nomás no te la quites antes porque te chingo. Yo voy a estar aquí, viéndote ¿me entendiste, cabrón?
La respuesta, de tanto nervio, fue inaudible, por lo que El Agresivo le dio un golpe en la cabeza y le recriminó “¡pregunté que si me oíste, cabrón!” y cuando escuchó el “sí” ahogado por la tela que cubría la cabeza de Marcelo, le dio un empujón.
“Creo que perdí la cuenta como tres veces y tuve que volver a empezar. No sabía si iba muy rápido, estaba muy nervioso, hasta que me calmé y dije en voz alta ‘ya me la voy a quitar’ y como nadie respondió, finalmente me descubrí”.
Marcelo estaba en una pequeña plaza de la colonia Independencia. Cerca de él jugaban unos niños y un par de teporochos recogían latas para venderlas.
“En el primer minuto me sentí inseguro, pero luego me vi reflejado en el vidrio de un carro que estaba estacionado: traía la barba crecida, el cabello todo enmarañado, la ropa apestosa a mierda, orines y mezcal… me sorprendí mucho al verme así. Yo estaba más sucio que los teporochos.
“Pregunté por un cuartel de policía y me fui caminando al de la Zona Sur de Seguridad Pública del Estado, quedaba más o menos cerca, unas cuadras pero se me hicieron lejísimos.
“A cada rato pensaba que volvían a agarrarme y me daban ganas de correr pero no podía, sentía que me desmayaba en cualquier rato”.
Marcelo se dio cuenta que la gente apenas lo volteaba a ver y eso le dio confianza. Cuando llegó al cuartel, un policía mayor estaba en la entrada y ante él, finalmente, se derrumbó.
“Le dije que me habían secuestrado y me acababan de soltar, que por lo que más quisiera me dejara hacer una llamada o él llamara a mi esposa y le dijera que ya me habían soltado, que fueran por mí, que estaba bien.
“El policía era un señor de edad. Se me quedó mirando como tratando de adivinar si era cierto o era nomás un borrachito inventando historias pero cuando le pedí como mil veces ‘por-fa-vor-por-fa-vor-por-fa-vor’ y me solté llorando, agarró el teléfono y llamó a mi casa. También pidió una ambulancia pero mi hermano llegó primero y ya no la esperamos”.
Todo fue un vértigo. Marcelo nunca sintió abrazos tan fuertes como los que le dieron sus familiares esa noche de jueves: primero su hermano, que llegó solo. Luego, en casa de sus padres, el resto de la familia.
“Mis hijas se asustaron. Bueno, todos pero más ellas. Estaba hecho un asco, irreconocible. Ahora que lo pienso debió ser muy incómodo abrazar y besar a alguien tan apestoso”, comenta el hombre y, por primera vez en las casi seis horas de charla repartidas en tres días de entrevista, esboza algo parecido a una sonrisa.
El resto de la historia, el entrevistado prefiere reservársela. No dudó mucho en conceder las entrevistas pero sí en autorizar su publicación, sobre todo por miedo a represalias. Finalmente lo hizo porque cree que así pone un granito de arena para buscar una solución a la plaga de secuestros que sufre Nuevo León.
El viaje de vacaciones de Semana Santa se realizó con un poco de retraso y una variante: Marcelo y su familia se fueron para quedarse, ya no quieren saber nada de México y están haciendo los trámites necesarios para empezar de nuevo en un lugar distinto a Monterrey.
“Perdí mucho dinero, perdí nueve días de mi vida, perdí muchas cosas que de alguna manera no eran importantes o las voy a recuperar pero ¿y mi tranquilidad?
“Esa tengo que ir a buscarla a otro lado, a un lugar donde sepa que mi mujer y mis hijas pueden estar tranquilas si no me ven y yo no entre en pánico porque alguien se acerca a preguntarme la hora”.
Marcelo fue liberado de su secuestro físico; ahora su lucha más importante es por liberarse también emocionalmente, salir de la peor prisión: el miedo.
EL SECUESTRO EN TAMAULIPAS
Pocos sabes realmente el tamaño del problema del secuestro en Tamaulipas pues, de hecho, las cifras son confusas y en ocasiones contradictorias.
Por una parte, las autoridades de la Procuraduría General de Justicia aseguran que el problema es raro en la entidad, mientras que organismos no gubernamentales pintan un escenario de terror.
Un informe preparado por el Centro de Estudios Fronterizos y de Promoción de los Derechos Humanos, A.C. en enero de 2004 aseguró que “2003 concluyó con un alto número de secuestros en los 10 municipios de la frontera, los que durante el transcurso del año fueron sistemáticamente negados por la Procuraduría General de Justicia de Tamaulipas”.
De acuerdo al estudio del organismo, durante este año se registraron 240 plagios, en los cuales en 8 estaban involucrados elementos activos de alguna corporación policíaca.
“De acuerdo con el trabajo de documentación que realiza nuestro organismo, en muchos de los casos encontramos que existe la participación de elementos policíacos o militares, así como de ‘madrinas’ o de personas que en el pasado pertenecieron a alguna corporación civil o militar y que al salir, se convirtieron en parte activa de la delincuencia”, cita el documento.
Además, aseguró el organismo defensor de los derechos humanos, “los secuestros relacionados con el narcotráfico no lo son, pues (la procuraduría) los denomina como ‘levantones’ negando que los mismos ocurran ‘por no existir la petición de un rescate’”.