
Un reportero de Hora Cero está participando como voluntario en un programa de intercambio internacional por lo que se encuentra en Islandia, un país muy distinto a México. Aquí algunas de sus experiencias.
El 28 de agosto del 2021 quedará marcado por el resto de vida ya que a mis breves 27 años tuve la oportunidad de volar por primera vez a Europa con el fin de realizar un voluntariado.
El destino: Islandia, un país ubicado entre América del Norte y el Viejo Continente, con una población menor a 360 mil habitantes en un espacio de 103 mil kilómetros cuadrados.
La oportunidad se presentó luego de ser seleccionado como uno de los más de mil ganadores del programa de Movilidad de Becas Internacionales del Injuve en marzo del 2020, pero debido a la incertidumbre derivada por la pandemia del Covid-19 pospuse mi proyecto.
En punto de las 9:00 horas salió mi avión desde Monterrey con destino a Chicago y al aterrizar en el Aeropuerto Internacional de O’Hare pude observar porque es uno de los más importantes de Estados Unidos; había más de un millar de viajeros en espera a cruzar por Migración.
Una vez dentro me tocó esperar siete horas para volar con dirección a Reikiavik, tiempo en el que pude actualizar a amigos y familiares, así como documentar los hechos más relevantes a través de Instagram.
A escasos minutos de partir, llegué a la sala de abordaje y me percaté del “festín internacional” interesado en ir a Islandia: desde los siempre presentes estadounidenses hasta latinoamericanos como yo e, inclusive, asiáticos.
Ya dentro del avión, el cual iba abarrotado, me tocó compartir fila con un joven norteamericano de nombre James, con quien tuve una muy buena conversación y me contó que sus amigos lo estaban esperando para visitar el volcán de Fagradalshraun, el cual lleva seis meses de erupción y contando.
El 29 de agosto a las 7:30 horas arribé al Aeropuerto Internacional de Keflavik e inmediatamente comprobé el porqué de las burlas del “clima islandés”: en pleno verano estaban a 10 grados con un cielo totalmente nublado y una persistente lluvia.
A diferencia de Chicago, antes de salir del inmueble nos solicitaron el comprobante de vacunación, la prueba negativa de Covid-19 y un código de barras que se obtiene en la página oficial del gobierno con máximo 72 horas de anticipación antes de tomar un vuelo.
Sin embargo, cuando el oficial me preguntó por el tiempo que estaría de visita y respondí que cinco semanas, me obligaron a hacerme una nueva prueba, misma que me realicé sin problema alguno y tras resolver ese inconveniente, mi siguiente objetivo era ir a Reikiavik.
UNA CIUDAD PINTORESCA
En medio de un lugar totalmente desconocido para mí, tuve que utilizar el inglés para saber cómo llegar a la capital y afortunadamente di con el autobús que llegaba hasta ese punto, el cual me cobró 3 mil 600 coronas islandesas, equivalentes a 560 pesos.
Durante el trayecto pude apreciar paisajes marcados por abundante naturaleza: extensos campos verdes con ovejas, así como ríos y lagos que adornaban los poblados.
Al bajarme en la central de autobuses busqué la ubicación de algún punto turístico para comenzar mi recorrido por Reikiavik y, para mi suerte, la iglesia de Hallgrímskirkja, monumento histórico construido el 26 de octubre de 1968, se encontraba a 10 minutos caminando.
Una vez que llegué a la catedral, decidí tomarme la primera de muchas fotos en Islandia, lapso donde al igual que desde mi arribo noté una impresionante cantidad de turistas.
Caminando por las calles de Reikiavik, reconocida como una de las ciudades más limpias, verdes y seguras del mundo, me sentí como en un documental o un blog de algún viajero, ya que desde el primer minuto quedé anodado por su colorida estructura.
Cada rincón tenía sus propias maravillas, desde tiendas de ropa y recuerdos, negocios pintorescos y excéntricos, arte urbana y hasta departamentos de primera clase a la orilla del mar.
Sin siquiera darme cuenta, caminé más de seis horas con mi maleta de 21 kilos y mi mochila de acampar ya que quería documentar y captar la mayor cantidad de postales antes de llegar al cansancio total, momento en el que decidí buscar un lugar donde pasar la noche.
Afortunadamente encontré un hotel bastante asequible y como una muestra más de lo globalizado que está el mundo, la recepcionista era colombiana y me atendió en español, lo que me permitió descansar del inglés.
Ya en mi cuarto, dejé todas las maletas de lado y descansé por cinco horas, cuando el hambre acumulada del desayuno y la comida me despertaron, concluí el día cenando en una pizzería y comprobé que la vida nocturna de Reikiavik “se apagaba” antes de las 00:00 horas.
INICIA EL VOLUNTARIADO
Luego de dormir siete horas aproveché el desayuno buffet y nuevamente me vi rodeado de una impresionante gama de viajeros internacionales, de los cuales pude distinguir que hablaban en inglés, francés, alemán y japonés.
En punto de las 8:00 horas partí con dirección al ayuntamiento ya que ahí sería el punto de reunión con la gente de Worldwide Friends, la organización encargada de los proyectos de voluntariado.
La fortuna volvió a sonreírme cuando coincidí con otro mexicano también proveniente de Monterrey llamado Sergio, quien con el pasar de los días se convirtió en un gran amigo y confidente.
Ya a bordo de la camioneta, nos dirigimos a un punto conocido como “La Granja”, donde recogeríamos a más voluntarios, de los cuales la mayoría eran alemanes y destacaron dos italianos y un español.
Luego de un extenso trayecto de casi tres horas en el que también hicimos una parada turística en el Cráter de Grábrók, llegamos a Brú, una casa de campo ubicada al noroeste de Islandia y una de las cinco residencias pertenecientes a la organización.
Fuimos recibidos por tres coordinadores; dos franceses y una serbia, quienes rápidamente nos presentaron al resto de jóvenes con los que compartiría mis primeras dos semanas del proyecto: 10 alemanas, un alemán (David), un mexicano (Sergio) y un italiano (Jacopo).
Después de varias actividades de integración comenzamos oficialmente con el voluntariado, que consistiría en tres días de limpieza de playas y mapeo con drones, donde principalmente recogeríamos plásticos tanto en la orilla como en los alrededores del mar.
Tras un determinando tiempo, regresaríamos a casa donde separaríamos la basura en base a ciertas clasificaciones, como micro/macro plásticos, vidrios, metales, productos industriales, de higiene, alimentos, por mencionar algunos.
En cuanto a la convivencia diaria, los 17 teníamos que distribuirnos en actividades diarias como preparar la comida/cena, lavar trastes, lavar baños, aspirar/barrer y sacar la basura.
Además, nos presentaron la regla de “Bora Bora”, que consiste en cuando alguien habla su idioma nativo debía cambiar inmediatamente al inglés, situación que pasó repetidamente con las alemanas, mismas que no la respetaban y crearon una marcada división entre ellas y los demás extranjeros.
Iniciada la segunda semana el 6 de septiembre, se presentó una oportunidad única: cuatro de nosotros visitaríamos el norte de Islandia, específicamente la casa de Hrafn Jökulsson, un promotor y campeón de ajedrez, periodista, escritor y autor del libro “Donde acaba el camino”, a fin de ayudarlo con la limpieza de playas y conocer otra parte de Islandia.
Inmediatamente alcé la mano, fui seleccionado y me uní a Sergio, una alemana (Lea) y un francés (Etienne) para sumar nuevas vivencias al lado de un popular personaje, quien nos compartió mil y un anécdotas y nos ayudó a reforzar la confianza y camaradería entre los cuatro.
Luego de concluir nuestra travesía por el norte regresamos a Brú un viernes y tan solo un día después los coordinadores nos informaron que llegarían cinco nuevas voluntarias: aunque a diferencia de las otras, ellas sí priorizaron hablar el inglés.
Sin embargo, el 13 de septiembre Sergio y yo viajaríamos al este de Islandia de acuerdo al programa de nuestro voluntariado, todos nos desearon éxito en nuestro proyecto y en la foto de despedida logré sacar la bandera de México y así demostrar que a donde vayamos, los mexicanos siempre encontramos la manera de destacar.