La señora María Rivera nunca imaginó que terminaría la semana llorando la muerte de un hijo, víctima de una bala perdida en el enfrentamiento del llamado “martes negro”.
Su mirada se clava en el ataúd que tiene enfrente. Dos días después del fatal acontecimiento, la señora vela los restos mortales del mayor de sus hijos. Sus ojos ya no tienen lágrimas y la resignación es el consuelo que eligió al darse cuenta que no volverá a verlo. El dolor de la muerte de su hijo se refleja en un profundo silencio que sólo se rompe cuando recibe las condolencias de familiares y amigos para ofrecer un “gracias”, casi inaudible.
El cuerpo de José Alejandro Rivera Torres, de 27 años, quedó tendido en el patio de la empresa Materiales Cantú donde el joven laboraba en el área de almacén. El martes 17 de febrero, día en que se desataron los hechos violentos, el empleado de la ferretera llevaba poco más de una hora de haber llegado a su trabajo, pero por azares del destino en un mal momento decidió salir al patio de la empresa donde lo alcanzaron las ráfagas de plomo.
El sonido de los balazos no fueron una advertencia oportuna, pues minutos después de escucharse el estruendo, José Alejandro resultó herido en el tórax. Testigos que vieron el infortunado accidente, aseguraron que el joven logró caminar algunos pasos buscando un lugar seguro antes de caer desvanecido al piso.
En su casa, María no prestó mucha atención a la noticia de una balacera ocurrida en el sector de la colonia Las Fuentes; su primer pensamiento fue que su hijo se encontraba seguro en el trabajo. “Nunca me lo imaginé. Cuando escuché lo de las balaceras pensé que había sido herida otra gente, no ‘mijo’ que sin deberla fuera a resultar muerto”, se duele la madre.
En medio del dolor que le causa la pérdida del mayor de sus tres vástagos, ella evoca los buenos momentos de su hijo a quien en todo momento describe como un joven sano, sin conflictos y que sólo vivía para trabajar y jugar futbol.
“A ‘mijo’ le gustaba el trabajo. No andaba de vago ni nada… su camino era del trabajo a la casa y a jugar futbol, nada más. Aquí están sus amigos que lo pueden decir, ellos son los mismos muchachos de la cuadra, los que están aquí presentes, que le digan que nada más se dedicaba a trabajar y a su casa”, recalca.
Como si alguno pensara lo contrario, María enfatiza el buen comportamiento de su hijo mayor. Su dolor no es tanto que haya estado en el momento equivocado, sino que no se le haya brindado la ayuda oportuna.
Con un semblante que por momentos pierde la resignación que antes reflejaba, comenta: “Me lo recogieron muy tarde… el cayó y no me le dieron auxilio… todavía caminó como de aquí hasta donde está la banca (señala un mueble a un metro y medio de distancia); casi se llevó ocho horas allí tirado”.
La mujer de tez blanca y complexión robusta medita la respuesta cuando se le pregunta sobre cuál es el consuelo que le queda.
“Pues… tenía poquito que le acababan de dar su casa. ‘Nomás’ me imagino que está en su casa y que vive allá. El vivía conmigo, no quería dejarme sola, a pesar de que ya tenía su vivienda prefería estar con su familia, con sus hermanos y su papá. Prefiero hacerme a la idea de que se fue a su casa”, reitera.
Con la mirada triste, María dice que no pide justicia “¿para qué?, si pido justicia no lo voy a tener de vuelta, sólo en Dios tengo resignación”.
LA BALA ENTRO… Y SALIO
Sentado en la cama de su humilde vivienda junto a sus seis hijos (cinco niñas y un varón), Alfredo Villarreal se siente afortunado. Apenas hace dos días atrás estuvo a punto de perder a uno de sus vástagos durante el “martes negro”; pero los milagros –en los que la familia cree fervientemente– ocurren. Y eso, dice, valió para que su único varón no perdiera la vida.
El no supo cómo empezó el alboroto, sólo recuerda que salía de Soriana Hidalgo con dirección al centro de la ciudad cuando escucharon los estruendos que por un momento confundió con cohetes. Pero el pánico y el correr de la gente lo alertó de los balazos se disparaban apenas a unos metros de donde se encontraba él con sus dos hijos, Sanjuanita, de once años, y Alfredo, de siete.
Asustado por el peligro que corrían sus hijos, intentó regresar al centro comercial pero el tiroteo había arreciado, fue entonces cuando el menor de sus hijos saltó a sus brazos gritando “¡me pegó!, ¡me pegó!”.
Alfredo no alcanzaba a comprender lo que pasaba hasta que vio el pie de su hijo bañado en sangre. Sin más qué hacer se refugió con sus dos pequeños en la parada mientras intentaba que alguien le brindara auxilio.
Refugiados en la parada de la pesera, él y sus niños pasaron los diez minutos más largos de su vida esperando que pudiera pasar un vehículo que los llevara a un hospital, hasta que vio el carro de unos guardias de seguridad. Y sin pensarlo dos veces se paró delante del automóvil con el niño en brazos
“Me les atravesé y les dije gritando y llorando que se detuvieran… las balas todavía se oían y había bastante ruido”, recuerda.
Mientras el niño seguía sangrando, el conductor del vehículo intentaba abrirse paso por las calles cerradas.
“No sé cómo le hizo el señor que se fue por todo el bulevar y logró irse detrás de Waldos. Todo eso anduvimos por allí detrás del canal en el carrito porque no había salida, y el niño ya se me iba desvaneciendo”.
Sin saber cómo, en menos de veinte minutos la familia llegó a la Cruz Roja donde atendieron de emergencia al pequeño de manera gratuita, ya que el padre de familia aclaró que no tenía recursos al encontrarse desempleado meses antes.
“Cuando llegamos me sacaron a mí y a la niña. Ya al ratito nos dijeron que el niño estaba sano y salvo. La bala no tocó ningún tendón, ningún hueso. Gracias a Dios todo salió bien y aquí estoy yo con él”, platica don Alfredo.
Entrevistado tres días después del suceso, Alfredito se encuentra en casa con su familia formada por sus abuelos, su papá y sus cinco hermanas. El progenitor comenta que más que por la bala el niño se encuentra triste por la ausencia de su mamá, quien tres días antes del acontecimiento se fue de la casa.
Dándole gracias al cielo por la vida de su hijo, dice que los doctores le dan al niño por lo menos quince días de recuperación, sin embargo, el padre comenta que su hijo necesitará ayuda psicológica, pues cada vez que ve las noticias de la balacera se pone a llorar.
“El niño llora cuando sale en la tele, pero más porque no está su mamá. Dice: ‘mi mamá no viene, no sabe de mi pie…’;, y yo le digo que no sabe que si supiera ya hubiera venido. Yo quisiera ayuda para ellos, porque se asustaron mucho con lo que pasó”, menciona.
UNA VICTIMA MAS
Aunque la población de Reynosa evitó salir de sus viviendas las noches posteriores al “martes negro”, una segunda balacera que se registró el viernes 20 de febrero cobró una víctima inocente. El ejidatario José Orta Piñón recibió un disparo cuando transitaba por la carretera a Río Bravo rumbo a su casa ubicada en el ejido de Santa Apolonia.
Según información proporcionada por el director del hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), Agustín Portales, el civil de 43 años recibió una bala que se le incrustó en la parte frontal del cráneo y no tuvo salida, provándole un edema cerebral.
El padre de familia fue sometido a cirugía para cortar una parte del hueso craneal con el fin de desinflamar el cerebro, sin embargo, el estado de salud del paciente –hasta el cierre de esta edición– continuaba en estado crítico.
LAS VICTIMAS MAS PEQUEÑAS
Uno de los efectos colaterales que la semana de violencia dejó en la población de Reynosa, en especial en los niños que se encontraron en medio de la balacera, es el estrés postraumático.
Así lo comenta el psiquiatra Amadeo de León, quien dice que los menores afectados por los hechos violentos pueden sufrir este daño, sugiriendo a los padres para estar muy atentos a cualquier reacción o cambio de conducta de los pequeños, ya que en muchas ocasiones los niños tienen diferentes formas para manifestar estas situaciones.
“Los niños pueden presentar eneuresis, que son emisiones involuntarias durante el sueño, o ecopresis que son evacuaciones mientras están dormidos. Algunos pueden tener fobias, miedo a dormir solos o tal vez pidan dormir nuevamente con sus padres, cuando a una edad escolar se supone que ya pueden dormir de forma independiente en su habitación”, comentó el doctor.
Asimismo, dijo que los pequeños demuestran pavor cuando se presentan sucesos parecidos a la situación traumática, lo cual puede desencadenar también fobias y cuadros de depresión que se manifiestan con irritabilidad, temor a salir sin la compañía de sus padres, o un déficit de atención.
“Si se presentan estas características se puede considerar que el niño tiene estrés postraumático”, expresó.
Ante esto, aseguró el especialista, el papel de los progenitores es fundamental para transmitirles seguridad a sus hijos.