
Sus largas y ensuciadas uñas rascan la canosa melena invadida por los piojos, el sudor y la tierra. Con el torso desnudo sobre el ardiente suelo pasa minutos, inclusive horas, acostado al aire libre y sólo se levanta cuando se acuerda que siente hambre o sed.
Los transeúntes lo esquivan porque le tienen miedo, lleva mucho sin bañarse o simplemente les molesta su presencia. Pocos se acercan para ofrecerle algo de beber y comer, sensibilizados por la adusta realidad que lo agobia y deseando no verse algún día en semejantes circunstancias.
Para Daniel Chacón las horas no son más que un obstáculo para dejarse morir, porque, a decir verdad, a casi nadie parece importarle su vida.
Si el gobierno no tiene interés en rehabilitarlo o darle techo, mucho menos los ciudadanos comunes se atreven a llevárselo. Más les conviene hacerse de “la vista gorda” y tener menos peso de culpabilidad arrojándole una moneda o, en el mejor de los casos, acercándole un plato con alimento.
A veces vaga sobre la calle Bravo o la Aldama, pero siempre permanece en la zona Centro. Este hombre que supera los 60 años y quien dice ser originario de Río Bravo, ha hecho del hambre su más entrañable compañera y ningún día renuncia a ella.
“Pobre viejo, yo le echo la mano, no tiene perro que le ladre. Ahora sí que me perdone Dios, pero nadie se conduele de él, estaba en La Casa del Migrante y lo trajeron los policías para acá y donde quiera le compro una coca, un taco, un cigarro, lo que guste”, cuenta Félix Arellano, un limpiaparabrisas nativo del Estado de Guerrero.
SIN UNA SOLUCION
Según elementos de Seguridad Pública, en los primeros cuadros de la ciudad deambula una veintena de indigentes, llevando consigo solamente sus harapos, debilidad, mucha debilidad y el desprecio de los demás.
Aunque tal vez se buscaron el presente que padecen, eso no significa que se deban dejar morir como animales. Algunos de ellos padecen de sus facultades mentales u otros solamente desnutrición y patologías virales (como Daniel). Un porcentaje menor está discapacitado.
Pero por increíble que parezca, en una ciudad por la cual pasan millonarios recursos del flujo comercial entre México y Estados Unidos, no existe un sólo lugar dedicado a brindarles atención. A otros rubros como el de la Seguridad se les asignan mayores cantidades de dinero, mientras que los programas de cuidados asistenciales pasan a postreros términos.
Como el Ayuntamiento y la sociedad “no los pela”, los vagabundos duermen donde sea, sin la certeza de que al siguiente día estarán vivos.
“No hay a donde llevarlos, donde canalizarlos. No tenemos ni un centro psiquiátrico donde llevarlos. En la Cruz Roja y en el DIF (Desarrollo Integral de la Familia) no nos los aceptan, nos los echan para atrás; lo único que hacemos es orientarlos de que estén en la sombra”, explica el agente municipal Francisco Ledesma.
TOCANDO FONDO
Por lo pronto, Daniel sufre de la picadura de insectos –pues yace junto a un monte–, de las burlas de la gente y de saber que su futuro parece no tener remedio, porque cada vez está más viejo y desmejorado.
“El señor está enfermo, tiene azúcar. Está deshidratado, le hace falta suero, vitaminas. ¿Qué opinas si el señor se nos llega a morir aquí y que pasara toda la gente y le llegara el olor?, ¿cree que los policías sean capaces de levantarlo? les da asco nomás mirarlo, mira como está el pobre”, lamenta Félix Arellano.
Reticente a conversar este anciano sólo acierta a responder que tiene hijos, pero no recuerda sus nombres. Su boca pastosa de saliva da fe de la sed que lo sofoca. Cierra sus ojos de agotamiento y los abre para cambiarse de posición.
> ¿Entonces usted ahorita duerme en la calle?
“Sí”.
> ¿Cuánto tiempo tiene durmiendo en la calle?,
“Tengo bastante tiempo”.
“Este hombre todo el tiempo está tirado en el sol y la comunidad de Reynosa lo ve así y no hace nada por ayudarlo; todos los días cuando pasamos al transporte le damos de beber, yo creo que es el momento de poderlo ayudar”, comenta un vecino, mientras los del negocio de enfrente se asoman curiosos al mirar las cámaras, pero no rinden ninguna declaración.
De pronto don Daniel se ve rodeado de personas, mas no se explica que hacen ni que conversan, las ignora y continúa “tirado” en el suelo; sus problemas son rebasados por la impotencia y la apatía de los demás.
Enseguida vuelve a quedarse solo, sin amigos, hijos o nietos a quienes acudir. Para él no existen los cumpleaños, como tampoco las fechas familiares o las muestras de cariño.
Tal vez alguien se apiade de este indigente, pero tal vez sólo voltearán a verlo para no tropezarse con él.