
Los niños son el eslabón más frágil del peligroso camino que emprenden los indocumentados por el continente americano hacia la frontera entre México y Estados Unidos. Al llegar al borde del país, es Reynosa otra de sus sufridas escalas.
Ellos no eligieron desplazarse del lugar donde nacieron, sólo reciben órdenes: despertarse, caminar, no alejarse, no hablar con desconocidos, portarse bien, irse a dormir y dejar de llorar.
Sin opción, los niños migrantes van hacia donde sus progenitores los lleven. Escuchan hablar de Estados Unidos como un dulce que recibirán cuando finalmente termine la pesada odisea.
A veces cuatro mil kilómetros, a veces menos, pero la gran mayoría tiene viajes muy largos y cansados. Padecen hambre, desvelos, enfermedades e incomodidades, mas aún así no dejan de querer jugar y sonreír.
Al principio ignoran que están en una de las más peligrosas rutas hacia el ‘sueño americano’ hasta que lo experimentan en carne propia.
Desde Panamá, atravesando la selva del Darién, o desde las Antillas, por mares, ríos, aire y
tierra, miles de menores son desterrados de sus lugares de origen porque –por las razones que sean– su padres, abuelos, tíos o hermanos los han convertido en migrantes indocumentados.
Por dichos y relatos ser niño en países como Cuba, Nicaragua o Venezuela es asumir involuntariamente la disyuntiva que existe entre los grandes de quedarse a resistir una vida de carencias, enfermedades y violencia abundante, o abandonar la patria en lo que parece casi una obligación en busca del tan ansiado progreso, que más bien es un reto de supervivencia.
La elección es permanecer en casa a merced de la calamidad y el terror nocturno por los flagelos de la delincuencia o unirse a un ejército de correligionarios que diariamente marcha mirando hacia lo alto del continente en busca de una ‘tierra prometida’.
Bajo su enfoque es también creer que arraigarse en su territorio significa pactar con el sufrimiento eterno, o marcharse como una dolencia pasajera al amparo y compasión de otras personas en el extranjero. Pero tampoco deja de ser una moneda echada al aire.
En zonas sumamente pobres y marginadas de Centroamérica, Sudamérica y el Caribe una cómoda prenda de vestir “Made in USA”, unos tenis con la marca de la ‘palomita’, una sola moneda que vale veinte o treinta veces más que la suya, una asombrosa película, una canción que no está en su propio idioma y hasta una postal de los rascacielos de Nueva York, por ejemplo, les basta como un válido motivo para emprender el kilométrico camino.
Pero también es más que suficiente para huir: el temor que sufren aquellos que han sido víctimas de la represión de un gobierno (sea nicaragüense, cubano o venezolano) o que han visto personas muertas en las calles, tal como lo cuenta Ashley Rosini, una niña de nueve años originaria de Caracas y que forma parte de este masivo éxodo.
“En mi país hemos tenido problemas, así que necesitamos ir con mi tía a Estados Unidos para estar más tranquilos. Allá en Venezuela matan a la gente, empiezan a prender fuego como nada. Tengo miedo que eso le pase también a mi familia”, testifica la menor, quien viajó hasta Reynosa acompañada de sus padres y una hermana.
Ashley conserva la inocencia a pesar de que sus ojos de niña chiquita ya han visto cosas terribles en su país natal, pero ahora dice estar viviendo una nueva etapa, a pesar de no tener todavía un hogar fijo.
Luego de viajar tres mil 722 kilómetros, de día y de noche, durante varias semanas y con prolongadas pausas (para alcanzar la frontera que une a México y la Unión Americana), ella toma clases junto a muchos otros niños en un albergue del noreste de Tamaulipas, a donde son canalizados los menores de edad que se trasladan hasta esta parte del territorio nacional.
“Me siento bien y muy tranquila en Senda de Vida. Estamos en la escuelita aprendiendo matemáticas, inglés, de todo un poco”, relata.
Como Ashley hay alrededor de un centenar de chicos esperando que ellos y sus padres reciban un asilo humanitario en Estados Unidos, pero el endurecimiento de las políticas migratorias del gobierno de Donald Trump brinda ahora menos oportunidades.
No pueden cruzar legalmente hasta que les otorguen un permiso y mientras tanto aguardan en el lado mexicano de Reynosa, pero la demora es demasiado lenta, desesperante e incierta.
EN LA ENTESALA DE SU SUEÑO
Camila Victoria Mejía es paisana suya y amiga a la que conoció en este refugio de migrantes. Transcurre la mayor parte del tiempo dibujando y comenta que le están enseñando a multiplicar. A pesar de que duerme en una tienda de campaña, para ella estar aquí es divertido.
Mantiene un buen ánimo y sonríe: “Las maestras me dicen que tengo que aprender mucho. Lo que más me gusta de este lugar es que siempre estoy jugando y nunca me aburro”, manifiesta.
Sin titubear asegura Camila que su sueño es “ir a Estados Unidos”. Viaja con su mamá, una hermana y su padrastro. En el ‘otro lado’ se encuentran varios de sus tíos y sus primos. Su espera para que les otorguen una residencia humanitaria ha sido extensa. Lleva aquí tres meses y todavía nada le resuelven a su familia.
Por igual, Esteban Jiménez, de tan sólo cinco años de edad no para de reír. Juguetea con la cámara para un reportaje de video y enseña el dibujo que estaba coloreando.
Cuando se le pregunta qué hace por Reynosa contesta que “aprendiendo”. Y no miente, porque además de recibir las clases impartidas por unas educadoras del gobierno de Tamaulipas, se asimila a un estilo de vida diferente y se relaciona con nuevas amistades.
Sin embargo, Esteban tiene claro que va para Estados Unidos, aunque en México se sienta cómodo. Estando como refugiado recibe educación, comida y techo, aunque muy probablemente no volverá nunca más a este sitio si es que logra pasar con su familia al vecino país, de lo contrario, su condición podría cambiar, pero virar para Venezuela no está en los planes de sus familiares.
De acuerdo con Héctor Silva, director del albergue, en los últimos seis meses han pasado por éste alrededor de ocho mil personas (Hora Cero 514). Muchas de éstas acompañadas por menores de edad.
Y es que el centro de ayuda para los migrantes se mantiene saturado, tanto así que en las casas de los alrededores viven cientos de extranjeros.
No obstante, el pequeño Esteban parece que no alcanza a comprender de preocupaciones. Presume a sus nuevos amigos y dice que lo que más disfruta es dormir con su mamá, así como también dibujar y hacer figuras con plastilina.
NIÑOS EN CRISIS HUMANITARIA
María Esther Franco Sosa, trabaja para la Secretaría de Educación en Tamaulipas. Es coordinadora estatal del Programa para la Inclusión y la Equidad Educativa.
Aunque el gobierno estadounidense está presionando al de México para que frene el flujo de indocumentados, los que ya se encuentran en el país están recibiendo asistencia humanitaria en ciudades como Reynosa.
“La cuestión educativa es un derecho. Aquí no importa de qué nacionalidad son. Estamos atendiendo la indicación de las autoridades del gobierno del Estado. A los niños les estamos dando sus clases, español, matemáticas, lo que marca la currícula”, informa la profesora que reconoce no haber visto nunca antes un fenómeno migratorio como éste en la frontera de Tamaulipas.
“Es una situación extraordinaria que se está viviendo en el Estado. Estamos viendo que los niños ocupan atención, porque se encuentran muy estresados en donde se quedan a dormir. En general son venezolanos, cubanos y centroamericanos.
“Y la mayoría de los padres de familia, sobre todo de los venezolanos tienen un nivel académico de universidad. Todos los niños que tenemos aquí están acompañados. Contamos con 80 menores. Lo más que pueden durar en este lugar son tres meses y tenemos que atenderlos”, ilustró Franco Sosa.
APROVECHAN TALENTOS
DE EXTRANJEROS
Pero no sólo los estudiantes emigran, sino también los maestros, tal y como ocurre con Marbelis Consuelo Abreu, originaria de San Francisco, Maracaibo, Venezuela, y quien trabajaba como educadora en la escuela José Domingo Rus.
“Yo era profesora allá y tuvimos que venirnos para acá a Reynosa, porque por la situación en mi país ya no se podía estar. Nos cancelaron la jubilación y debimos venirnos porque no nos pagaron nada, no solamente a mí, sino a mis esposo también, que trabajaba para la alcaldía en aquel momento cuando decidimos venir.
“Tenemos aquí más de dos meses. Nos han recibido muy bien los mexicanos. Son muy buenas personas, el pastor Héctor con su esposa. El hermano José también nos ha dado cabida aquí en la iglesia de Senda de Vida”, relata.
Marbelis Consuelo forma parte de un grupo de venezolanos que no solamente está esperado el asilo humanitario de Estados Unidos, sino que mientras eso ocurre trabaja todos los días atendiendo a los hijos migrantes de diferentes nacionalidades.
“Estamos comprometidos con ellos en una labor aquí en la escuela y en la cocina. Prestamos la ayuda y la colaboración. Todos los días nos levantamos con el mismo ánimo y con el mismo amor dejando a Venezuela en alto.
“Hacemos un llamado también al presidente Donald Trump para que nos ayude. Que haga nuestro proceso más ligero y más rápido a los inmigrantes que estamos aquí en Senda de Vida y de los otros refugios.
“Y también un llamado al presidente de Venezuela, que por favor se retire, ya no lo queremos allá. Que por favor tome cartas Donald Trump para que este presidente se vaya de una vez. Estamos hartos, estamos cansados. ¡Ya no te toleramos más presidente Maduro, vete!”, exigió.
UNA BOMBA DE RELOJERÍA
Por el panorama que ha observado en su país considera que podría presentarse una intervención militar extranjera.
“Yo supongo que sí, porque ya no se soporta allá la condición que hay. La gente está en situación de calle. Es por eso que el presidente Donald Trump, conjuntamente con la ONU (Organización de las Naciones Unidas) y la OEA (Organización de los Estados Americanos), llegaron a un tratado de que todos los venezolanos y los cubanos que anduvieran en situación de calle se les prestara la colaboración correspondiente.
“En cualquier parte del mundo que pise un venezolano hay que prestarle ayuda. Yo le doy gracias a México, que nos han recibido con las puertas abiertas, que nos brindan cariño y amor. Aquí tenemos todo gloria a Dios. México muchas gracias, estamos muy agradecidos ¡los venezolanos, te queremos mucho!.
— ¿Hace 20 años podía imaginarse que esto iba a suceder, que iban ustedes a convertirse en desplazados?
“Jamás. Eso le dije estos días a mi esposo, que nunca pensé que yo iba a ser desplazada de Venezuela. Nunca. Siendo un país tan rico en petróleo, y no solamente en petróleo, en minería, en pesca y en agricultura.
“Nosotros tenemos todo para ser un país completo, entonces ¿qué pasa con la riqueza nuestra? se la está llevando un grupo de personas y los otros venezolanos tienen que irse. ¿Por qué se tienen que ir?
“Por eso yo les hago un llamado a los que están en el gobierno. Por favor váyanse. Retírense, denle la oportunidad a otra gente que gobierne en paz para todos los venezolanos y sea gente
honesta”, reitera esta maestra, quien afirma que en dos décadas ha perdido amigos y seres queridos debido a la crisis política y económica de su nación.
“La familia venezolana se ha desintegrado toda. No solamente la mía, la de muchos compatriotas que están en el exilio, que se han ido a otros países y que son maltratados. Gloria a Dios que nosotros llegamos a México y nos ha abierto las puertas.
“Pero aún seguimos esperando respuestas del presidente Donald Trump. Todavía no se han tomado cartas en el asunto”, lamenta.
Una vez que alguien entra a los albergues de migrantes en ciudades como Reynosa, ingresa a un protocolo que está coordinado con autoridades de Estados Unidos, que analizan individualmente cada caso para el proceso de asilo, pero el método es lento y algunas personas se cruzan ilegalmente por el Bravo.
“Desgraciadamente están hacinados los refugios. Hay demasiada gente y ellos buscan otras alternativas y se van a los sitios más cercanos que son los hoteles o las viviendas que alquilan y como no los llaman se desesperan y la mayoría se ha ido por el río”, señala Marbelis Consuelo.
SER NIÑO, MIGRANTE
Y AUTISTA A LA VEZ
Cada migrante en Reynosa tiene una historia que contar, pero el caso de Giuseppe Marchisio Hurtado es muy especial y se manifiesta por sí solo.
Oriundo del municipio de Cabimas en la provincia de Zulia, Venezuela, este joven de 19 años padece discapacidad y su madre clama por ayuda.
Desiré Hurtado es licenciada en Administración de Empresas. Trabajó para el movimiento de Juan Guaidó, hasta que comenzó a ser reprimida por el gobierno de Nicolás Maduro y tuvo que huir.
“Emigramos pues pasé a ser perseguida política porque no estamos de acuerdo con a dictadura en Venezuela. Yo era colaboradora del presidente Guaidó.
“Llegamos pidiendo ayuda a los refugios de México. Las personas de la calle nos han ayudado, pero aún no he logrado conseguir un espacio para poder atender a mi hijo autista”, expresó.
Desiré decidió dejarlo todo, tomar a sus dos hijos y escapar por Colombia. De ahí viajar a Panamá y luego a Mexico.
“La situación económica allá no nos ayuda, más que aquí, porque la gente puede vivir y comer todavía”, añade.
Pero el camino no ha sido sencillo, ya que Giuseppe es un joven especial. Como no ha podido recibir sus terapias ni sus tratamientos se altera.
Ya sin dinero en la bolsa caminaron por las calles de Reynosa hasta que una mujer les ofreció ayuda.
“Fue la señora Diana, de una iglesia, que nos vio andando bajo el sol y nos recibió provisionalmente en su casa. Hemos batallado porque no tenemos comida, los recursos se nos agotaron en los viajes”, comenta.
Éste es el caso y el clamor de una madre con su hijo autista en grado número dos, por lo que la crisis humanitaria no solamente alcanza a los más grandes, sino a los jóvenes y niños que diariamente llegan a las ciudades de la frontera mexicana, en busca de una oportunidad para ser aceptos en Estados Unidos. Ellos viven entre la ilusión y el destierro.