
Este mes se cumplen 15 años de la masacre en el penal, un suceso trágico en la historia de la ciudad en el que decenas de personas perdieron la vida al enfrentarse con ferocidad los integrantes de bandos rivales. Para los internos era matar o morir, mientras que afuera el caos y la desesperación se apoderó de las familias que no sabían nada de sus seres queridos. En los recuerdos las cicatrices quedan, al tiempo que algunos deudos aún intentan sanar las heridas.
Madrugada del 20 de octubre de 2008. Muchas llamadas salen simultáneamente desde la prisión. Se escuchan gritos y también disparos. La cárcel estatal de Reynosa, conocida también como el Centro de Ejecución de Sanciones (CEDES), había sido tomada por presos armados. Los custodios perdieron el control del inmueble y algunos fueron asesinados.
De acuerdo con relatos de la época la muerte visitó a los presidiarios celda por celda. Quienes tuvieron la oportunidad de despedirse de sus madres, esposas e hijos hicieron aquella última llamada. Eran también lamentos y pedidos de auxilio, pero no fueron socorridos.
La fractura entre los cárteles de la droga trasladó la batalla al interior de los módulos con consecuencias devastadoras.
En cuestión de instantes el lugar pasó a convertirse en una carnicería, pero las autoridades no intervinieron de manera inmediata.
La penitenciaría amaneció en medio del terror y la mañana transitó ante un panorama sangriento. Las imágenes eran desgarradoras. Había cuerpos amontonados, con huellas de tortura, con impactos de bala y calcinados.
Fue hasta la tarde de aquel “lunes negro” que intervino el Ejército Mexicano. Se demoró horas, porque multitud de personas habían sido ya ejecutadas, la mayoría jóvenes que, de acuerdo con testimonios, fueron orillados a una guerra sin sentido por falta de educación y oportunidades.
GENERACIÓN PERDIDA
Para entonces los gobiernos que administraban al país y a la entidad habían sumido a la población en una crisis de abandono y desempleo. El narcotráfico reclutó a las nuevas generaciones con salarios más decorosos.
Les aportó suficiente dinero para pagar las cuentas, para el sostén de sus familias, para comprar la despensa e incluso para emprender negocios formales, pero al mismo tiempo hubo un vacío judicial que algunos grupos más violentos aprovecharon para delinquir. Se incrementaron los homicidios, los cobros de piso y los secuestros.
En los concursos de dibujo los niños coloreaban lo que querían ser de grandes: sicarios en sus camionetas nuevas, pero nadie supo anticipar ni detener la ola violenta que estaría por desatar una de las eras más mortíferas de la nación, de cientos de miles de muertos año tras año.
El estereotipo de personas exitosas, con propiedades nuevas y ropa de marca pasó a ser el tipo de vida al que los más jóvenes comenzaron a aspirar, a la posibilidad de obtener más rápido el dinero que tanto se carecía y que el sistema económico mexicano no les ofreció a ellos ni a sus padres.
Desde la Federación el sexenio panista encabezado por el ex presidente, Felipe Calderón Hinojosa, no atendió las causas de acontecimientos como el de Reynosa. Combatió a varios cárteles y a muchos de sus integrantes encarceló, pero según los expertos en seguridad no impidió que se mataran unos con otros.
En un ambiente de ingobernabilidad la ciudad sufrió con la matanza del penal uno de sus momentos más aciagos, a consecuencia de aquel estado fallido que imperó y que hoy, a la distancia, se sigue recordando de manera dolorosa.
ETERNA AFLICCIÓN
Sentada a la mesa de su paupérrima vivienda de dos piezas, la señora Elizabeth Balderas se llevaba a la boca un bocado de fideos. Acompañada sólo por un silencio agobiante, mantuvo la mirada extraviada, como deseando regresar el tiempo, pero las cosas jamás volvieron a ser las mismas:
Hace 15 años le asesinaron a su hijo Fidel, que para entonces tenía 28, en la peor desgracia ocurrida en una prisión de Tamaulipas. A partir de entonces su vida fue infeliz y desabrida.
Al joven lo arrestaron en mayo de 2008, inculpado de robar un reloj de 200 pesos,
pero su madre no logró reunir los 8 mil 900 pesos de fianza que en Seguridad Pública municipal le pedían para liberarlo y lo terminaron mandando al CEDES.
Por desgracia Fidel fue de los internos que pereció aquella fatídica fecha. Debido a las cortadas y quemaduras que le produjeron su cuerpo quedó irreconocible. Para Elizabeth las autoridades carcelarias fueron las responsables del desafortunado suceso.
“Ellos son los culpables de todo esto al permitir el acceso de armas al penal. Díganme de qué otra manera pudo haber sucedido si cuando uno va de visita lo trasculcan todo en la aduana. No hay parte del cuerpo que no le revisen”, declaró con lágrimas.
Aunque la afligida madre se cambió de vecindario nunca pudo superar el tormentoso pasado. Manifiesta que los recuerdos de su muchacho muerto la persiguen de día y de noche:
“Me acuerdo cuando era niño y lo llevaba a la escuela; de su mirada, su voz o la manera en que se reía”, mencionó al mismo tiempo que enseñaba la ropa que Fidel utilizaba, los discos del grupo Brindis y sus fotografías de la infancia. Ha pasado mucho tiempo pero la avejentada mujer aún le enciende veladoras al retrato de su hijo muerto.
ASÍ SE RECUERDA
Por aquel entonces el paramédico de la Cruz Roja, Eduardo Badillo, narró cómo las familias que estaban afuera del penal sin saber nada de sus seres queridos le imploraban que les ayudara a investigar.
“Nosotros ingresamos al lugar poniendo en riesgo nuestra integridad, porque la riña se extendió por todo el penal. Nos percatamos de que había muchos muertos.
“Fue una sensación muy fea para nosotros porque no estábamos acostumbrados a mirar fallecimientos masivos. Causa mucha impresión ver cierta cantidad y, sobre todo, en la manera en que estaban los cuerpos, apilados en un área; la mayoría muy calcinados e irreconocibles, pues tenían quemaduras de primero, segundo y tercer grado.
Obviamente nuestra labor se enfocó más a la atención de los lesionados”, describió.
Mientras tanto al exterior un número considerable de madres, esposas e hijos lloraban desconsolados.
Con el arribo de las fuerzas de élite del Ejército las tareas de apoyo se agilizaron. Poco antes policías ministeriales y el propio director del reclusorio salieron del inmueble huyendo, porque la gente enojada quería lincharlos.
Los enfermeros, uno tras otro, fueron sacando a los heridos en camilla hasta la ambulancia. La mayoría iban ensangrentados, en estado de ‘shock’ e inconscientes.
“Estaban muy golpeados. En el camino nos decían que de pronto las cosas se salieron de control y no supieron cómo comenzó el pleito, porque la pelea fue de todos contra todos. Que como se fue la luz no sabían de donde venían los golpes y las agresiones”, señaló otro de los paramédicos.
Por su lado, la gente alterada le cerró el paso a las unidades de salvamento intentando saber quiénes iban dentro. Hubo quienes incrementaron los disturbios arrojando piedras hacia el interior de la cárcel mientras un helicóptero sobrevolaba la zona. Todavía podían escucharse disparos.
Más tarde varias furgonetas del Servicio Médico Forense (Semefo) salieron con los cadáveres de la mayor masacre que se recuerde dentro de un centro penitenciario de Tamaulipas y a su alrededor sólo se oían gritos y reclamos.
Finalmente las autoridades leyeron en voz alta la lista de las personas muertas con un saldo oficial de 21 víctimas, aunque hubo versiones de que la cifra pudo haber sido mayor.
Con el transcurso de los años Reynosa ha intentado olvidar uno de los capítulos más tristes ocurridos en la ciudad, pero cada 20 de octubre regresa a las memorias, porque las familias de las víctimas todavía se conduelen de la tragedia.