La luz del amanecer desfila por sus ventanas y un humeante desayuno los recibe. Sabedores del peligro que afuera les espera, no cruzan la puerta sin antes estrechar a sus seres queridos y elevar plegarias al cielo para retornar ilesos a casa.
Son los obreros de la soldadura y el montaje, artífices de gigantescas estructuras y especialistas de la adrenalina, que duran horas y horas colgados al vacío y a la intemperie sólo para servir a su comunidad.
Desde hace 10 años que Joaquín Cruz Hernández se inició en este inusual oficio el miedo jamás se le ha separado. Es algo con lo que, afirma, aprendió a vivir.
Y ¿cómo no, si trabaja a 30 metros despegado del suelo sujetado sólo a un arnés? Basta el más mínimo error de cálculo para protagonizar su propia muerte.
“Somos humanos y sentimos temor, pero al paso del tiempo se va uno acostumbrando; en nuestro caso el riesgo es cotidiano.
“Naturalmente cuando me subí a soldar las primeras veces tuve muchos escalofríos, al mirar hacia abajo sentía horrible y prefería cerrar los ojos”, mencionó el joven obrero originario de Poza Rica, Veracruz.
Entrevistado en la planta potabilizadora de la Comisión Municipal de Agua Potable y Alcantarillado de Reynosa (Comapa) en la colonia Loma Linda –donde fabrican una megabase de 600 toneladas de metal para un tanque elevado de 44 mil metros cúbicos–, Joaquín consideró que laborar en lo alto es algo para lo que pocos están hechos: “Arriba te cambia el pensamiento y por tu propio bien te olvidas de tus problemas, porque aquí se requiere máxima concentración, tener cuidado de las pisadas y las ráfagas de viento.
“Cuando vienen personas nuevas les preguntamos si esto les da miedo y si es así mejor ni las arriesgamos, porque no cualquiera sube”, explicó.
DESFALLECER EN SEGUNDOS
No obstante, este padre de familia tuvo ya un incidente que lo dejó al borde de la muerte, cuando soldando unos metales en el Parque Industrial del Norte perdió el equilibrio y se desplomó estrepitosamente.
“Hace un año y medio me vine de una altura de 12 metros; me caí porque me di un paso en falso; no supe nada de mí hasta el cuarto día. Estaba inconsciente y obviamente fracturado de varios huesos. Me quebré la pierna, el codo y el brazo izquierdo, pero a base de terapias pude recuperarme.
“Para mi esposa y mis hijos la noticia de que estaba en el suelo moribundo fue terrible, por eso ahora cuando vuelvo a casa en la tarde les da mucho gusto verme, porque el teléfono siempre está latente. A lo mejor perdí agilidad física porque uno no queda igual, pero espiritual y emocionalmente soy otra persona”, agregó.
En esa tesitura Joaquín dijo que como obrero tampoco puede confiarse del equipo con el que labora. La cautela, enunció, es su principal aliada.
“Es un oficio riesgoso tanto para el que anda arriba como abajo. Las grúas, los cables o las cuerdas no nos garantizan nada, a veces el peso de las piezas los vence y se revientan; ya han habido accidentes así donde la gente se viene para abajo. Por eso todos los días en las mañanas antes de subir nos encomendamos a Dios”, reiteró.
Y es que este empleado municipal relató que en una década le ha tocado presenciar la muerte de varios trabajadores. Ocasionalmente, dice, esos episodios de horror y sufrimiento se anidan en su cabeza.
“Hace años en una obra con una compañía de Tijuana estaba yo soldando arriba de unas placas a unos 12 metros de altura, cuando de repente volteé hacia atrás y venía un soldador para abajo con todo el equipo encima. Miré como cayó y la armadura de unos 800 kilos lo aplastó. Ese cuate falleció lamentablemente, dejó hijos, dejó esposa y dejó familia, así de crudo.
“Como a la semana igual, se reventó un paquete de láminas de una grúa grande con tres toneladas de peso que le cayeron encima a un muchacho. Se siente feo porque dice uno, a lo mejor pude haber sido yo, pero hay que mirar para adelante pues es nuestro oficio y nos gusta también”, sopesó el entrevistado, quien percibe entre dos y tres mil pesos a la semana.
“SE SIENTE MUY FEO”
Para comprobar lo que un trabajador de las alturas suele experimentar –soslayando los peligros y arriesgando el físico–, el reportero pidió que lo subieran a la cúspide del armatoste color blanco en forma de cilindro, el cual se aprecia a cientos de metros de distancia.
De entrada la idea de entrevistar a un soldador en los aires fue aterradora y con el paso de los minutos no dejó de serlo; al contrario, el miedo se profundizó.
Buscando la seguridad, primero se le colocó al reportero una indumentaria ceñida a las extremidades de su cuerpo, luego se le puso un arnés atado con una soga al gancho de la grúa. Simultáneamente se instaló una banda para que el periodista subiera sentado y finalmente el operador tiró del cable. Fueron segundos en los que la mente se inunda con preguntas como “¿Qué pasaría si me cayera?, ¿Y si algo no sale bien?, ¿Para qué hago esto?, ¡Dios mío, acuérdate de mí y de mi familia!”.
Tras haber sido elevado unos 20 metros, Alberto Bautista, uno de los jóvenes obreros municipales que estaban arriba, jaló la cuerda para acercar al comunicador a su andén. Ahí le relató por qué soldaba en tales condiciones: “Creo que la misma necesidad hace que uno busque otras alternativas para salir adelante, aunque a veces no sean muy confiables. Gracias a Dios en seis años no he tenido ningún problema acá arriba”, dijo el empleado nativo de San Luis Potosí.
> ¿Qué se siente ganarte el pan en las alturas?
–¿Qué sientes tú ahorita?
> ¡Muy feo!
–Al principio te da miedo pero luego te acostumbras, mira para abajo, se ve todo…
Alberto mencionó que es casado y ello le hace moverse con mayor responsabilidad de cara al precipicio. Detalló que en este proyecto él y sus compañeros acumulan dos meses laborando.
“La seguridad que tenemos es máxima. Siempre subimos amarrados con nuestros respectivos arneses, cables de acero y con todo lo necesario.
“Ahorita estamos montando una base con sus columnas y vigas. Arriba irá una placa de una pulgada y desde ahí empezará un tanque elevado. Es un mundo de soldadura el que llevamos hecho”, manifestó.
SEGUNDA PARADA
Luego el operador de la grúa alzó al reportero hasta la parte alta de la descomunal plataforma, donde los obreros suelen saltar los bastidores de acero con gran destreza.
Ahí, a 30 metros de altura, donde torrentes de adrenalina se sienten en el pecho y estómago, Román Salvador, expresó que lo llena de satisfacción desempeñar esta compleja tarea.
“Se siente bonito y a la vez un poquito de miedo. Y un orgullo por supuesto. Mis familiares me dicen que me cuide y que me acuerde de ellos cuando ande acá. Cuando voy subiendo hago oración por si llega a pasar algo”, describió sosteniendo una careta y electrodos en su mano derecha.
El también joven de oscuras gafas subrayó que debe cuidarse de las turbulencias que normalmente aparecen a una altura considerable. Ilustró que en éste ámbito la mayoría de los compañeros nuevos dimite a los pocos días. Para disuadir el miedo asegura que lo mejor es ver lo menos posible hacia abajo.
Por su lado, Erasto Montoya dijo que su gusto por las alturas surgió “por pura necesidad”. El originario de San Luis Potosí señaló que ya ha visto la muerte de cerca: “Tengo tres años soldando en partes elevadas. Se siente feo, pero tengo también una familia que sacar adelante.
“Sí he estado a punto de caerme y en lo primero que pienso es en mi madre. Los reflejos me han funcionado y por ello uno anda a la expectativa”, comentó.
Posteriormente, tras unos 15 minutos de infarto sostenido por las cuerdas a 30 metros de altura (algo así como lo de tres plataformas olímpicas de clavados), el comunicador terminó la plática y columpiándose descendió con dos convicciones: No volverse a subir a un lugar como este y apreciar un trabajo el cual se nutre con el valor y la destreza de personas que han encontrado en las alturas una forma de subsistir.