
Ramiro Hernández Llanas cerró los ojos y murió. Dijo que contento. Pidió perdón, mandó besos. Se despidió. Un veneno letal invadió sus venas. Uno a uno, sus órganos dejaron de funcionar. El corazón, sin latidos, los pulmones ya no llevaron aire. Pasaron 11 minutos, después lo declaran muerto. Todo acabó.
El 9 de abril por la mañana desayunó un sándwich de atún, pastelillos de chocolate y refresco Mountain Dew. Habló con su hermano y se despidió de sus hermanas.
Desde las celdas de la fachada principal, los prisioneros de Huntsville veían con curiosidad a través de las rejas del último piso.
La mañana llegó con frío, a 7 grados centígrados. La ciudad está vacía y oscura. Escasos vehículos circulaban temprano, pero la prisión de Huntsville comienza a tener movimiento. En sus alrededores llegan algunos trabajadores y estacionan sus vehículos. Luces amarillas y opacas alumbran el viejo edificio de ladrillo rojo. Alrededor hay viviendas, la prisión está a unas cuadras del centro de la ciudad. En contra esquina, una casa todavía tiene luces navideñas.
A las 9:28 de la mañana Ramiro, el neolaredense sentenciado a morir por inyección letal tuvo tiempo para recibir ayuda espiritual. Unos niños acompañados por un amigo acudieron a despedirse del sentenciado. Su vida sería quitada a las 6 de la tarde.
Esta prisión, conocida como El Muro, es el último destino para los sentenciados a muerte por el sistema de justicia texano. De este proceso, casi nadie se salva, ni mujeres ni extranjeros.
Ramiro ya no regresará vivo a Nuevo Laredo, donde nació hace 44 años, el 5 de octubre de 1969. Este es el último día que vivió. El último amanecer que presenció.
¿Cuál sería su último mensaje?, se preguntaban reporteros que llegaron a cubrir la ejecución. Solo unos pocos pudieron pasar a presenciar. Afuera, el lugar fue cercado por oficiales de seguridad. Al frente de la prisión sólo permitieron a la prensa. En la esquina derecha, un grupo de manifestantes, alrededor de treinta, protestaba contra la pena capital.
“Perry asesino”, exhibían en carteles.
Dentro, Ramiro fue acompañado por su hermana Adelita y su hermano Jorge, además de otros testigos. Separados por una delgada pared, los testigos de la víctima veían la ejecución, con seriedad, según testigos. El hijo de la víctima sólo alzó la mirada, cuando todo había acabado.
“Quiero agradecer a Dios por dejarme ver a mi familia. Lo digo con amor. Lo siento….”, dijo en español.
“Lamento lo que hice”’ dijo.
Aseguró estar contento, y pidió a su familia que no estuviera triste. Él se iría con Dios, les dijo. Aconsejó a los niños a obedecer a sus padres y aprender de sus errores.
“Vivan su vida al máximo, sólo tenemos una vida”.
“Gracias Dios, voy contigo”, fueron sus últimas palabras.
“GLEN NO DEBIÓ MORIR”
Su vida acabó como jamás lo hubiera imaginado. Quizá sufrió mucho, aunque nadie lo escuchó. Fue víctima de la violencia, del odio, y quizá de su propia confianza en otro ser humano. De su muerte se conocen los últimos momentos, por el dolor que le causaron, pero de su vida queda el recuerdo en sus familiares y en las personas que lo quisieron, y lo respetaron.
“No debió morir”, expresa una amiga que lo recuerda.
“Era una persona extremadamente amable”, dicen mientras ven el recorte de periódico que narra su obituario.
Glen Ernst Lich nació en 1948, en Fredericksburg, al oeste de San Antonio, en el mismo lugar en que se asentó una importante colonia de descendientes de alemanes.
Su vida fue dedicada al estudio, y después a la enseñanza. Poseía varios grados de maestría y un doctorado. Se dice que podía leer en siete idiomas, y hablar al menos tres.
Lich se graduó en el Colegio de Armada de Estados Unidos, y sirvió en embajadas de EU en Bucarest, Romania, y en Ljubljana, Eslovenia. Fue condecorado por los gobiernos de Eslovenia y Checoslovaquia.
Además de estudiar en universidades de Texas, también asistió al Instituto Goethe, en Alemania y la Universidad de Viena. Su doctorado es de la Christian University, narra el obituario publicado en el Kerrville Daiy Times.
Aunque su vida fue abruptamente cortada, su trabajo permanece. Así lo constató El Mañana en un recorrido por Texas.
En el segundo piso de la biblioteca de Kerryville, en la sección de Texas, se encuentran dos ediciones de sus libros sobre la historia de los alemanes que llegaron a Texas a vivir, en busca de la libertad que no pudieron tener en Europa.
“Cultura alemana en Texas: Una tierra libre”, se titula el libro que también resguarda la sociedad histórica del condado.
Después de 17 años de ser asesinado a golpes, Glen Ernst Lich sigue vivo en el recuerdo, y en sus palabras escritas.
Sin embargo, el hombre que le quitó la vida, el que fue acusado por este crimen sin sentido, un mexicano nacido en Nuevo Laredo, ayer fue ejecutado en el estado de Texas, en donde los criminales pueden enfrentar la pena máxima, en la prisión de Huntsville.
Víctima y victimario han muerto, los dos de manera violenta, aunque sólo uno tuvo oportunidad de defenderse, de manera infructuosa.
OPINIONES DIVIDIDAS
Para conocer cómo viven una ejecución los ciudadanos de Huntsville, visitamos el Café Texas fundado en 1936 y ahí encontramos aspectos importantes sobre el llamado “paredón de la muerte”.
Esteban, quien desde hace más de 35 años visita este lugar antes de las 6:00 horas para saborear un taza de café negro con dos de azúcar, nos cuenta que él no está de acuerdo con el castigo de matar a una persona, que la decisión de arrebatarle la vida a un ser humano no corresponde a las autoridades.
Idea que no comparte Mike, un texano de más de 60 años, vestido con overol de mezclilla, botas de trabajo industrial y una gorra con la leyenda de Texas, quien señala tajantemente que muchas de las personas que son ejecutadas se lo merecen como castigo porque la mayoría son asesinos.
En ese lugar nos encontramos también con Leonor Beltrán, una mexicana que hace 30 años dejó su natal San Luis Potosí junto con sus padres.
Desde hace 14 años trabaja atendiendo a los clientes de la cafetería. Está tan compenetrada con esta ciudad, que aquí conoció a su esposo (también de origen mexicano) y tiene un hijo que nació en este país.
Tras dar un profundo respiro y moviendo las manos hacia adelante como una forma de despejarse momentáneamente del presente para dar un viaje por el pasado, nos narró lo que sintió la primera vez que supo de una ejecución.
“Es intimidante, yo no había experimentado esto, la cafetería está a dos cuadras de la prisión, Cuando un cliente me dijo que habían ejecutado a uno más, no si era mexicano o de otra nacionalidad, sentí una mezcla de miedo e impotencia, que me provocaba una profunda tristeza.
“Nadie somos para quitarle la vida a alguien y menos castigándolo con su vida”, sentenció.