
Ciego e inválido “Chapín” regresó a su natal Guatemala con las lluvias de septiembre de 2012. Cuatro años antes –con más ilusiones que dinero en sus bolsillos–, el humilde carpintero dejó su patria centroamericana con rumbo a un norte desconocido, buscando un mejor futuro para él y su empobrecida familia.
Cuando en su mente aún no tenía el plan de emprender una aventura como migrante, la mayor parte de la historia de Francisco Lastor Mejía, “Chapín” para sus amigos, se escribía en Escuintla, Guatemala, un sombrío paraíso tropical ubicado a 90 kilómetros al sur de la capital y a unos cuantos pasos de las costas del Pacífico. Desde que recuerda, su vida la pasaba entre la madera, los clavos y usadas herramientas.
Sus amigos y familiares conservan la imagen de ese Francisco trabajador que siempre quiso salir adelante, pero en esta tierra tan rica en recursos naturales como en pobreza, laborar más de ocho horas diarias no siempre se traduce en prosperidad.
Corría el año 2001 y las deudas agobiaban a Francisco. Por eso un día no dudó y decidió lo que miles en su país: irse a probar suerte a Estados Unidos.
Sin más patrimonio que un terreno ubicado en el caserío de Cantón Chupol, en el departamento (Estado) de Chichicastenango, a 140 kilómetros al noroeste de la capital guatemalteca, el carpintero obtuvo un préstamo de 16 mil quetzales (cerca de 26 mil pesos),
suficiente para pagarle al “coyote” que lo llevaría a la Unión Americana.
Así, en julio de 2001, inició su odisea junto a un puñado de paisanos con los mismos sueños de bienestar. De Escuintla a Tecún Umán, en la frontera con México. Ya en territorio azteca, el viaje siguió a Ciudad Hidalgo, Chiapas; luego a Minatitlán, Veracruz, y otra escala fue Puebla.
Extranjeros al fin, ninguno en el grupo se dio cuenta que viajaban en sentido contrario a la frontera… y las cosas empeoraron al arribar a la Ciudad de México.
“El ‘coyote’ nos delató con las autoridades de Migración y me deportaron”, recuerda Francisco, postrado en una cama del Hospital General de Reynosa, donde permaneció internado por más de un mes, debido a una seria infección en una pierna que casi lo lleva a la tumba.
Frustrado por regresar a Guatemala sin los montones de dólares, “Chapín” buscó refugio en el alcohol y las drogas. Era tanta su adicción que un día Jessica, su pareja decidió irse, llevándose consigo a Oneida Michelle, la única hija de ambos.
Sin familia y una deuda que cada día crecía más, por los ventajosos intereses del prestamista que se quedó con su terreno, Francisco decidió volver a intentar llegar a Estados Unidos, en esta ocasión sin “coyote” de por medio.
Era el año 2008, los medios locales lo declaraban como el período más violento en la historia de Guatemala, con más de seis mil 100 personas asesinadas en asaltos y riñas. Y en ese entorno el carpintero se preparaba para intentarlo de nuevo.
Sus sueños iban metidos en una vieja mochila colgada en su brazo con lo mínimo de ropa: ofrecerle una buena educación a su hija, apoyar económicamente a su anciano padre, recuperar su casa y equipar la modesta carpintería que, con muchos sacrificios, había abierto en sociedad con su cuñado.
Los volcanes de Agua, de Fuego y Pacaya –gigantes de piedra que resguardan esta comunidad–, despidieron impávidos a otro de sus hermanos que viajaba hacia el norte con la ilusión de prosperar.
Sin más capital que 10 quetzales (15 pesos), ingresó a territorio mexicano por Ciudad Hidalgo, Chiapas. Ahí encontró refugio en un albergue donde, tras tres días de estadía, fue detectado por las autoridades migratorias que lo volvieron a deportar.
Francisco no se dio por vencido, ni era momento de ponerse a llorar ni cruzarse de brazos. Como pudo consiguió 20 quetzales (30 pesos) y pudo llegar a Tapachula, capital de Chiapas, donde buscó trabajo.
Sin opciones, mendigó en las calles para sobrevivir. Comenzó a pedir comida y dinero a la gente hasta que logró juntar lo suficiente para seguir su camino hacía Mapastepec y luego a Arriaga, bordeando las blancas arenas de las playas del Pacífico.
Apenas había recorrido 284 kilómetros en territorio desconocido, pero para Francisco eran como haberle dado la vuelta al mundo.
En Arriaga se mezcló en la masa humana que espera paciente el momento de montar a “La Bestia”, como se le conoce al ferrocarril utilizado por más de 200 mil migrantes al año para acercarse al norte de México.
“Sobre el tren vi a cientos de personas: niños, jóvenes, ancianos y hasta mujeres embarazadas que arriesgaban sus vidas para llegar a Estados Unidos”, recordó.
Aferrado al monstruo de acero, Francisco comprobó que las historias que se cuentan sobre “La Bestia” son reales, sobre muertos o mutilados al caer en las vías por dormitar cuando viajan arriba de los vagones.
“Fue horrible porque vi cómo varios murieron al caer durante el trayecto. Yo me agarraba fuerte para no caerme”, mencionó.
Sufriendo hambre y frío, “Chapín” llegó a Ixtepec, Oaxaca, donde nuevamente buscó trabajo; al no obtenerlo fue albergado en un refugio para migrantes que le brindó cobijo por tres días, suficientes para recobrar fuerzas y volver a subir a “La Bestia”.
Sin embargo, las largas horas sin poder dormir y la falta de alimentos cobraron su cuota: cayó del tren cuando pasaban por Matías Romero, Oaxaca, la puerta de entrada al Istmo de Tehuantepec.
Golpeado y aturdido, Francisco esquivó la Policía y a los agentes de Migración que ven a los indocumentados como apetitosas presas para extorsionarlos. Con el estómago vacío pasó la noche, y la mañana siguiente, como pudo, con su físico deteriorado, volvió a subir al convoy de acero que lo llevó hasta Tierra Blanca, Veracruz.
A 900 kilómetros de su natal Escuintla y sin comunicación con su familia, la suerte de “Chapin” mejoró. Al fin obtuvo un empleo de ayudante de albañil.
“Estaba feliz, ya comenzaba a ganar mi dinerito, pero me asaltaron unos tipos y me quitaron lo poco que había juntado”, recordó.
Triste y sin ver un poco de Estados Unidos en el horizonte, Francisco volvió a subirse a un tren que creía sería “La Bestia”, pero en realidad era el expreso a Querétaro, a donde llegó desorientado y sin un peso en la bolsa.
Un golpe de suerte lo puso sobre uno de los vagones de mercancía que tendría como destino final la frontera norte de México. La sed la saciaba con agua de lluvia y el hambre se la quitaba con las frutas de los árboles que alcanzaba a arrancar durante el trayecto.
Y cuando estaba por llegar a la etapa intermedia de su viaje y poder ver Estados Unidos del otro lado del río Bravo, la nostalgia comenzó a invadir al carpintero guatemalteco.
“Tenía en mi mente a mi padre, a mis hermanos y los demás familiares que se habían quedado en Guatemala”, mencionó.
Llegó hasta Celaya, Guanajuato, donde pasó la noche pidiendo dinero y comida. Y una vez que juntó algunos pesos volvió a subir al tren para continuar el tortuoso viaje, burlando las vallas migratorias.
En San Luis Potosí encontró cobijo, atención y comida en una casa de migrantes. Descansó seis días y en el séptimo partió hacia Monterrey, Nuevo León, donde otra vez tuvo que pedir limosna para llevar comida a su estómago. Para ese entonces tenía varios kilos menos de peso.
Faltaban menos de 250 kilómetros. Y el viaje de la ciudad industrial pintada de verde por la Sierra Madre, que le recordaban a su país, a la frontera, fue como un suspiro para Francisco. Estaba feliz de colocarse en la antesala de su sueño, tras 45 días y dos mil 363 kilómetros de zozobra y sufrimiento.
DE SENTON
Abril llegó con el insoportable calor de la antesala del verano reynosense y “Chapín” pisó por primera vez en su vida tierras tamaulipecas. Pero entonces sucedió algo que ni siquiera este migrante puede explicar: estando a las puertas de Estados Unidos, nunca intentó cruzar la frontera.
Como un fantasma, Francisco vagó por entre el trajín de las calles del centro de la ciudad. Cualquier zaguán era bueno para resguardarse del sol que cae a plomo, el laberinto de mezquites de las riberas del río Bravo siempre fueron un excelente escondite para consumir alcohol o inhalantes.
Casi consumido por los vicios, Francisco, de 37 años de edad, fue acogido por el Centro de Rehabilitación Cristiano “Victory Home” que se convirtió en su hogar. Los voluntarios le dieron ropa, comida y un techo. Y como extra, Dios empezó a entrar en su alma, por vez primera. Sobre todo, cuando estaba consciente.
Pero su recuperación no fue sencilla. En sus delirios de abstinencia, Francisco se escapó en varias ocasiones del albergue, incluso saltando de un tercer piso; arriesgaba una vida que ya poco importaba. Lejos de su patria y de su familia que lo daban por muerto enterrado en alguna fosa clandestina, o ahogado en las peligrosas aguas del río Bravo.
“Mis compañeros y el pastor hablaban conmigo pero yo no entendía razones, y a pesar de que me invitaban a que tomara un buen camino y me rehabilitara, no hacía caso”, dijo.
En uno de sus escapes del refugio, Francisco consiguió empleo como recolector de fierro viejo. Ahora sí –pensaba– tendría dinero suficiente para cruzar a la Unión Americana.
Así, los calurosos días de la frontera tamaulipeca transcurrían subido en una destartalada camioneta, sobre la cual Francisco y sus compañeros recorrían las calles de Reynosa juntando fierro viejo de casas y negocios.
Aunque el sueldo era modesto, cubría las pocas pretenciosas necesidades de “Chapín”, que de carpintero ya no tenía nada. Sin embargo, la mala suerte era fiel compañera.
Un día de 2010 (Francisco no puede ubicar con exactitud la fecha), tras concluir la jornada laboral, intentó subir a la caja trasera de una camioneta pick-up que lo llevaría a la casa que le brindaba refugio.
Un descuido se convirtió en su peor tragedia, por si faltaba una en su tormentosa vida. Resbaló del vehículo en marcha y su pesado cuerpo azotó en el pavimento. Sentado, cuando Francisco intentó incorporarse, se dio cuenta que no podía.
El tiempo pareció detenerse, y no obstante sus esfuerzos “Chapín” no logró ponerse en pie. Su columna vertebral estaba partida en dos.
En ese momento, mientras permanecía tirado sobre el pavimento bajo el ardiente sol fronterizo, no imaginaba su futuro: estaría postrado de por vida en una silla de ruedas, sin posibilidades de volver a caminar. Regresar a Guatemala era casi imposible.
Dos años atrás había perdido todo contacto con Escuintla. Y su
familia prácticamente ya lo había sepultado, en su mente y en un panteón sin cuerpo presente.
“Mis compañeros querían llevarme al hospital pero sabían que me pedirían documentos, y por mi nacionalidad me denunciarían con las autoridades de Migración. Por eso supliqué que me llevaran al albergue”, narró.
En el refugio fue recibido nuevamente a pesar de sus condiciones físicas. Al ver la inmovilidad de su cintura hacia abajo, los encargados del lugar buscaron atención médica para conocer la gravedad de sus lesiones.
Los estudios fueron contundentes: Francisco sólo tendría un diez por ciento de posibilidades de volver a caminar.
La noticia sumió en una profunda depresión al guatemalteco; la incertidumbre lo agobiaba pues en sus condiciones físicas estaba solo y en un país extraño.
Pero las cosas empeoraron. Producto del golpe, “Chapín” empezó a perder la memoria y la vista de manera gradual. En sus peores días estaba postrado en una cama, sin posibilidades de ver el mundo y con un escaso recuerdo de quién era y de dónde venía.
“En una de esas ocasiones tomé pastillas con la finalidad de terminar con mi vida, pero Dios me quebrantó el corazón”, recordó.
Su angustia era tanta que no deseaba el apoyo de nadie. Tuvieron que pasar unos meses para que se resignara a su destino, y con la ayuda de su fe intentar pasar los mejores días en el albergue cristiano.
Aunque en su nuevo hogar le daban techo, comida y una vieja silla de ruedas, Francisco quería ganar su propio dinero. Por ello comenzó a vender dulces y chocolates afuera de las oficinas.
Ni siquiera el inclemente sol de verano, o los crudos fríos de invierno, eran suficientes para desalentar a “Chapín”. Todos los días estaba ofreciendo sus productos para ganar lo necesario para comprar sus medicinas y realizarse sus curaciones.
Pero la calma duró poco. En abril de 2012 la salud de Francisco empeoró y unas llagas en la pierna derecha, debido a la inmovilidad, empezaron a crecer e infectarse.
Preocupados por la impresionante herida, los voluntarios del albergue llevaron a Francisco a la Cruz Roja, donde intentaron curarlo sin éxito.
Conforme pasaba el tiempo las llagas eran más grandes y un día de julio, durante una curación, las heridas de “Chapín” comenzaron a sangrar sin control.
Fue llevado al Hospital General de Reynosa donde los médicos diagnosticaron una severa infección que, si hubiera llegado al canal sanguíneo, el paciente seguramente hubiera tenido un fatal desenlace.
Francisco permaneció internado en el hospital público durante un mes en una área restringida, junto a otros internos de escasos recursos, para evitar que sus heridas nuevamente se infectaran.
Segregado del resto de la población, la soledad agobiaba al una vez carpintero de Escuintla, y la depresión era su nueva enemiga.
En los momentos de mayor desaliento para “Chapín” apareció un voluntario de “Victory Home” de nombre Oscar, que se convirtió en su mejor medicina.
Con el tratamiento, las curaciones y el aliento de su amigo, el estado de salud de Francisco tuvo un repunte. Su semblante y estado de ánimo cambiaron, el color regresó a su rostro y hasta ganó algunos kilos.
Con la ayuda de voluntarias del Departamento de Trabajo Social del nosocomio, empezó a recibir medicinas, ropa, pañales para adulto y hasta una silla de ruedas nueva. Este artefacto llegó en una enorme caja de cartón que, al abrirse, hizo uno de los sonidos que nunca olvidará “Chapín”.
“Vi la gracia de Dios porque recibí ayuda de personas que ni me conocían. Me trataron como un príncipe”, mencionó.
Lo urgente estaba resuelto: Francisco quería seguir viviendo. Pero faltaba por cumplírsele un sueño más: viajar de regreso a Guatemala, con la frustración de nunca haber pisado Estados Unidos.
Autoridades migratorias y diplomáticas mexicanas y guatemaltecas que conocieron la historia a través de la prensa, ayudaron a cristalizar lo que parecía imposible: el regreso de Francisco a su patria en avión, algo que nunca imaginó.
Francisco Gabriel Ponce Lara, coordinador de la Cruz Roja en Reynosa, se ofreció como voluntario
para llevar a su nuevo amigo de regreso a casa, para brindarle auxilio sobre las nubes de ser necesario.
Los días pasaron rápido. “Chapín” fue dado de alta y esperaba con ansia el 3 de septiembre, día del viaje a su natal Guatemala.
Horas antes, en su segundo hogar que fue el centro de rehabilitación, estaba reservada otra sorpresa al más desvalido de sus huéspedes. El domingo de culto, 24 horas antes del adiós, todos en la comunidad organizaron una comida en honor a “Chapín”.
Emocionado hasta las lágrimas, el guatemalteco con corazón mexicano agradeció el amor que le brindaron sus amigos que lo despidieron con abrazos, ropa, perfumes y la promesa de volverse a encontrar.
La noche previa al primer (y más importante) viaje en avión de su vida, Francisco Lastor Mejía no pudo conciliar el sueño. Su mente era un rollo de película que pasaba escenas de su patria, su familiares, sus tradiciones, sus olores y su comida. Pero sobre todo quería llegar para abrazar a su anciano padre que un día lo vio partir hacia el norte.
AL FIN EN CASA
La noche cae sobre La Aurora, el aeropuerto internacional de la capital guatemalteca. Nubes negras en el horizonte anuncian tormenta.
A esta hora la actividad es casi nula. Unos aburridos policías pasan el tiempo fumando, mientras hacen como que vigilan el puente que comunica el área de “Salidas” de la desolada terminal aérea.
Un helicóptero emerge de unas nubes que, amenazantes, anuncian con truenos su arribo a la ciudad. Durante unos segundos el paso de la nave sobre el cielo capitalino rompe la apacible tranquilidad del atardecer centroamericano.
Un grupo de hombres, mujeres y niños bajan de la caja de una pick-up color azul metálico que ya tuvo sus mejores días. El contingente se acomoda en una zona del puente desde donde, gracias a la elevación, es posible ver una parte de los andenes del aeropuerto, a mil metros de distancia.
Estirando el cuello buscan a lo lejos la ambulancia de la Cruz Roja guatemalteca que, desde hace un par de horas, espera el arribo del vuelo procedente de la Ciudad de México.
Curioso, un policía se acerca. Las mujeres portan los típicos trajes de las indígenas locales; se hacen a un lado, resguardan con sus brazos a sus bebés, y forman un compacto grupo que mira receloso al agente de la ley.
Uno de hombres toma la palabra. Explica que esperan a su primo/hermano/hijo/tío/sobrino, Francisco, que regresa a casa repatriado desde México.
Un grupo de reporteros también aguardan la llegada del migrante. Tras un breve diálogo la familia reconoce a los reporteros quienes, según ellos y las notas de Prensa Libre, tuvieron que ver con el regreso de su pariente.
De inmediato las miradas desconfiadas desaparecen y las sonrisas se dibujan en los rostros del grupo. El diálogo se vuelve ameno y los familiares, entre agradecimientos y frases optimistas, revelan que Juana, la hermana menor de Francisco, será la primera
en recibirlo en la sala de espera del aeropuerto, allá a mil metros de distancia.
Media hora después el grupo ha dejado de ser la novedad en el puente. Los policías regresan al tabaco y la oscuridad ha terminado de caer sobre la capital guatemalteca.
Un jet de Aeroméxico toca suelo chapín. Lentamente se acomoda en uno de los andenes del aeropuerto y poco a poco sus pasajeros comienzan a descender.
Los corazones se aceleran y la vista se agudiza. Todos quieren ser el primero en reconocer la figura de Francisco portado en su inseparable silla de ruedas, regresando por fin a la patria que abandonó hace cuatro años.
El último de los pasajeros sale del gusano metálico que sirve de puente entre la nave y la terminal aérea, pero de Francisco ni sus luces. Impacientes, sus familiares y los reporteros comienzan a elaborar teorías que ayuden a apaciguar la angustia de no verlo salir.
Las miradas permanecen clavadas a mil metros de distancia, un momento en el pasillo y otro en la ambulancia, esperando observar algún indicio de “Chapín”, que sigue sin bajar del avión.
Veinte minutos después unos hombres ingresan a la nave con una camilla. No pasa mucho tiempo hasta que, por fin, montado en su silla de ruedas y escoltado por paramédicos de la Cruz Roja y funcionarios del gobierno guatemalteco, Francisco sale del avión. Al fin está en su patria.
Cuando finalmente quedan frente a frente, Juana y su hermano menor se funden en un abrazo que esperó cuatro años en concretarse.
“Te extrañé mucho”, dice él.
“Yo también”, contesta ella.
Tomados de la mano desean que este momento sea eterno, pero hay que seguir avanzando. Escuintla, 90 kilómetros al sur, los espera.
Tras una larga sesión de fotografías –todos quieren un recuerdo de este momento–, Francisco es subido a la camilla y después a la ambulancia.
A mil metros de distancia la familia ríe, agita en lo alto las manos enviando un saludo que nadie puede ver.
Cuando se dan cuenta que la ambulancia va a avanzar, corren al acceso del aeropuerto por donde va a salir el vehículo con su primo/hermano/hijo/tío/sobrino.
La noche de la capital guatemalteca se ilumina con la roja luz de la torretas de la unidad motriz que, tras abandonar la terminal aérea, se estaciona unos metros más adelante para permitir a todos, quienes hicieron el viaje, saludar a Francisco.
Uno a uno se van acercando con “Chapín”. El pregunta sus nombres para poder reconocerlos; sus ojos no pueden distinguirlos y sus voces han dejado de ser familiares. Cuando los identifica su rostro se ilumina, más aún que la destellante luz roja de la torreta que ambienta el momento.
Ante esta escena el cielo no desentona: una tormenta cae violenta sobre la ciudad de Guatemala. Los familiares corren a la vieja camioneta pick-up color azul metálico, mientras la ambulancia, sirena encendida, se abre paso en el laberinto de calles que conforman la ciudad.
El camino de regreso a casa es una culebra de asfalto que baja zigzagueante por las montañas que resguardan la capital.
Atrás queda el endemoniado tráfico que se ha convertido en el dolor de cabeza de los chapines. La lluvia cesa y una agradable brisa refresca el ambiente.
De pronto, el Volcán de Fuego reclama las miradas. Esa noche ha decidido escupir furioso una vereda de lava color naranja intenso.
Un paramédico bromea con Francisco: “mirá… hasta el volcán quiso celebrar tu regreso con fuegos pirotécnicos…”. El migrante sólo sonríe, sabe que no puede ver el show en su honor. Aún así es feliz.
BRAZOS AL AIRE
Escuintla de noche es poco menos que siniestra. Quienes la visitan son recibidos por calles angostas y oscuras, casuchas de madera, viejas construcciones de ladrillo, cantinas sin puertas o ventanas que no lucen más adorno que carteles con las ofertas de la cerveza Gallo, el orgullo etílico local.
Este poblado que se encuentra apenas a unos kilómetros de la costa del Pacífico, nació y creció junto a la carretera que bifurca a las dos fronteras de Guatemala: de México y El Salvador.
De acuerdo a Prensa Libre, el periódico más importante de la
nación, Escuintla se encuentra en el top 3 de las regiones más peligrosas del país, con una altísima tasa de asaltos y homicidios.
Diariamente las páginas del matutino dan cuenta de cuerpos sin vida abandonados en cualquier terreno al lado de la carretera. Al observar la exuberante vegetación que rodea a esta región de clima tropical, el visitante puede entender la facilidad que tienen los delincuentes para desechar los cadáveres de sus víctimas.
Pasan de las diez de la noche y la ambulancia se abre paso en las reducidas calles de Escuintla. Curiosas, algunas personas que aún permanecen afuera de sus casas, agudizan la mirada intentando reconocer a quién lleva el vehículo.
Es extraño, aunque el ambiente es sombrío, nadie en la ambulancia luce preocupado. La felicidad de Francisco, quien cada vez se siente más cerca de su hogar, es suficiente para contagiar a todos.
Desde una esquina que sirve de acceso a un reducido callejón, un hombre hace señas a los paramédicos, avisándoles dónde es la entrada para la vivienda de la familia Lastor.
Lentas y tediosas maniobras son necesarias para meter el vehículo a la breve callejuela donde, al fondo, un grupo de personas esperan ansiosas.
Como si el pasajero fuera una celebridad, cámaras, vecinos y los “mirones” vigilan expectantes el arribo del vehículo. Las luces de la ambulancia anuncian algo grande y todos esperan el momento en que volverán a ver al carpintero que hace cuatro años empeñó su casa, partió hacia el norte, desapareció por más de dos años… y al que todos daban por muerto.
Cuando las ruedas de la camilla tocan la calle del hogar familiar, Francisco levanta los brazos al aire y, emocionado, exclama un profundo agradecimiento a Dios. No falta quien aplauda.
Abriéndose paso entre la gente que rodea la silla de ruedas donde por fin es colocado, Francisco sonríe mientras siente la cariñosa bienvenida de sus seres queridos.
Las mujeres lloran lágrimas de felicidad, los hombres sonríen, y los más pequeños miran curiosos a quien esta noche acapara todas las miradas.
Decenas de manos tocan el hombro de Francisco, y algunas bocas besan sus mejillas; bastantes brazos lo rodean con un cálido apretón de bienvenida.
Mientras avanza por la casa que su familia construyó con sus propias manos, alguien lleva a “Chapín” a una habitación contigua, donde descansa el padre del migrante.
El encuentro, emotivo, no es tan agradable. Francisco no sabía que desde hace cuatro meses su viejo ha perdido casi por completo la capacidad para desplazarse por su cuenta, por una embolia que lo golpeó como un mazo, en un viaje de negocios.
Y aunque el cuerpo del reducido anciano parece no responder, su mente y su corazón le dicen que el hombre que tiene enfrente es el hijo que despidió hace cuatro años, el mismo que pensaba que estaba enterrado en alguna fosa clandestina de Tamaulipas, ésas que hace dos años salieron en todos los periódicos.
Haciendo un esfuerzo supremo, el anciano logra mover su cuerpo apenas unos centímetros, suficientes para fundirse en un abrazo con su hijo.
Lloran y se dicen frases en dialecto quiché; se tocan, comprueban que la presencia que tienen enfrente no es un sueño.
Frente al hombre que le dio la vida, Francisco no aguanta más y se quiebra. De su boca comienzan a salir palabras en una lengua que pensaba ya había olvidado, y le pide perdón al indefenso anciano.
Todos en la habitación no pueden contener las lágrimas. La escena es conmovedora.
De vuelta a la sala de la casa, “Chapín” quiere despedirse de sus compañeros de viaje, luego de recorrer dos mil 52 kilómetros de regreso a casa por tierra y aire; por México y Guatemala.
Uno a uno, paramédicos, reporteros y amigos reciben un abrazo del migrante en silla de ruedas. Una bolsa con manzanas es un regalo por el favor de haber regresado a Francisco a su patria.
Los Lastor y los Mejía no tienen más qué dar. Y tampoco era necesario.
El reloj marcaba las 22:30 horas del lunes 3 de septiembre, los nuevos amigos dejaron a la familia sola, para celebrar el regreso de su hijo pródigo. Cuentan que la fiesta duró hasta casi las tres de la mañana.
CALDO DE POLLO CON TAMALES
El sol emergió detrás de los gigantes de piedra que rodean a Escuintla. La sombría tranquilidad de la noche centroamericana se rompe con el estruendo de las motonetas y camiones que atraviesan el pueblo.
Esa fresca mañana de septiembre nadie se levantó temprano en el hogar de Francisco. Sólo las mujeres se dieron tiempo para ir al mercado y comprar lo necesario para el festín de bienvenida: caldo de pollo con tamales.
A diferencia del norte de México, donde los tamales son aderezados con chile de color y carne de puerco, en Escuintla y el resto de Guatemala son pequeños y rechonchos, sin más aderezo que un poco de sal.
Pero cuando se combinan con el generoso caldo de pollo que preparan las mujeres Lastor, esta bola de masa sabe al paraíso y la sonrisa en el rostro de “Chapín” lo confirma.
Desde que se despertó, hasta la hora de la comida, Francisco ha pasado el día sentado a un lado de su padre, intentando conversar.
Las palabras que se intercambian no son profundas; se escuchan algunas bromas y recuerdos de tiempos pasados.
En un momento de la comida, todos en la casa se concentran en su plato, sus tortillas y sus tamales y dejan a Francisco solo con sus pensamientos. Pocos se dan cuenta de la expresión de felicidad del migrante.
Un reportero se acerca y comienza a recordar con Francisco los sucesos de los meses recientes, cuando en una cama de hospital y en riesgo de muerte, externó que su único deseo era volver a Guatemala.
Como si fuera un mal sueño, relató los momentos difíciles en la frontera, los días de hambre, y las noches nubladas por las drogas y el alcohol.
Todo está grabado en la mente de “Chapín”, salvo una etapa que todavía no puede recordar: su accidente.
La historia la ha podido construir con pedazos de relatos de amigos, extraños y terceros. Se sincera al decir que ningún recuerdo tiene del día en que cayó de la camioneta.
“Es como si me hubieran cortado un cable en la cabeza”, dice.
El incidente es un pasado irremediable. Hoy Francisco sólo quiere disfrutar a su familia, resolver qué será de su vida y encontrar la forma de reunir los 16 mil quetzales (26 mil pesos) para recuperar la casa que empeñó para viajar al norte.
No tiene idea de cómo le va a hacer para ganarse la vida. Tampoco quiere ser una carga para su hermana Juana quien, como sucedió cuando ambos eran unos niños, se encargaba de cuidarlo.
Sabe que ya no podrá regresar a la carpintería de su cuñado, el mismo que hace años le ofreció un sueldo de 100 quetzales (157 pesos) a la semana, para que no se fuera.
“Chapín” está seguro que Dios le va a mostrar el camino para ganarse unas monedas y salir adelante.
Pese a perder la vista y estar inválido, Francisco está feliz, no deja de dar gracias a Dios, e insiste que es alguien con mucha suerte.
–¿Qué es lo que sientes que Dios te ha quitado?–, pregunta el reportero.
–Nada, Dios no me ha quitado nada, al contrario, me ha dado la posibilidad de regresar a mi casa y por ello doy gracias–.
Tras la respuesta, el silencio. Como el silencio de la noche cuando la fiesta terminó en Escuintla: “Chapín” ya había regresado.
Salen de Guatemala 14 migrantes por hora
De acuerdo a un estudio de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cada año un promedio de 14 personas por hora abandona Guatemala buscando llegar a Estados Unidos, reveló Elizabeth Enríquez, coordinadora ejecutiva de la Mesa Nacional para las Migraciones.
Precisó que esta investigación ha revelado que anualmente entre 120 y 125 mil personas salen de esta nación centroamericana buscando cruzar ilegalmente a la Unión Americana.
Sin embargo, el reforzamiento de las políticas migratorias y la vigilancia que ejercen las autoridades mexicanas, han provocado que una cuarta parte de todos estos migrantes no logren su objetivo y sean detenidos.
“Las deportaciones han aumentado a partir del año 2008, el año pasado cerramos con 30 mil deportados desde Estados Unidos y 32 mil desde México y este año al 31 de agosto ya vamos en 27 mil 999 desde Estados Unidos y 26 mil desde México”, sentenció.
La coordinadora del grupo que aglutina a diversos organismos sociales interesados en el problema de la migración, lamentó que en México el número de deportados guatemaltecos se haya incrementado de manera exponencial.
“En el caso de México se nos dificulta contabilizar a los deportados porque hicieron un jueguito de palabras, dicen que tienen devoluciones voluntarias y repatriaciones que al final son repatriaciones, entonces esos 26 mil podrían multiplicarse hasta 60 mil.
Por otra parte, lamentó que la única manera en la que el gobierno de este país puede apoyar a un compatriota a regresar a su tierra, es si pierde la vida.
“En Guatemala existe un fondo para la repatriación pero es solamente para cadáveres y hasta eso, es muy difícil poder recibir estos recursos”, finalizó.
Abandonados por el Estado
En Guatemala no existe una política oficial de protección a los migrantes y sus familias, denunció Gilda Morales Trujillo, procuradora adjunta del procurador de los derechos humanos en Guatemala.
Explicó que desgraciadamente el tema de la migración aunque es importante, por la cantidad de personas que abandonan el país buscando llegar a Estados Unidos, no le importa demasiado a las autoridades gubernamentales.
“No hay una política oficial, es una carencia que tiene el gobierno de Guatemala, es una carencia que tiene para los residentes de su país, que no les da acceso al trabajo, a la salud, a la educación y a todos los servicios públicos”, expresó.
Morales Trujillo indicó que en este país los migrantes están completamente abandonados, situación que se empeora una vez que cruzan la frontera e ingresan a territorio mexicano.
“En la ruta que siguen los migrantes sus derechos humanos son violentados. Al momento en que entran en territorio mexicano estas personas sufren abusos de autoridad, pero sobre todo, cuando se asoman a la frontera con Estados Unidos tienen que enfrentarse a quienes los rechazan, a quienes no los tratan con la dignidad que se debe de tratar a un ser humano”, dijo.
La procuradora adjunta lamentó los riesgos que tienen que enfrentar los migrantes en su intento por llegar a Estados Unidos en búsqueda de una mejor calidad de vida.
“Estas personas que viven un exilio de carácter económico están arriesgando todo en búsqueda de una mejor vida ya que su país de origen no puede darles lo que necesitan”, finalizó.
Migración provoca una fractura cultural
Un alto porcentaje de los niños guatemaltecos están siendo educados por sus abuelos provocando una fractura cultural, aseguró Miriam Lissette Pineda Chinchilla, diputada en el Congreso de la República de Guatemala.
“Debido a que los padres salen de sus hogares buscando ofrecer una mejor calidad de vida a sus hijos, estos son dejados a los abuelos generando un rompimiento en cuanto a las edades”, explicó.
Señaló que estos menores enfrentan problemas de formación que no se resuelven con dinero.
“Es lamentable pues los padres creen que enviando el dinero de Estados Unidos están resolviendo el problema. Sin embargo, no piensan en la fractura cultural y generacional. Panorama que se repite y aumenta constantemente en el país y en las naciones de América Latina”, señaló.
Este escenario incita a un aumento en los índices delictivos, la falta de valores, problemas psicológicos por abandono, falta de identidad, entre otros.
“Los menores a cargo de terceros (abuelos) carecen de valores y respeto, muestra de ello es que no se someten a las reglas de los abuelos y se respaldan amenazando que llamarán a sus padres que están fuera”, sentenció.
La legisladora reveló que los índices delictivos se siguen elevando en Guatemala; y coincidentemente los lugares con mayor violencia y pandillerismo son aquellos que anualmente ocupan los primeros lugares en la lista de expulsión de migrantes.
Lamentó que los adultos mayores, además de quedarse solos, se quedan con trabajo extra pues tienen que estar a cargo de sus nietos.
Víctimas de codiciosos prestamistas
Por 50 mil quetzales (80 mil pesos), muchos migrantes están perdiendo su patrimonio al dejar sus casas empeñadas para reunir el dinero a fin de pagar un “coyote”, denunció la secretaria ejecutiva del Consejo Nacional de Atención al Migrante de Guatemala (Conamigua), Alejandra Gordillo.
Explicó que prestamistas se aprovechan de la necesidad de estas personas, ya que en Guatemala es muy difícil obtener un crédito y más para las personas de extracción humilde.
“Difícilmente pueden recibir un crédito de una institución bancaria ya que no saben leer ni escribir, incluso algunas veces ni siquiera hablan castellano”, mencionó.
Y añadió: “Existen casos donde los migrantes pagan la deuda, pero el usurero ya tiene firmado un documento donde él es el nuevo propietario. La avaricia los lleva hasta cobrarles renta por habitar su propio hogar o venderles su propiedad por más de lo que les prestaron”.
Lamentó que las autoridades no atiendan estos casos, Conamigua tiene cerca de 20 meses denunciando esta situación, sin embargo, el avance es poco.
Aseguró que este es un fenómeno generalizado en Guatemala.
“Existe un prestamista que tiene 200 casas en una sola región y que ahora las anuncia en venta”, finalizó.