
Estados Unidos es, quizá, uno de los pocos países del mundo en el que decenas de personas convierten en un circo mediático la muerte de un hombre.
El ajusticiamiento por inyección letal del mexicano José Ernesto Medellín, la noche del pasado 5 de agosto en Huntsville, Texas –una pequeña población ubicada a 110 kilómetros al norte de Houston– revivió una vieja lucha entre grupos defensores de los derechos humanos y organizaciones a favor de la pena capital, que no pierden la oportunidad para mezclar este tema con su agenda antiinmigrante.
Ni siquiera la impresionante tormenta que cayó durante todo el día en esta pequeña población texana, producida por el paso de la tormenta tropical “Eduardo”, fue suficiente para alejar a los manifestantes, quienes deseaban externar su opinión sobre este tema.
Cuando faltaban más de cinco horas para la ceremonia –programada para las 18:00 horas– comenzaron a llegar los primeros grupos de manifestantes, entre ellos Jorge y Blanca López, de la Fundación Dereck López.
Este matrimonio originario de Morelia, Michoacán, en México, pero con varios años viviendo en Forth Worth, Texas, hizo acto de presencia frente a los rojos muros de la prisión conocida como “The Walls” (Las Paredes), para manifestarse totalmente imparciales: no deseaban la muerte de Medellín pero tampoco que se le perdonara la vida.
Lo que estas personas buscaban era manifestar su apoyo y solidaridad para las familias de todos los involucrados en esta tragedia pues, aseguraron, conocen muy de cerca el dolor de perder a un hijo o, en su caso, una hija.
En octubre de 2002, Dereck Denice López, de 18 años de edad, fue atropellada por un conductor ebrio que fue detenido y condenado por el crimen.
Sin embargo, esto fue un pobre consuelo para el matrimonio, pues tras el percance su hija permaneció en estado de coma durante varios días. Finalmente Dereck Denice falleció, dejando truncada una prometedora carrera deportiva, pues pertenecía al equipo nacional de Estados Unidos de Tae Kwon Do.
“Estamos aquí porque queremos decir que estamos de acuerdo con que las leyes de este país se cumplan; sin embargo, también queremos dar nuestra solidaridad y apoyo a las familias tanto de Medellín como las de las jóvenes que fueron asesinadas, pues sabemos del dolor que es perder a un ser querido y que no importa lo que hagas, nada te lo va a regresar”, expresó Jorge López.
INICIA EL ESPECTACULO
Tristemente, los López fueron los únicos en recordar que en esta jornada un hombre iba a perder la vida y tres familias estaban envueltas en el luto.
Colocados en esquinas opuestas a la prisión, los grupos de manifestantes a favor y en contra de la pena capital dieron a los medios de comunicación –de países tan lejanos como Chile– las declaraciones e imágenes que las cámaras estaban esperando para un evento de este tipo.
Ahí estaban todos, desde el anciano que aseguraba que Medellín sólo necesitaba arrepentirse de sus pecados para ganar la gloria eterna, hasta los radicales que acusaban al gobierno de Texas y Estados Unidos de fascistas, racistas y asesinos, por condenar a un hombre que aceptó ante un jurado haber asesinando y violado a dos adolescentes en 1993.
Incluso, entre estos manifestantes se encontraba Andrés Latayade, un ex reo que caminó más de 2 mil 700 kilómetros –desde Nueva Jersey hasta Texas– para protestar por la aplicación de la pena capital.
“Duré 56 días caminando, acabé en Austin, Texas, en la casa del gobernador. Yo hablé con más de mil personas que pensaban que estaban de acuerdo a la pena de muerte pero después de que hablé con ellos cambiaron su manera de pensar”, indicó.
Para Latayade, como para el resto de los manifestantes en contra de la ejecución de los reos, existen alternativas de castigo para los asesinos y violadores, como la cadena perpetua.
A una cuadra de quienes se manifestaron en pro de la vida se encontraban aquellos que esperaban con ansia el momento en que José Ernesto Medellín muriera por inyección letal.
Sus pancartas prometían “el infierno” para el reo neolaredense, y nunca clarificaron si sus manifestaciones eran de apoyo a la pena capital –que en el Estado de Texas se ha aplicado a 409 personas– o en contra de los migrantes ilegales que llegan a Estados Unidos.
A juzgar por las pancartas que portaban, estas personas estaban más preocupadas por la presencia de inmigrantes en sus comunidades estadounidenses, que por la discusión sobre la eficacia de la pena de muerte para prevenir el crimen.
“Los extranjeros ilegales… están ahogando América” o “23 americanos son asesinados cada día por extranjeros ilegales”, eran apenas algunos de los mensajes xenofóbicos que estos grupos dejaban ver en sus letreros.
EL SUSPENSO DE LA MUERTE
Conforme se acercaba la hora de la ejecución de José Ernesto Medellín, la tensión entre los medios y los manifestantes comenzó a crecer. Cada movimiento en el interior del penal y cada persona que ingresaba a la cárcel eran grabadas por las cámaras.
Entre la lista de las 41 personas autorizadas para presenciar la muerte del reo mexicano se encontraban Adolfo Peña y Randy Eartman, los padres de Jennifer y Elizabeth, las jóvenes asesinadas por el grupo de pandilleros entre los que se encontraba Medellín.
Cuando faltaban 15 minutos para las 5 de la tarde y escoltados por un guardia penitenciario, los padres de las jóvenes ingresaron al presidio.
Aprovechando que muy pocos reporteros los conocen, el grupo de amigos de Medellín convocado para presenciar su ajusticiamiento, ingresó a “Las Paredes” con muy poca atención de la prensa.
Entre estas personas se encontraba Sandra Crisp, una amiga del condenado a muerte que fue designada por éste como la responsable de disponer de sus restos mortales después de la sentencia, ya que el neolaredense no deseaba que nadie de su familia estuviera en Huntsville al momento en que muriera.
Cuando faltaba un minuto para las seis de la tarde –la hora programada para la ejecución– el drama que los medios esperaban comenzó a fabricarse.
Tras el sonido de las seis campanadas del reloj de la cárcel que marcaba el momento en el que supuestamente Medellín comenzaría a morir, el grupo de manifestantes pro pena de muerte aplaudió y gritó, celebrando la hora del inicio del castigo.
Sin embargo, 13 minutos después la situación dió un giro dramático, pues Jason Clark, vocero del Departamento de Justicia Criminal del Estado de Texas (TDCJ por sus siglas en inglés) sorprendió a todos al anunciar que el evento estaba suspendido.
El motivo: los abogados de Medellín habían interpuesto una apelación ante la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos sobre la legalidad de la sentencia, misma que debía de resolverse antes de que el neolaredense fuera ejecutado.
Y es que de acuerdo a la defensa legal del mexicano, cuando éste fue detenido, la policía de Houston no le informó que tenía el derecho de recibir apoyo del Consulado de México, con lo que se violentaban sus garantías individuales.
La obligatoriedad de los presos de recibir apoyo de sus consulados es una determinación del Tribunal Internacional de La Haya, que hasta la fecha no ha sido acatada por el Estado de Texas por considerar que violenta su soberanía.
Y aunque entre los abogados del mexicano y aquellos que apoyaban la cancelación de su sentencia de muerte existía mucha confianza de que los argumentos legales podían detener el ajusticiamiento, el gobierno de Texas había asegurado en múltiples ocasiones que no pretendía atender las disposiciones internacionales.
Tuvieron que pasar tres horas y media para que finalmente los magistrados estadounidenses desecharan los recursos de los abogados de Medellín.
A las 9:15 de la noche, cuando los medios estaban más preocupados porque la ejecución alcanzara a los cierres de edición o los noticieros nocturnos, Michelle Lyons, vocera del TDCJ, salió para anunciarle a los reporteros que tras la decisión de los jueces estadounidenses, la sentencia se cumpliría.
A las 9:35 de la noche, los testigos de la ejecución del convicto –entre los que se encontraban cinco periodistas– fueron escoltados al interior de la cárcel, signo inequívoco de que le quedaban unos minutos de vida al tamaulipeco.
A las 10 de la noche cuando todo estaba terminado, Patricia Giovine, corresponsal de la agencia EFE en El Paso, Texas, confirmó la muerte del reo mexicano y, visiblemente consternada, narró sus últimos momentos de vida.
“Sus últimas palabras fueron hacia los familiares de las víctimas, a quienes les dijo: ‘siento mucho que mis acciones les hayan causado dolor, espero que esto les traiga el cierre emocional que buscan. No odien’ y luego, volteando a ver a sus testigos, les dijo en dos ocasiones: ‘los amo’ para luego bajar la cabeza de decirle al guardia ‘estoy listo’”, sentenció.
La comunicadora aseguró que durante todo el procedimiento Medellín lució tranquilo e incluso sonrió. Curiosamente y aunque durante las últimas semanas el reo estuvo manifestando su ascendencia tamaulipeca, sus últimas palabras fueron en inglés.
Minutos después, Adolfo Peña y Randy Ertman, padres de las adolescentes asesinadas por Medellín, salieron de la cárcel para hablar con los reporteros y expresarles su agradecimiento con el gobierno de Texas por haber matado al asesino de sus hijas.
“¿Qué es lo que sentimos? Justicia, justicia por esas dos pequeñas que fueron asesinadas de manera tan brutal”, expresó Adolfo Peña ante los reporteros.
Cabe señalar que los padres de las chicas muertas no quisieron responder ninguna pregunta a los medios de comunicación mexicanos.
Y mientras unos celebraban la muerte de Medellín, aquellos que habían manifestado en contra de la pena de muerte, no pudieron ocultar su dolor por la ejecución del reo.
Al enterarse de la noticia, una amiga del neolaredense, quien no quiso dar su nombre pero se encontraba entre los manifestantes, sufrió un ataque de histeria, mismo que fue aprovechado por los fotógrafos para conseguir las imágenes dramáticas que necesitaban.
De pronto, la figura de una mujer visiblemente consternada llamó la atención de todos. Era Mira Aceituno, madre de Heriberto Chi, un ciudadano hondureño ejecutado dos días después que Medellín, con quien compartía los alegatos legales con los cuales esperaba salvar su vida.
Sin pronunciar palabra pero tampoco sin dejar de llorar, la mujer que portaba una camiseta con la fotografía de su hijo, hoy muerto, era el símbolo del dolor de las madres de los condenados a muerte.
Aunque las escenas fueron dramáticas, no faltaron quienes extrañaron la presencia de la familia Medellín, una prole que no termina de sufrir con este caso pues Venancio, el hermano menor del ejecutado, también está purgando una condena por su participación en el crimen que le costó la vida a José Ernesto.
De hecho, lo que le salvó la vida a este joven es que cuando participó en el homicidio apenas tenía 14 años de edad, por lo cual recibió una condena de 40 años de cárcel.
Al final de la jornada, tras el frenesí mediático y las protestas de aquellos que están en contra y a favor de la pena de muerte, las calles aledañas a la prisión “Las Paredes” sólo se quedaron con el dolor de las familias de todos los protagonistas de esta historia, quienes tendrán que vivir sabiendo que nunca más van a poder abrazar a sus seres queridos.