Aparece, primero, un hombre viejo, con unos lentes de silueta inconfundible: es el padre Marcial Maciel. No se dice su nombre, pero comparece ante un jerarca de la iglesia, que le ordena retirarse de la vida pública.
Luego se muestra a un adulto joven que, afectado por algún suceso del pasado, echa a volar la memoria y recuerda sus días de infancia, en el seminario. Algo le ocurrió en el internado. Todos ya saben qué.
“Obediencia Perfecta” no menciona nunca a Maciel, el mexicano fundador de los Legionarios de Cristo que, al revelarse su pasado de pederasta, su relación con mujeres y los hijos que tuvo con ellas, provocó uno de los mayores escándalos de la iglesia del último siglo.
La película no hace referencia directa a él, pero su imagen está presente a lo largo de toda la trama del director debutante Luis Urquiza, que pretende recrear las monstruosidades del cura pederasta, solapado por Juan Pablo II.
Buscando ocultar el nombre del ya fallecido Maciel, lo remarcan, con su repulsiva doble moral, su poder seductor, carisma y liderazgo pernicioso, al frente de una institución, como la Iglesia católica, que profesa el amor al próximo, la honestidad y todos esos sentimientos con los que el sacerdote estaba reñido.
El poster promocional de la cinta parece un chiste. Aparece el viejo sacerdote, en primer plano, y de fondo, un chico de espaldas, tomando una ducha. Con ese nivel escandaloso se mantiene la cinta, que relata un hecho de tabloides, como una suculenta historia de Casos de Alarma. El nombre del cura, llamado en esta historia Ángel de la Cruz, se antoja como una broma. En lugar de Legionarios, los cofrades son los Cruzados.
Juan Manuel Bernal, bien seleccionado para el papel, hace una interpretación cercana a la caricatura. Idéntico en apariencia, se presenta como un hombre religioso, rodeado de misticismo, al servicio de la lujuria. En el seminario, espía a los chicos en las duchas. La erección la tiene en los ojos.
Está rodeado de sacerdotes, santos varones, que son cómplices de sus indecencias, y trabajan como auxiliares perversos para domesticar a la chamacada. Todos son guapos y amanerados, unos más que otros.
Urquiza se tomó sus libertades para ridiculizar a Maciel y, por momentos, se excede. En su retiro campestre, el cura licencioso fornica con una creyente. Luego, con una copa en la mano, coloca en el tornamesas un disco LP de los Rolling Stones. La canción que suena es “Simpatía por el Diablo”. El padre baila con el sabor del sexo reciente.
En otro momento, tiene al muchacho en su punto, para someterlo a su esclavitud sexual. Para entrar en el mood de animación, con el chico de sus fantasías, pone otro disco, este con la canción “Popotitos”, y baila como un sultán en su reino de placer pederasta.
Desafortunadamente, la cinta carece de tensión dramática. Presenta, en imágenes, los acontecimientos que ya son de dominio público. Imagina cómo pudieron ser. Pero el guión coescrito con Ernesto Alcocer, basado en su obra de ficción “Perversidad”, no les añade más que insana expectación. En el claustro los muchachos tienen extraños encierros con el sacerdote, quien alega risibles padecimientos para que los futuros curas lo alivien.
Los muchachos sufren por la infamia, pero sus progenitores no les creen. Y los malvados preceptores tranquilizan a los señores, señalándoles que todo son viles mentiras adolescentes.
Maciel prepara a los muchachos, los alecciona, los seduce, los va llevando con artes de viejo degenerado hacia su matadero privado, lejos del mundanal ruido, donde sólo Dios es testigo de sus tropelías. El joven actor Sebastián Aguirre, en el papel del religiosito elegido, hace un gran trabajo como la víctima preferida del sátiro.
El aprendiz de cura, atrapado en el deber hacia el superior al que le debe completa sumisión, sabe que incurre en pecado, pero se siente dominado, imposibilitado para actuar en una dinámica que, por lo demás, parece disfrutar, porque el endemoniado religioso ha hecho un gran trabajo para darle gozo secreto al niño que comienza a abrirse a los misterios de la vida.
La cinta mueve a la reflexión sobre los acontecimientos que ocurren intramuros, en los claustros religiosos. Y cuestiona a las instituciones religiosas por imponer obediencia a los estudiantes y a los padres, por creer ciegamente en religiosos que son seres humanos, tan pecadores y llenos de apetitos y debilidades como cualquiera.
Con un desenlace sin clímax, la película se diluye hacia el final, y termina sin un gran momento, algún gran giro, siquiera un castigo severo, para enseñar el sufrimiento que estaba obligado a padecer el depredador de infantes, que se murió y se fue carcajeándose de todos los creyentes, mientras emprendía su viaje al infierno.