Existen evidencias que derriban el mito de que el gran “Ídolo del Pueblo” no murió en aquel fatídico accidente del 15 de abril de 1957, y de que el supuesto Pedro vivo fue un imitador. Con su carrera en declive el afamado actor se dedicó a transportar mercancías en su avioneta. En el que fue su último viaje a la capital del país se presumió que llevaba tinas repletas con pescado. El periodista e investigador mexicano, Fortino Cisneros, así lo recuerda.
En una tierra de grandes leyendas la vida y obra de un modesto, agradecido y fraterno mexicano permanece en la memoria del público gracias a su carisma y legado artístico. A más de 66 años de su muerte Pedro Infante Cruz sigue siendo tema de interés nacional.
Apenas y terminó la instrucción primaria. Desde chico desempeñó diversos trabajos en los que destacó por su responsabilidad, buen carácter y dedicación. Su vocación innata era la música, definida por muchos como el lenguaje de Dios. Y la llevó por dentro y por fuera, en el buen sentido de la palabra.
Personalmente conocí a Pedro Infante en la Feria de la Uva, en Parras de la Fuente, Coahuila, a principios de los años cincuenta. Inició su recital con El Hijo del Pueblo, de José Alfredo Jiménez, que había grabado para Discos Peerles en 1951.
Ni que decir que mágicamente se echó a la bolsa a todos los oyentes, aún a los que no gustaban de la música ranchera. No es mucho decir que la canción y el encanto de Pedro influyeron en la formación emocional de una buena parte de los aborígenes de la época.
A mediados de esa misma década el país inició su proceso de transformación: el México rural emigró a la ciudad y, aunque debió luchar con denuedo para lograr un lugar en la sociedad citadina, no se quedó al margen.
La gloriosa tarea de los maestros de provincia, como instrumentos pacíficos de la Revolución, les dotó la formación necesaria para ocupar un lugar en el taller, en la fábrica, en la industria, en los servicios, en las oficinas y en el gobierno, desde barrenderos hasta funcionarios de alto nivel.
El fastuoso cine norteamericano de la época, con Clark Gable, Elizabeth Taylor, Rock Hudson, Doris Day, James Dean, Kim Novak, era visto como una fantasía absoluta.
Se vivían, se sentían, se gozaban más las comedias rancheras con Jorge Negrete, Luis Aguilar, María Félix, Dolores del Río, Elsa Aguirre, Silvia Pinal; los tremendos dramas de Pedro Armendáriz, Marga López, Gloria Marín, los hermanos Soler, Arturo de Córdova; la comicidad de Cantinflas, Tin Tan, Joaquín Pardavé, Vitola, Chachita y Resortes.
Transversalmente en todos esos géneros apareció la figura de Pedro Infante. Sin una formación actoral sólida se dejó dirigir e hizo lo que sabía. No fue Cantinflas, Negrete ni Armendariz; fue, con absoluto aplomo, el personaje que encarnó en cada película: un ranchero, un norteño, un sureño, un pillo, un monstruo, un miserable, un vagabundo, un inocente, un hermano, un seductor, un enamorado, un galán, un potentado, un inválido, un ángel y un ser encantador en sus múltiples facetas.
En la cima de su carrera, Pedro Infante obtuvo el reconocimiento internacional que no pudo disfrutar. El 2 de junio de 1957, compitiendo con las mejores películas del mundo, en Alemania, Pedro ganó el premio al mejor actor en el Festival de Berlín, enfrentando a Marlon Brando por La casa de té de la luna de agosto; Henry Fonda por Doce hombres en pugna y Glenn Ford por La casa de té de la luna de agosto. Recibió el premio su mamá, doña Refugio Cruz; Pedro había muerto en un accidente de aviación.
SU PROPIA HISTORIA
En su misma voz dijo Pedro Infante Cruz: “Pues verá, mi cuate, nací en Mazatlán, Sinaloa, pero salí muy escuincle de la tierra de los venados y me fui a vivir a Guamúchil, a donde me llevaron mis padres, ya cerca del ingenio azucarero de Los Mochis.
En mi familia nadie más le hacía al arte ni teníamos antecedentes de esa clase. Entre mi madre y yo sosteníamos el hogar. Mi primer trabajo fue de mandadero en la Casa Melchor, de Guamúchil, una empresa que vendía implementos agrícolas; me pagaban 15 pesos al mes por barrer y hacer los mandados; como tenía la sangre liviana le caí bien a los jefes y pronto alcance el grado de general en jefe de los mandaderos de la casa.
Cuando me cayó gordo el jefe de los mozos, decidí aprender un oficio, para lo cual me metí a la carpintería de don Jerónimo Bustillos y ahí fue donde aprendí el honroso oficio de la carpintería que, como todos saben, era la profesión de Cristo, redentor de la humanidad.
Yo no pude estudiar porque jamás tuve tiempo de ir a la escuela. Siendo aún niño tuve que enfrentarme a la vida, por lo tanto, no poseo un lenguaje florido. Si de algo puedo ufanarme, aunque no lo hago, es de haber luchado toda mi vida; de haber vencido a la miseria, de haber proporcionado a mis padres una vejez tranquila y de haber ayudado a mis hermanos, que era la ilusión de mi vida pues, aunque fuera de tono, yo me aprecio de ser un buen hijo y de querer a mi sangre, como creo que debe ser…
Todo lo que soy se lo debo al público; ese público tan generoso y querido que me ha dado más de lo que yo esperaba. Mis padres se vinieron a vivir aquí conmigo aunque a una casa aparte de la que yo habito.
Entre Jesús Bustillos, hijo de mi maestro, y yo, construimos, como Dios nos dio a entender, una guitarra y nos pusimos a pulsarla; fue así como aprendí a tocar ese instrumento. Como pude, me puse a estudiar un poco y formé la orquesta que llamamos La Rabia; cobrábamos 10 centavos por pieza que ejecutábamos en los cabarets de Guamuchil, allá por 1933, cuando ya tenía 16 años de edad; hasta que por fin me llamaron de Guasave, a una orquesta de más prestigio. En 1939 conocí a un maestro de secundaria que me animó a venir a México.
Mi ángel protector fue el ingeniero José Luis Ugalde, quien me ayudó a entrar a la XEB y me dio maravillosos consejos. Para 1946, con 26 años, bajo la dirección de Guillermo Kornhauser grabé para discos Peerles Las Mañanitas y Rosalía, un disco del que se vendieron 18 mil copias. El milagro de la grabación de discos fue uno de los pasos definitivos de mi carrera, porque no hay otra cosa como las grabaciones que hacen volar las canciones y se obtiene un mayor rendimiento del esfuerzo que se despliega una sola vez.
EL GRAN ACTOR
Se dice que la suerte es el factor determinante en la vida del ser humano. Hay un viejo y
conocido refrán que reza: “Cuanto te toca, aunque te quites; cuando no, aunque te pongas”. Pedro Infante Cruz tenía un oído musical extraordinario; pero, una voz limitada; no hablaba con fluidez y tenía un marcado acento costeño; su estatura era baja en comparación del promedio; era muy simpático y dicharachero, pero carecía de carácter.
Sin embargo, es una de las figuras centrales del cine de la Época de Oro en México, enumerando algunos de sus más notables éxitos.
“En mis primeras apariciones en el cine: Puedes irte de mi, La Feria de las Flores, Jesusita en Chihuahua y La Razón de la Culpa, me tuvieron que doblar la voz porque seguía con mi acento. Los hermanos Rodríguez fueron los que me dieron el impulso definitivo. Con los Rodríguez inicié mi mejor serie de películas: Cuando habla el corazón, Escándalo de estrellas, Viva mi desgracia, Arriba las mujeres, Cuando lloran los valientes. Para Producciones Grovas hice Si me han de matar mañana, La barca de oro y Soy charro de Rancho Grande.
“De vuelta con los Rodríguez hice Los tres García, Vuelven los García, Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Los tres huastecos, Angelitos negros, Las mujeres de mi general, Dos tipos de Cuidado, Escuela de vagabundos, Reportaje, ATM, La vida no vale nada, Ansiedad, Escuela de Música y Escuela de rateros. Para Producciones Matouk hice El Inocente y con la Doña, Tizoc”, evocó Pedro.
Al final de la entrevista afirmó el Ídolo de los pobres: “Me siento muy feliz y tranquilo porque he podido dar algo a mis familiares y amigos… ¿Qué más puedo pedir”.
En 1957, con varias de sus películas en cartelera, Pedro Infante decidió hacer una gira artística por Sudamérica. A su regreso, se dijo que había tenido un ingreso de 80 mil dólares, con lo cual se alejaba de los “pobrecitos”, sin llegar a ser potentado. Tenía ambiciosas propuestas fílmicas; pero, su sentido de la realidad, que nunca perdió, lo llevó por otro camino.
En El inocente, aunque salió airoso, ya no conservaba la chispa y la simpatía que demostró en Escuela de Vagabundos, cuando emprendió su etapa de internacionalización. La calvicie y las pelucas eran cada vez más evidentes, su voz perdía registro, sus limitaciones culturales se convirtieron en un impedimento para atender las demandas de Europa; en fin, que se percató de que su vida de artista tenía ya muy poco futuro, por más optimista que fuera.
Aprendió a volar, obtuvo su licencia como capitán piloto aviador y sumó casi tres mil horas de vuelo. Compró acciones de la empresa Tamsa (Transportes Aéreos de México). Adquirió tres aviones y volaba con frecuencia de la Ciudad de México a Mérida, Yucatán, donde tenía una bonita propiedad.
Un testimonio dudoso de RSS, dice: “Mi madre (María Teresa Tamayo), platica que en varias ocasiones trató a Pedro Infante quien siempre se portó sencillamente encantador con ella. Pedro visitaba frecuentemente las oficinas de Tamsa de Fray Servando para usar el radio con el que se comunicaba a las aeronaves; siempre, dice mi madre, entraba con una gran sonrisa saludando cariñosamente a los empleados y, sobre todo, a las empleadas (coquetísimo dice mi madre).
Dice que tenía un carácter muy especial, una especie de tímido conquistador, sumamente sencillo y siempre alegre, juguetón, bromista, un niñote pues”.
Un niñote que trabajó junto a las mujeres más hermosas del cine mexicano: María Félix, Elsa Aguirre, Miroslava, Silvia Pinal, por citar sólo algunas; pero que prefería a mujeres más sencillas, como su última esposa, Irma Dorantes. Pedro no era rico ni educado; no frecuentaba los círculos sociales, intelectuales, empresariales o políticos. Por ello es inverosímil la historia de que Miguel Alemán Velasco lo hubiera mandado matar u ocultar de por vida, por celos hacía Pedro por su trato con la que sería su esposa Christiane Martel, una mujer bellísima de mucho mundo y con altas pretensiones.
La versión se desmorona cuando se recuerda que Pedro era un hombre agradecido. Agradecido con Dios, con sus padres, con sus amigos, con el público y con todos los que tuvieron que ver con su ascenso al estrellato. Un hombre con esa cualidad esencial en el ser humano, no iba a traicionar a quien influyó como jurado en el Festival de Cine de Berlín, para que ganara el Oso de Plata al mejor actor.
Tampoco es creíble la fantasía de que Antonio Pedro fue Pedro Infante viejo. Para ganarse la vida (Antonio Pedro Hurtado Borjón) lo imitó en la voz; pero, aparte de que era más alto, carecía de la simpatía de Pedro.
El “Ídolo del Pueblo” de México murió en un accidente aéreo. El primer accidente que sufrió fue en 1947 en el aeropuerto local de Guasave, Sinaloa; el actor impactó el aeroplano que maniobraba causándole una herida en el mentón. El segundo percance del que, afortunadamente, salió con vida, fue en 1949, cuando se quedó sin combustible y estrelló su nave contra un árbol; ahí falleció su esposa Lupita Torrentera.
Y se asegura que él mismo predijo su muerte cuando en el funeral de Blanca Estela Pavón, su compañera de grandes películas, dijo: “Sé que yo también voy a morir en un accidente de aviación”. Pues ¡sí!, con su deceso, surgió la leyenda y el mito.
La realidad es que Pedro Infante vive, pero en sus películas, en sus canciones y en los corazones de la gente, por su forma de ser con la que se identifican los nativos de estas tierras.