E n su regreso a la pantalla grande, Godzilla se ve enorme, espeluznante y magnífico. El rey de los monstruos que hizo su aparición en el clásico de 1954, bajo la dirección del japonés Ishiro Honda, ahora está de regreso, buscando introducirse, una vez más en el pueblo norteamericano, que lo ha visto destruir sus ciudades y que no termina por aceptarlo como una amenaza real.
En esta versión 27 de la creatura más grande creada en cine, Godzilla es presentada por Gareth Edwards en un exasperante striptease, insinuando su presencia con numerosas tomas oscuras, durante la primera hora de la acción. Una táctica de expectación que Steven Spielberg empleó astutamente con Tiburón.
Luego, cuando ya lo muestra, decide lanzarlo a la destrucción, descubriendo al coloso en su desmesurada dimensión, pero sólo durante algunos escasos segundos. La mayor parte del tiempo, sólo se observan los estropicios que deja a su paso.
Este Godzilla 2014 le honra justo tributo a sus antiguos predecesores originales, al surgir, también, del horror generado en Japón después de la detonación de las bombas atómicas en 1945. La criatura alimentada por radiación y convertida en una bestia destructiva, habita en el mar y no se deja ver.
Para esta historia, Edwards hizo una desconcertante inclusión de una subtrama sentimental de corte telenovelero. Bryan Crantson trabaja con su esposa Juliette Binoche en una planta nuclear en Japón, que es devastada por un inexplicable terremoto.
Los dos comparten momentos sentimentales peligrosamente cursis, que parecen ser pasajes demasiado serios para una producción del subgénero Kaiju (monstruos gigantes).
La tragedia deja al científico preguntándose qué ocurrió, pues descree de la versión del desastre sísmico.
La película da un salto en el tiempo en el que el hijo de la pareja, Aaron Taylor-Johnson, está convertido en un militar que, coincidentemente, se encuentra en los momentos y lugares de la desgracia.
Para gran sorpresa de los cinéfilos, la mayor parte de la destrucción no es generada por el lagarto monstruoso, sino por otras dos creaturas tipo cucarachas punk, que emprenden un viaje por el Pacífico hasta llegar a la costa Oeste.
Sin embargo, el encargado de detenerlos es precisamente Godzilla, el monstruo que traerá balance a la naturaleza, aunque entre todos generen una destrucción total de la urbe de San Francisco. Es extraño ver al monstruo siniestro ser aclamado por el gran público como su esperanza.
Más allá de las acusaciones de obesidad hacia Godzilla, hay que agradecer que en esta ocasión se le haya dado un sesgo mucho más humano a la historia, en comparación con la espectacular y risible versión de 1998 de Roland Emerich. Aunque el sentimentalismo es fallido, se le pretende involucrar a la raza humana en la reflexión de los alcances destructivos de su pretendida superioridad para controlar a la naturaleza, lo que deviene en arrogancia, estupidez y muerte.
Godzilla en su pesada dimensión es maravilloso. Las imágenes CGI –nunca imaginadas por sus abuelos japoneses que, en el inicio, representaron al monstruo con personas en botarga, arrasando maquetas- muestran a un animal tan bien definido como nunca antes, y con una dimensión de más de 100 metros.
Lo mejor es mostrarlo lanzando su aliento radiactivo letal, en un dulce color azul, muy diferente al lanzallamas que emergía de sus fauces en otras versiones más rudimentarias.
Desafortunadamente Edwards es tacaño y deja muy poco tiempo en pantalla a Zilla. Tal vez provoque frustración entre quienes querían ver al saurio para adorarlo y admirarlo con horror, como lo hicieron cuando eran niños.