
Lincoln, la nueva mega producción de Steven Spielberg, invierte más de dos horas en explicar cómo el presidente más venerado de Estados Unidos consiguió que el Congreso de su país aprobara la enmienda constitucional que abolía la esclavitud, con lo que terminó la guerra civil del siglo XIX y obtuvo la reunificación del país dividido.
¿El mundo necesitaba conocer esta lección de historia en forma de largometraje?
El director hizo en esta cinta una mezcla soporífera de historia y política en el contexto de una nación que pugnaba por consolidarse, pero su caldo parece una gran serie de televisión con estupendas actuaciones, un despliegue técnico insuperable, y el relato, en uno de sus aspectos más recónditos, de uno de los episodios más trascendentes de la historia de la Unión Americana.
Spielberg responde a una pregunta que ningún cinéfilo fuera de Estados Unidos parece haber planteado: ¿cómo consiguió Abraham Lincoln para convencer a diputados demócratas y republicanos para que aceptaran su trascendente iniciativa de ley?
La respuesta la da en relación al argumento escrito por Tony Kushner, basado en el libro El Genio Político de Abraham Lincoln, de Doris Kearns Goodwin. Indiscutiblemente el asunto es importante, porque ayudó a liberar a los negros en la nación que con el paso de los siglos se convirtió en la más poderosa del mundo. Pero el interés de este asunto es mayormente para los gringos y, eventualmente, para los historiadores.
El drama es exclusivamente legislativo. Aunque hay algunas intimidades de la alcoba presidencial, y un atisbo a la vida familiar del protagónico, la narración está llevada, de manera abrumadora, por el diálogo. Todos son hombres importantes de su tiempo y lo que discuten es trascendente, pero no hay nada de acción. Los personajes hablan y hablan con una monotonía ilustrativa, pero tediosa y carente de sobresaltos.
La atención se concentra en la Cámara de los Representantes, donde se hace un repaso de las intrigas en el poder y las artimañas usadas por los funcionarios y sus asistentes para llegar a sus metas. En medio de ese escenario lleno de lagartos, Lincoln, un hombre aparentemente apocado y de buen corazón, tiene que hacer un fino entramado para aprobar su reforma.
Daniel Day-Lewis hace una memorable interpretación de Abraham Lincoln. Nadie conoció al prócer, pero esta personificación lo regresa de las brumas de la historia y lo presenta como un político que maneja su bajo perfil como una ventaja. Pero, dentro de toda la astucia que puede haber en un tipo que es el presidente de una nación, Day-Lewis consigue mostrarlo como un ser transparente que genuinamente quiere el beneficio para su pueblo.
El irlandés, uno de los mejores intérpretes de su tiempo, no solo ha demostrado su calidad con dos Oscares protagónicos obtenidos, sino que ha dado muestra de haber llegado a un punto creativo genial.
La gran sorpresa que aporta el retrato del mandatario, amado por su sencillez y honestidad, es que, al final, era un ser humano, con virtudes, defectos y una capacidad demoniaca para jugar a la política.
Así lo demostró al conocerse, hasta ahora, la manera nada honesta de obtener los votos añorados para su propósito abolicionista.
Junto al jefe de la nación está su esposa, Mary Todd, encarnada por Sally Field, quien hace un espectacular regreso a la pantalla grande con una aportación dramática intensa. En un mundo dominado por hombres, que ocupan la mayor parte de su tiempo en sus intrigas, ella es la que le recuerda a la clase política que el presidente también tiene una familia y que ha vivido sus propias tragedias.
Lincoln es una espesa aventura política que parece un documental de la televisión oficial norteamericana para presentar a su querido súper héroe en su forma más terrenal y hasta sus últimos días.