
Leonardo Di Caprio sabía exactamente que necesitaba de él Baz Luhrmann para transportar a la pantalla El Gran Gatsby, el clásico literario norteamericano de F. Scott Fitzgerald.
La apuesta era riesgosa. Hasta ahora ningún cineasta ha podido hacerle justicia a la historia de amor en medio de la atmósfera de cinismo de Estados Unidos en los años 20, justo antes de la gran depresión.
Luhrmann ya había demostrado sus hechuras para los grandes dramas de oropel. DiCaprio se convirtió en estrella con la versión hiperestilizada de Romeo y Julieta. Mouline Rouge lo colocó como uno de los grandes maestros de la impostación y parafernalia.
Viejos conocidos, Luhrmann y DiCaprio hicieron excelente mancuerna en El Gran Gatsby. Leo consiguió darle un tono reverente, desenfadado y por momentos cómico al misterioso Jay Gatsby, interpretado con dignidad y señorío.
Pero a la gran anécdota ni el guionista ni el director consiguieron extraerle la parte medular. El Gran Gatsby, en esta nueva versión, sigue sin encontrar el punto preciso en el personaje clásico y sus esfuerzos descomunales por encontrar el amor.
Lhurmann establece, de inicio, un escenario conocido, en el que la vida se disipa en medio de botellas de champán que burbujean, mientras cae confeti y la sensualidad conduce a una búsqueda interminable de placeres. Gatsby es el más grande organizador de fiestas de Nueva York, pero en medio de toda esa orgiástica celebración, él se encuentra etéreo, confundido entre los contertulios, pero sin recibir goce ni satisfacción.
La historia se alarga en escenas editables que se regodean en el colorido, pero que lindan la superficie. Ni Gatsby, ni su misterio consiguen ser tan interesantes.
No hay una sola gran escena. Ligera inicia y termina la aventura de millonario de oscuro pasado.
DiCaprio y Mulligan consiguen hacer una pareja muy bella. Son dos de los mejores actores de su generación. Pero no salta la chispa. El tórrido romance se queda en una serie de estampas crespusculares.
Hay mucha más química entre Gatsby y su confidente, Tobey Maguire. Se aprecia que los dos, amigos en la realidad, se divirtieron mucho haciendo la película e interactuando como cómplices en la aventura prohibida del magnate.
Las comparaciones son inevitables. Robert Redford había hecho la que es, hasta ahora, la versión más conocida del clásico, en 1974, dirigido por Jack Clayton.
Pero aún entonces, el lanzamiento estuvo más impulsado por el reconocimiento del actor, que estaba ardiendo en el candelero de la fama, que por la producción en sí. Redford hace un decente Gatsby, y Mia Farrow está mucho mejor que Mulligan en el papel de la inestable Daisy.
Pero aquí tampoco se enciende la pasión. Aunque hay una producción suntuosa, el drama está lento y se queda en la superficie.
La nueva versión de El Gran Gatsby pasa como un comentario social de la época, con un gran despliegue técnico en el que Luhrmann deja sus huellas digitales por todos lados. El estilo inconfundible hace el trayecto una delicia visual y auditiva, en un paseo saturado por una fragancia embriagadora de frivolidad.
Pero desafortunadamente, no hay un corazón palpitante adentro de la historia.
Más interesante parece el personaje de Maguire, Nick Carraway, primo de Daisy, que se siente atraído por la personalidad magnética del millonario solitario y cómo, siendo testigo presencial, observa los sueños, las locuras, la esperanza, las mentiras y la esperada tragedia a la que va enfilado de manera directa el trío.
El final es nostálgico y como una rúbrica de la decadencia de la época. La despedida triste parece el amanecer apesadumbrado de una de las muchas fiestas que dio el gran Gatsby y de las que, en el momento de la solidaridad, no quedó ni uno de los asistentes.