Tijuana, Baja California, ciudad fronteriza con Estados Unidos, vio nacer el 1 de septiembre de 1976 a un hombre que se convertiría en una de las figuras del pugilismo contemporáneo en México. Un peleador chapado a la antigua, Erik Isaac Morales Elvira, mejor conocido como “El Terrible”.
El tres veces campeón mundial y una vez campeón nacional subió al ring a la edad de los 16 años sin imaginarse lo que el boxeo azteca le tenía deparado. Una vida de éxitos, triunfos y gloria que todo boxeador salido de los barrios pobres de México puede aspirar.
A sus 33 años y con 55 peleas profesionales en su haber, Morales vuelve al ring después de dos años de ausencia iniciando el camino a su máxima meta: conseguir su cuarto título mundial y coronarse como el primer mexicano que lo logra en diferentes categorías.
En exclusiva para Hora Cero, Morales habló acerca de su vida fuera del ring y cómo pudo manejar la fama y la fortuna que el box profesional mexicano le dio la oportunidad de conseguir.
SU NIÑEZ
Sentado en el centro de negocios de un importante hotel de la ciudad de Monterrey, el tres veces campeón del Consejo Mundial de Box (CMB) acomoda su silla, entrecierra los ojos como buscando en su memoria recuerdos de su infancia y con alegría melancólica abre la entrevista.
“Tuve una niñez normal. Crecí en un área difícil de Tijuana. Recuerdo que éramos alrededor de 12 a 15 amiguitos y con ellos formábamos equipos de basquet, fut y de todo lo que se pudiera jugar en la calle.
“Nos divertimos mucho jugando al bote pateado, trompo, yoyo, canicas y la clásica cascarilla hasta altas horas de la noche. Era una época donde podíamos jugar en la calle. Había pocos carros y los problemas de inseguridad eran mínimos”, agrega.
Su infancia giró en torno a la escuela, el gimnasio del ex boxeador José “Olivaritos” Morales, su padre y la calle.
“Siempre practiqué el box, desde los cinco años, pero era parte de todos los deportes que practicaba con mi cuadrilla. Saliendo del gimnasio de mi papá me iba a la calle a jugar.
El tener un padre boxeador influyó en su deseo de convertirse un día en pugilista.
“Claro que sí. Fue la principal causa”, dice Erik mientras sigue escarbando en el baúl de sus recuerdos para agregar.
“El gimnasio de mi padre me dio muchas ventajas muy importantes porque crecí con gente de mucho talento. Fui sparring de muchos grandes peleadores mexicanos y esto me permitió aprender tanto, que cuando me enfrentaba con alguien de mi edad no teníamos el mismo nivel boxístico, porque yo ya sabía cómo quitarme un golpe, los movimientos, inclusive, ya había definido mi estilo de boxeo”.
Se ganó el apodo de “Charal” por su extrema delgadez, pero eso no fue factor para salir avante en sus enfrentamientos amateurs.
“A mis once años ya hacía competencias municipales y estatales. Lamentablemente en ese tiempo no había olimpiada juvenil menor o junior (mayores de 15 años). Pero siempre me probaba con los de esa categoría y les ponía sus ‘madrinas’, antes de las competencias y después, cuando regresaban campeones nacionales, me los volvía a noquear”, recuerda con una sonrisa.
Como todo niño, él mezclaba los juegos con su sueño de llegar a ser boxeador profesional.
“Entre sueño y juego quería ser boxeador”, dice.
“A veces ganaba yo el campeonato, a veces él. Luego yo lo ganaba dos veces y después le tocaba a él ganar, y aún y cuando no teníamos cinturón de campeón, sí nos divertíamos mucho. Esos eran nuestros juegos de ser alguien”, agrega.
Esos juegos con Diego los llevarían a convertirse en la tercera pareja de hermanos campeones y además, campeones invictos al mismo tiempo.
“Muy contentos de haber cumplido un sueño que comenzó como juego. Mi hermano se retiró siendo el número uno del mundo en su categoría en el CMB”, comenta.
El rostro de Erik cambia de la felicidad a la nostalgia, tartamudea como pensando si decir o no lo siguiente y finalmente abre su boca.
“Recuerdo que una semana antes de la pelea de Diego por el título mundial, hablamos y me dijo que ya no quería ser boxeador. Yo no lo podía creer, estaba consternado por la decisión de mi hermano”, recuerda Erik como si ese momento hubiera sido ayer.
“Habíamos contratado un equipo de entrenamiento muy bueno, muy grande y muy caro porque la pelea era en Japón y estábamos decididos a ganar. Entonces, cuando me dijo que ya no quería pelear, tuvimos que parar todo, pagarle a los entrenadores y finalmente se retiró a sus 26 años”.
Hoy Diego se dedica, entre otros negocios, a la promoción del boxeo. Pasó de ser “El Pelucho” a “El Gordo”.
ADOLESCENCIA
Llegó la época de la preparatoria y con ella la vida de la adolescencia donde el mundo te lo quieres comer y como todo puberto, Erik cayó en el juego de la vagancia, las pintas de clases y la popularidad.
“Yo tuve muy buenas calificaciones en toda la primaria y parte de la secundaria”, dice.
“Entré a la preparatoria a los 15 años y tuve la mala suerte de toparme con amigos que me enseñaron la vagancia a otro nivel. Aprendí a jugar billar, salirme de clases y muchas cosas más”, agrega.
Deportista talentoso, fungía como ala en la selección de basquet y medio en la futbol, pero en lo académico se fue rezagando.
“En primer semestre formé parte de la selección de basquetbol, que era exclusiva para los de tercer y quinto semestre, y aunado a eso, entré también al equipo de futbol para reforzarlo. Así es que entre el deporte y la vagancia troné el primer año por faltas”.
Se cambió de escuela pero la historia una vez más se repetía.
“Ahora estaba en una prepa técnica y además de llevar contabilidad tenía que cursar el taller de mecanografía y como no era muy bueno con la máquina, reprobé y me salí de esa escuela”, dice.
Con 16 años cumplidos, prepa trunca y un sueño imposible de cumplir dentro del boxeo amateur, lo orillaron a debutar en el pugilista profesional.
“Eso me llevó a no tener aspiraciones de ser un boxeador olímpico. Era un caso perdido. Entonces debuté en el boxeo profesional”, agrega.
Con el paso de los años, Erik terminaría la preparatoria para cerrar el ciclo educativo y continuar con su ascenso en el box profesional.
“ Al principio hice siete peleas a cuatro rounds”, recuerda.
“Aún no olvido que en la séptima pelea fui sparring del ex boxeador Guadalupe Pintor y al término del entrenamiento me ofrecieron boxear en la pelea de regreso de Lupe. El problema es que ya nadie quería pelear conmigo a cuatro rounds sino a 10 y Lupe me animó a entrarle al reto y desde entonces mis peleas fueron siempre a 10”, agrega.
El ser sparring de muchos peleadores buenos le dio a Erik el nivel y el valor para poder aspirar a ser mejor.
DE ‘CHARAL´ A ‘EL TERRIBLE’
Su apodo se transformó conforme los cambios físicos se reflejaban en él.
“Primero me decían ‘Charal’ por flaco. Después ‘Birote’ por largo y ‘El Terrible’ por como era fuera del ring. Eso fue en el 94 y desde entonces así me identifican”, dice, mientras refresca su garganta con agua embotellada.
Se acomoda en su silla y responde a la pregunta sobre el sentimiento que le genera ganar una batalla.
“Nunca he sentido nada al ganar”, dice mientras se prepara para dar un gancho al hígado con su manera de pensar.
“Desde mi primera victoria hasta cuando gané el título mundial por primera vez me pasó exactamente lo mismo, no sentía nada y entonces saqué mi deducción: no iba a sentir nada porque lo que me costó a mí fue mucho trabajo, mucho esfuerzo, muchos regaños, muchos golpes con los sparrings, muchos sacrificios todos los días y lo que sé y he logrado nadie me lo regaló. Siempre he tenido el apoyo de mi familia, del público y obviamente, la bendición de Dios”, comenta.
Erik reconoce que esa filosofía lo ha llevado a estereotipos erróneos por parte de la gente.
“Mucha gente me ha dicho que soy mamón, arrogante o creído. Pero la realidad es muy simple y fácil”, dice.
“Luché, trabajé, me maté muchos años para aprender algo y tratar de hacerlo. Cuando gano me siento feliz pero no me vuelvo loco arriba del ring como si me hubiera sacado la lotería. Gané porque para eso entrené y me sacrifiqué tantos años”, agrega.
DE LOS VESTIDORES AL RING
El vestidor para el boxeador se convierte en su último analista de las cosas y para Erik es el lugar donde reflexiona sobre su combate.
“Comienza una cuenta regresiva del trabajo. Flashazos de todo lo que ha pasado y de cómo estoy. Viene la incertidumbre por cómo será la pelea, nervios, intranquilo y todo eso lo vivo desde el vestidor hasta que subo al ring”, dice.
“En el momento en que subo al ring, anuncian la pelea y suena la campana, se desvanece todo, comienzan los golpes y me dan el primero… vuelvo a la realidad… me transformo y digo ‘así no nos llevamos y comienza todo’… me vuelvo seguro y me voy con todo contra el rival”, agrega y en su voz se siente la emoción por revivir esos momentos.
Y es que Morales analiza a su oponente.
“Yo estudio a mi rival. Veo su velocidad, movimientos, estrategias. Alrededor de unos 40 segundos me bastan para analizar al que tengo enfrente y pronosticar el daño que me va a hacer y qué tanto daño le haré”, comenta.