Decía Juan Rulfo que se derraman más lágrimas por milagros que se cumplen que por los que no.
Desde el principio de la humanidad el bíblico chivo del sacrificio ha servido para expiar en otros los pecados ajenos.
Crucificadle, ladraban judíos y fariseos al de Nazaret, según el Nuevo Testamento. A fin de cuentas él pagó las culpas de todos, incluso las de sus verdugos. Bueno, a excepción de los centuriones que lo clavaron. Qué mala suerte la del tipo que le picó el costado y se quedó ciego con el líquido pulmonar. La historia no consigna su nombre pero, en serio, qué mala pata la de este soldado histórico que se quedó enceguecido de por vida. El redentor, al final, no pagó los platos; los dejó quebrados y se fue el cielo a sufrir por nuestras bajezas en la tierra.
No estamos acostumbrados a asumir nuestras culpas. Necesitamos que alguien pague por nosotros. Si fuéramos sinceros, no serían necesarios tribunales. Yo fui, su Señoría, lloraría arrepentido el carterista. Se me chorrearon los frenos, cantaría el imprudente conductor que atropelló la vaca en medio de la noche.
Clásico 86. Tigres contra Rayados. Encono vibrante en la ciudad conocida como Sultana del Norte, allá en lo alto de México. Nada se vive tanto en esta ciudad como el futbol. En medio de la cultura cervecera de fin de semana, el balón que rueda marca la tendencia de los ánimos de la ciudad, que se polariza en este día tan especial en el que juegan los dos equipos de casa.
En este partido, como en la gran mayoría, hubo polémica. Ganó Tigres, el equipo representativo de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Descontó 3-2 a Rayados de Monterrey, propiedad de la la poderosa empresa Femsa.
En las postrimerías del encuentro, cerca del final, el delantero de los albiazules, Jared Borgetti, acercó a La Pandilla con un segundo gol de esos que son especialidad, con un soberbio frentazo, como los que conectaba cuando jugaba en la Selección Nacional y era comandante de la Fuerza Aérea Mexicana.
Faltando un minuto hubo dos goles anulados a Rayados: otro a Borgetti y otro más a Jesús Arellano, el jugador insignia de los regiomontanos.
Aquello fue un maremagno en el estadio tecnológico. Inmediatamente después del segundo tanto invalidado, el árbitro silbó el final. Rayados a sufrir y a llorar, y Tigres a felicitarse. Los de bengala tenían razones sobradas para gritar de alegría. Rompían una racha de 17 partidos sin ganar de visitante y aseguraban tres puntitos que le ayudan a salir de la quema del
descenso.
Aunque el triunfo fue polémico, fue válido. Decía Angel Fernández –Dios lo tenga gritando goles en su gloria– que él tenía una fórmula muy sencilla para saber si aquella jugada fue o no gol, si fue o no penal o si había fuera del lugar: “Si el árbitro lo pitó es que sí hubo”, sentenciaba para zanjar la
polémica.
A Rayados ahora les tocó sufrir por el Clásico que añoraban ganar, como siempre se añoran los triunfos en estos juegos de alarido en los que se juega todo, la vida incluso con tal de rescatar el honor.
Lloran los regiomontanos, las pifias arbitrales que ayer celebraban. Ríen ahora los Tigres, por igual, los gazapos del silbante que los pusieron el borde del suicidio en encuentros anteriores.
Estos delicados imprevistos de cada partido son una de las partes que más se celebran en el futbol. Son la pimienta del estofado, el condimento más fuerte del banquete.
¿Aceptaríamos una computadora que sancionara el juego? Podría ocurrir. Hay qué recordar que ya se sofistican los sistemas para marcar las faltas. Hay haces luminosos con los que se pretende detectar el paso completo del balón al arco, o repeticiones instantáneas que alguien busca imponer para corregir posiciones adelantadas que desencadenaron goles dudosos.
El futbol permanece como juego de hombres, con luces y sombras. Nadie queda contento, pero nadie acepta la culpa. No es extraño. Ni siquiera en el edén habría santos que levantaran la mano para reconocer: Anúleme el gol, señor juez, ciertamente estaba adelantado…