
Daniela tenía alma de papalote: libre para llevarla a donde soplara el viento. Y también una suerte de camposanto: daban ganas de llorar al saber las tragedias de todos tamaños y sabores que le acontecían.
Sin embargo -esta frase siempre fue uno de sus mantras favoritos- era echada para adelante. No sabía decir frío aunque la rodeara el hielo y tan pronto caía estaba lista para levantarse y volver a la carga.
Nació lejos, allá donde el cielo sigue siendo azul y el mar ronronea manso en las sudorosas noches de verano.
Desde niña fue terca como el hambre y fuerte como las palmeras que se doblan ante los embates del huracán, pero nunca se quiebran.
Todos los que la querían lo supieron de cierto nomás al verle los ojos atigrados, de un café claro rayando en el verde: Daniela era como los gatos: no la puedes retener porque siempre se está yendo, siempre está en tránsito hacia cualquier otra parte.
Nunca tuvo caso intentar convencerla de echar raíces si desde que llegó al mundo le empezaron a crecer las alas. Primero las de la imaginación, con las que daba la vuelta al mundo 80 veces en un día y aún le quedaba tiempo para jugar futbol y leer un libro de viajes o de poesía.
Luego fueron las alas del cuerpo, las que se afianzan en los pies y nos hacen andariegos. Y así empezó a caminar sin otro rumbo que no fuera “lejos”.
No lo sabía pero, por nacer en el Sur, estaba destinada a buscar vereda, a seguir las estrellas, a hacerse a la mar o a la tierra o al viento porque su sino le impide quedarse quieta.
En el desierto se maravilló y se decepcionó, tuvo miedo y lloró. En Portugal se enamoró y también en Chiapas, pero
no tanto.
En la ciudad más grande del mundo halló un cuarto donde convive con unos gatos y decidió seguir los pasos de Olga, su amiga y alter ego que compartía su mismo campo de batalla: contar historias.
Porque desde que los ojos se le llenaron del verde intenso de la vegetación
-luchando contra el gris paisaje de la ciudad que crece y todo lo quiere engullir, empezando por las personas- a Daniela
le dio por contar historias.
Yo la leo ahora y la recuerdo: a tanto tiempo de entonces, a tanta distancia de la sombra de estos almendros que no la olvidan y del puerto que hace sonar sus sirenas y mis añoranzas cada que vuelve con su espíritu de guerrera alada.