
El incidente no trascendió. Eran cuartos de final en Francia 98. Argentina contra Holanda. El partido que se disputaba en Marsella era sancionado por el juez mexicano Arturo Brizio Carter. El partido estaba en el alambre empatado a un gol, pero en el 89, Bergkamp encajó el mejor gol de la competencia y eliminó a los orgullosos albicelestes, que venían de echar a Inglaterra y se sentían en semifinales.
En las postrimerías del encuentro, el Burrito Ortega se le aproximó peligrosamente al golero de la naranja mecánica, después de que este había cogido el balón, y le asestó un cabezazo. No fue letal, pero el golero teatralizó. Fue suficiente. Brizio echó al atacante pampero.
Terminó el encuentro.
En los túneles, Ortega, endemoniado por la derrota, le espetó a Brizio: “¡Mexicanos de mierda, ladrones, siempre nos roban!”. Brizio le gritó: “¡Ni un paso más y vas y chingas a tu madre!”. Se la mentó tres veces al Burrito, que esa tarde amarga fue simplemente el Burro Ortega.
Los árbitros, son tradicionalmente responsables de todo lo malo que ocurre en el terreno de juego. Eso ocurre en todo el mundo, pero más en el deporte latinoamericano y más en el futbol.
Una noche en Praga, charlando con Marco Rodríguez, me decía que su trabajo es impartir justicia. Dar a cada quien lo que se merece. El Chiquimarco es un hombre místico. Si no lo conociera diría que es un fanático de Dios y del cristianismo. Pero no es capaz de mandar a nadie a la hoguera, aunque sí a las regaderas.
Me dijo que veía repeticiones para analizarse. Y con frecuencia se miraba al espejo para autocriticarse. En esta jugada me equivoqué feamente, reconoce para sí, cada vez que ve una pifia en los resúmenes de los juegos. Una vez, me confesó, echó a un jugador, cuyo nombre me reservaré, por una reclamación. Le había sacado amarilla por una falta. El jugador le dijo: A la noche vas a ver en la repetición que te equivocaste. En el instante le recetó la trágica tarjeta escarlata. Sin piedad.
Los árbitros también son pasionales y aunque los observemos en la televisión y en el estadio indefensos y solitarios entre 22 fieras que los quieren despedazar, tienen trucos para defenderse. Marco no me lo quiso reconocer, pero otro internacional español, que convivía con nosotros, sí. Los silbantes también le mientan la madre a los jugadores en el terreno de juego. Son víctimas eternas de la afición y de los deportistas. Eso tiene sus ventajas. Por esa misma razón, nadie cree a un jugador cuando jura que tal o cual árbitro lo insultó, lo cuál puede ser enteramente cierto porque ocurre y con frecuencia.
El árbitro, insultado y apaleado, puede convertirse en un monstruo de prepotencia. De eso se percatan sólo los que están abajo, en la grama. El árbitro aprovecha a su favor, también, la mímica.
Me comentó el español que durante un encuentro de liga, un jugador lo estaba incomodando, increpándole todas las decisiones. Ese jugador tuvo una clara oportunidad y echó el balón por encima del arco. El silbante se le aproximó y en un susurro le dijo: “Sos un jilipollas”, y se retiró corriendo para esperar el despeje. El jugador enardecido lo persiguió, reclamándole el dicterio. El árbitro hizo ademanes con las manos, pidiéndole que retrocediera, porque se le fue encima el jugador afrentado. Todos vieron que el juez era víctima de un energúmeno. Como el susodicho seguía enfurecido, le sacó la roja directa. En su acta anotó que lo había expulsado por insultos. Al pobre atacante importuno le dieron dos juegos de suspensión.
El árbitro tiene muchas formas de protegerse y al final le queda bien el traje de víctima.