Algunas imágenes filmadas en blanco y negro dan cuenta de algunas jugadas del “Jamaicón” Villegas, el “Pirata” Fuente y Claudio Lostaunau, haciendo algunos regates y disparando al arco. El balón que usan era el saltarín montañés, elaborado con cuero curtido y una vejiga de cabra como cámara de oxígeno.
Esas imágenes son la crónica de lo que alguna vez fue el futbol. Aquellos que eran llamados ídolos hacían jugadas que ahora hasta parecen rústicas, con gambetas elementales y algunos desbordes nada vistosos. Los porteros con sudaderas de cuello de tortuga, y rodilleras acolchonadas, botando la bola tres veces antes de despejar, parecen desconocedores del oficio.
Su indumentaria antidiluviana era elemental. Camisas de algodón crudo y pantalones cortos de nylon. Los zapatos eran de piel, con tacos de goma.
Ahora pueden verse casacas elaboradas con materiales sintéticos que optimizan el rendimiento, con una adecuada distribución del sudor. Los shorts tienen elasticidad aerodinámica. Los tachones se han sofisticado al punto de que pueden ser hechos a la medida del pie, con adecuaciones ergonómicas en el empeine, en eso que llaman la zona dulce.
Las sudaderas de los arqueros tienen, acojinamiento en las partes estratégicas y protección en zonas blandas, con algunos aditamentos que ayudan a eficientar el sufrido trabajo bajo el marco.
La esfera en torno a la cual rotan el juego y el mundo, también ya se sofisticó. Así como la bombilla eléctrica revolucionó a la humanidad, el uso de materiales impermeables, sin costuras y de órbita perfecta, hicieron el futbol una actividad atlética modelo, con sofisticación de la investigación científica al servicio del deporte.
Parece que en el futbol todo evolucionó menos el juego. La difusión masiva de mensajes hace que fenómenos proyecten sus jugadas en todo el planeta y hagan que los aficionados sean encantados por piruetas de fantasía en repeticiones de fin de semana o en antologías de Internet. Desafortunadamente son los menos.
No hay evidencia de que el futbol se haya tornado más lúdico, atractivo, espectacular. Los jugadores han sensualizado su imagen para efectos publicitarios. Los chicos ahora recién debutan y se tiñen el cabello para llamar la atención de los patrocinadores. Con suerte, alguna firma refresquera transnacional o una tarjeta de crédito los convocará para que los represente. Eso, independientemente de su calidad.
Los festejos afrentosos son motivo de práctica entre semana. Los jugadores emplean parte de su creatividad en innovar las maneras de celebrar un gol, con resultados tan vistosos como ridículos. Pero no hay un interés por hacer que en la cancha aumente ese subjetivo valor del jogo bonito. Por el contrario, los sistemas de los técnicos están cada vez más llenos de fosas con cocodrilos en la entrada del área. Baste con decir que el catenacio, el arma más defensiva y más eficiente en la historia del balompié, creada por mentes diabólicas para no perder, para evitar avances del contrario, como una forma cada vez más descarada y reglamentaria de fomentar el antifutbol, ese catenacio es objeto de adoración de los estrategas y planificadores.
Las argucias para comerse el reloj son cada vez más evidentes e impúdicas. Los jugadores se tiran al césped y yacen como fulminados por un trueno, ante la paciencia de los silbantes que los premian llamando a las asistencias para que consuman cinco minutos que no serán repuestos.
¿Podrá resurgir, acaso, la alegría por el juego? ¿Serán, los empresarios y entrenadores capaces de ceder algo a la tribuna a cambio de su enferma codicia de puntos?
Desafortunadamente surgen cada vez menos jugadores como Walter Gaitán, Cuauhtémoc Blanco, Figo, Cristiano Ronaldo o cracks de la misma catadura que hacían del futbol una verdadera celebración.
Es urgente el restablecimiento del futbol alegre.