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Una noche apasionada

14 de diciembre de 2009 por El Tifoso

Conozco a Víctor Manuel Vucetich desde hace años. Lo conocí en un mal momento. Oaxtepec lo había cortado. Tenía 27 años y su prometedora carrera como mediocampista había terminado. Lo habían operado de una apendicitis y como la temporada ya había iniciado, no pudo registrarse. Tuvo asegunes con los directivos y fue obligado a retirarse prematuramente.
Pero si algo aprendió el Vuce de su padre, José Antonio Vucetich Adler, fue a no desesperarse. Don Vuce, como le decíamos, era un argentino que había jugado en Europa e hizo carrera en el Tampico Madero.
En el puerto jaibo nació mi amigo. Luego se hizo estratega prematuramente. Tenía poco de haber cumplido los 30 años cuando ya había ascendido al León. Algunos jugadores eran mayores que él, pero lo respetaban, porque siempre ha sido un tipo que sabe bastante de futbol. De ahí se proyectó al estrellato.
Lleva 25 años dirigiendo. Chucho Ramírez, su contemporáneo, tiene apenas uno, y parece que ya se vació con el América. Los desplantes de Cabañas le han caído en el hígado como una cirrosis y la amargura se le ve en la cara.
Las trompadas de la vida han fortalecido a mi amigo, que se ve en estupenda forma con Rayados, el equipo de la próspera ciudad de Monterrey.
Víctor me invitó el Estadio Tecnológico, casa del equipo de rayas, a ver el partido de ida contra Cruz Azul, en esta final del Apertura 2009 de la liga mexicana. Ese jueves 10 de diciembre disputaba la cuarta final de primera división.
Antes del encuentro me llamó a la habitación del hotel de la concentración y pidió una opinión sobre la alineación que presentaría. Vi el pizarrón de sus estrategias. Estás loco –le espeté con la confianza que nos dan años de confianza–, cuando me anunció que incluiría a Jesús Arellano de inicio. Le advertí de la posibilidad de una decepción. La tribuna va a estar contenta porque quiere al jugador que llaman Cabrito, pero en tu formación hace falta mayor movilidad por el lado derecho. Esa estabilidad te la da Osvaldito (Martínez), le aseguré.
Víctor me dijo que confiaba en sus corazonadas. La respuesta se la dio el Cruz Azul en el primer tiempo. Monterrey fue borrado del mapa. Torrado y Villaluz por el centro, Lozano y Chávez por los costados, hicieron pedazos la media cancha y la defensa de los locales.
Jimmy se regaló dando centros a su sabor. La cabaña del joven Jonathan Orozco parecía una trinchera asediada por obuses. Cuando cayó el primero de su equipo, Víctor Manuel volteó a mi palco y me hizo una señal, retadoramente. Yo, a lo lejos, asenté con la cabeza. Luego vinieron los tres de los celestes y en cada uno, Vuce alzaba los brazos, como disculpándose conmigo. Yo no le dije nada.
En la pausa, los equipos se fueron al vestidor con un 3-1 a favor de La Máquina. Al medio tiempo bajé a las regaderas, como me lo había pedido. Los chamacos regiomontanos entraron cabizbajos. Ni siquiera hizo berrinches Humberto Suazo, el chileno que parece tener salsa en vez de sangre, y que en cada desacuerdo hace un episodio.
Aquello parecía un funeral. Cuando entraron los chicos, Vuce iba tras ellos, también desconcertado por el vaivén cruzazulino. Antes de ingresar, detuve a mi amigo en la puerta. Lo cogí de la magna con fuerza. Él se desperezó, estaba como ido. Le dije al oído: los muchachos están anímicamente derrotados. Víctor Manuel me miró extrañado. Dales una razón para ganar, muéstrales un destino, una luz, están a oscuras, le grité en voz baja con los dientes apretados. El pareció salir del letargo. Me miró sonriendo con los ojos, en ese gesto de complicidad que le conozco cuando está resuelto. Pasé al vestuario con los muchachos. Lo que les dijo, créanme, ni Vince Lombardi lo hubiera fabulado en uno de sus célebres fervorines motivacionales.
Recuerdo cada una de sus palabras, porque fue esa la voz inolvidable de un hombre determinado. Podría repetir la arenga pero, bueno, ustedes saben que el vestidor es sagrado.
Lo que ocurrió después, esa noche, es ya historia.

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