
Más que una doble eliminación, parece el fin de una época.
Barcelona ha cabalgado durante los últimos años como el mejor corcel de la competencia y con orgullo mueve sus crines y enhiesta la cola, como un jamelgo babilonio de la más pura estirpe. Lo merecen los blaugranas. Han hecho todo para consolidarse como el más grande aparato futbolero creador de goles hecho en todas las historias del futbol. En cualquier almanaque, de cualquier año, deberá ser incluido como el perfecto espécimen del conjunto virtuoso que ha demostrado ser en campañas consecutivas que han parecido interminables.
Pero hay semanas como esta, que mejor deben ser olvidadas.
Inexplicablemente, el sábado 21 de abril, en el Camp Nou, fueron abatidos 2-1 por el Real Madrid, que sentía que el agua le llegaba a las narices antes del encuentro y que, después, recibió un tanque de oxígeno para concluir cómodamente las cuatro fechas que le restan a la liga, listos para coronarse anticipadamente. Es inexplicable, porque los culés venían jugando a la alza y los merengues parecían víctimas de vértigo. En las alturas habían padecido soroche y se debilitaban, dando muestras de que no podían permanecer más tiempo en la cima.
Ese día Barcelona los tuvo en un puño, pero no pudo apretar los dedos y la presa escapó. Cristiano Ronaldo, el apolíneo gambetero lusitano, fue el encargado de dar la puntilla y humillarlos a domicilio. La liga quedaba descontada para los mediterráneos.
Pero este juego de vuelta de semifinales de la Champions, fue una extraña mezcolanza de buen futbol, pésima suerte y exceso de arrogancia. Ocurrió el 24 de abril en el estadio de los catalanes. Chelsea le sacó un empate a dos goles. Pero el Barza estuvo a punto de echarlos. Lionel Messi, la más grande figura del futbol actual colocó la redonda en el manchón de los 11 pasos, amartilló la zurda de oro y al momento de ejecutar, sintió pánico.
Ha sido vitoreado por el universo entero, ha participado en copas del mundo, es el estandarte de la selección argentina y del Barcelona. El sólo carga con el prestigio del futbol del mundo, diciéndole a todos los niños que se puede ser prodigio sin ser un adonis. Lio, de cualquier manera sintió miedo en la fracción de segundo previa al disparo y la quiso colocar fuera del alcance del portero Cech, y lo consiguió, pero estrellándola en el larguero.
No debió haber cobrado. Falla muchos penales. Pero la ambición lo cegó. Quiso instalar nuevo récord de anotaciones en la competencia y lo pagó carísimo. Veinte segundos antes del cobro, nadie hubiera imaginado el resultado.
Los mercadólogos seguramente ya han resuelto, en cálculos, la cantidad millonaria de euros que el club barcelonés dejará de percibir por ese colosal yerro. Pero quién puede culpar de desfalco al chico que ha hinchado las arcas de la institución.
El saldo de la pifia es una eliminación inesperada. Chelsea no tenía armas para abatirlos. No tenía ganzúas para penetrar en el sistema defensivo de los anfitriones. Ningún sortilegio parecía que les arrebataría la posesión de la redonda. Pero en una jugada anotaron y se colgaron del palo y echaron en la línea de gol el autobús en el que llegaron. Así, ni 11 Messis pueden anotar.
Se acabó para el Barcelona. Parece que se aproxima el fin de una renovación. Les resta jugar la Copa del Rey, pero no hay consuelo aunque la ganen. Todos cogerán, pronto, las maletas para irse a vacacionar a sus chalets. Habrá muchos lockers vacíos al inicio del siguiente campamento veraniego cuando se prepare el próximo torneo larguísimo de un año, como se estila en España.
Messi seguirá, pero no estoy seguro de que lo haga el entrenador Pep Guardiola. El entrenador –nuevo o el mismo– tendrá la maquinaria todavía hecha, pero se desconoce si conseguirá mantener cautiva la magia.