
En el transcurso de la presente temporada Apertura 2011, surgieron en el futbol mexicano campañas promocionales de los partidos del popular equipo Aguilas del América.
Las propuestas eran ingeniosas e inusuales. Quizá por ello desataron controversia. América jugaba contra Estudiantes y aparecía un salón de clases, o contra Tigres y aparecía un circo y un domador, o contra Atlas y un zorro de espadín endeble.
Puebla hizo lo propio. Para el juego contra Monterrey hizo una parodia de un norteño comiendo camote.
Hubo directivos que levantaron una ceja, extrañados, otros gerentes del futbol consideraron que los promos eran inofensivos. Algunos, por lo bajo, aplaudieron la iniciativa por chispeante. En los espacios especializados en deportes las voces se dividieron entre quienes aplaudían la evolución de la publicidad futbolera y otros, más conservadores, que se dolían de alguna afrenta contra su equipo.
La provocación entre equipos no es nueva y la popularizó, desde hace algunos años, Jorge Vergara, uno de esos auténticos iconoclastas mexicanos que han decidido vivir la vida a su manera y a lucir en galas despojado de calcetines, una de sus excentricidades que lo hacen ser único de su clase, en la solemne mesa donde sesionan los dueños del balón.
El tapatío dueño de Chivas ha pagado desplegados para atizar la rivalidad contra América en el bien llamado clásico nacional. A veces su equipo gana y, como es obvio, algunas otras pierde.
En lo personal observo que estos acicates de un equipo a otro son sólo parte de un gran juego en el que participan numerosos actores, entre ellos dueños, equipos y aficionados. A fin de cuentas el futbol es un espectáculo de masas que vende descargas de adrenalina. Lo que hacen estos anuncios es aumentar un poco más la secreción de sustancias químicas que aceleran el pulso.
Un amigo ludópata, adicto a emociones fuertes y las apuestas importantes me decía que su vicio era para él solamente un masaje al corazón. Afirmaba que la incertidumbre, la disyuntiva de ganar o perder estimulaba sus sentidos y lo hacía sentir vivo.
Vergara confecciona el mundo a su gusto. Tiene suficiente poder pecuniario para modificar su entorno inmediato a conveniencia y voluntad. Por eso publica lo que quiere, pero también lo hace porque intuye que la gente anhela ese tipo de escándalos, las dosis mínimas de dopamina que entre semana le ordenarán buscar el partido del sábado, para después festejar o maldecir el resultado.
Nadie dijo que el balompié era un club de gente formal. Eso lo han entendido jugadores que se promocionan con coloridos festejos en goles. El chileno Sebastián González, Chamagol, de desafortunado paso por el balompié azteca, era un gran cazagoles y un payaso para alimentar ese gusto por la celebración. Decía que al público había que darle el extra y por eso confeccionaba insólitas representaciones tras sus anotaciones. Se ponía garras de tigre, gorras de El Chavo del 8 o de Don Ramón. Armaba todo un tinglado para elaborar, en segundos, una obra de arte efímero, un performance buscando agradar a la tribuna.
La gente quiere sensaciones, gozo, desfogue. Y la polémica les da eso, el masaje al corazón.