
Parece una constante en las series finales del futbol mexicano: los perdedores alegan fraude. Es difícil encontrar un juego por el campeonato en aquellas latitudes, donde el equipo derrotado se despoje el sombrero, haga una caravana y acepte gallardamente el resultado. Siempre se ha dicho que el balompié azteca tiene en el árbitro a su escalera para incendios. Siempre se toma ese rumbo, cuando la causa está perdida, cuando el pánico obliga al llanto.
Vi la serie por el título entre América y Tigres, correspondiente al torneo Apertura 2014 del futbol mexicano. Fueron los dos equipos más regulares de la campaña, dignos finalistas. Hubo un juego de ida agradable, con matices marcados de ajedrez y estrategia de tablero. Tigres ganó 1-0 en su estadio al que se le conoce como El Volcán, en Nuevo León.
La acción, luego, se trasladó al estadio Azteca, en la capital de México, donde América remontó y conquistó el campeonato con un contundente 3-0. No fue un partido ordinario, claro, pues a los felinos les expulsaron a tres jugadores. Y, como en los relatos bíblicos, hubo llanto y crujir de dientes del lado de los perdedores. Y también, por supuesto, hubo una polémica generada por lo que parece ser una actuación absurda del silbante.
Queda, como saldo, la victoria de un equipo que pintaba para ser superior, y la derrota de otro que concluyó inerme, como si estuviera jugando Futbol 7, y no en un compromiso de profesional de 11 avalado por FIFA.
No hubo un manejo higiénico del partido de parte del silbante. Sus yerros provocaron que en torno a la copa que levantó el América se percibiera un tufo putrefacto de duda, no por deshonestidad, si no por incompetencia.
El árbitro, que se llama, por cierto, Paul Delgadillo, exhibió una extraña seguridad que pasa por el tamiz del sicoanálisis: para demostrarle al mundo que actuaría con energía en este juego final, decidió despachar tarjetas rojas como ostias en misa. No sabía el árbitro que no debía demostrarle nada a nadie, pero para evitar, él mismo, que le temblaran las piernas, se acorazó de seguridad, haciéndose el macho.
Se procede, luego a establecer un veredicto sobre su actuación: los clichés y prototipos no son creados en generación espontánea. Algo hay de cierto cuando se habla de que el jugador mexicano es llorón, y que culpa, de manera frecuente al árbitro, como si en el campo el hombre 23 fuera una viruela, una enfermedad que debiera ser erradicada con pesticida, pasteurización, como si no fuera un ente indispensable en la cancha para la celebración del encuentro.
De futbol, en esta final observé muy poco. Cuando el partido comenzaba a tensionarse, a encontrar esa sabrosa crispación que antecede a los goles, a las decisiones de los técnicos, al veleidoso azar, el juego se enrareció, se deformó, convertido en un esperpento de espectáculo. No quedó nada de un partido de futbol, de un duelo definitorio en forma. Lo que se mostró en la cancha fue una obcecada muestra de adolescencia competitiva. El árbitro y los Tigres se vieron confundidos, como chicos que no saben que hacer en los grandes momentos. Fueron traicionadas, estas dos partes, por los nervios.
El América es el menos culpable. No creo en la deshonestidad de los jueces, ni en el complot que, de manera permanente, se alega en México para beneficiar a las Aguilas, equipo que pertenece al monstruo Televisa, dueño de las trasmisiones y el balón en ese país. No lució el actual campeón en este juego, porque no hubo tiempo, pero no tiene demérito en su victoria.
El rédito es el de otra final manchada por la insolvencia de un árbitro, como Delgadillo, que no estaba preparado para conducir en estas alturas, lo que ocasionó que el juego no terminara como Dios manda, y que el partido se fuera a la cuenta de los asuntos manchados por la duda, de la que está llena el balompié mexicano.