En la antigua Roma, patricios, cortesanos y plebeyos se divertían con saltimbanquis, payasos y hazmerreíres que los acompañaban, incluso hasta la alcoba o al excusado, para mantenerlos de buen humor en sus largos momentos de ocio.
En los tiempos de ahora, la diversión no llega en vivo. La televisión se encarga de traer entretenimiento a larga distancia. Hubo un tiempo de bufones de palacio. Actualmente los payasos ya no se pintan la cara, algunos de ellos simplemente visten el uniforme de la Selección Mexicana de futbol.
La exhibición que dio el equipo tricolor sub 23 durante la pasada eliminatoria en Estados Unidos rumbo a los juegos olímpicos de Beijing 2008, fue un pasaje surrealista en una cinta de Buñuel. Fue, la suya, la presentación más ridícula de todas las selecciones nacionales en la historia. Ni siquiera cuando cualquier equipo se orinaba sobre el Tri en los 70, los ratones verdes se veían tan ridículos. Ya se sabía que aquel conjunto precámbrico no tenía tamaño para enfrentar a nadie. Les quedaba bien el mote de los roedores, pero se entendía su primitivismo futbolero. La nación también estaba en ciernes.
Pero ahora los jugadores que integran el Tri se sienten grandes, orondos, imponentes. Creen que con el solo hecho de mencionar el nombre del país infunden temor en los oponentes. Se ven, los chavales, erguidos con arrogancia en sus ropajes deportivos.
El entrenador Hugo Sánchez tenía la mente en China. No se preocupaba por brincar la tablita de la eliminatoria, daba por hecho que sus pupilos llegarían como favoritos a la cita olímpica.
Pero qué feo es el rostro de la verdad cuando se presenta de frente, pelada, en su magnitud completa y demoledora.
Los jugadores tenochcas desnudaron al equipo y lo exhibieron en su patética pequeñez, despojado por completo de todo el aparato que construyeron las televisoras que medraron con la esperanza del país. El equipo tricolor estaba hinchado y acudió a la eliminatoria con una confianza obscena.
Aquella inolvidable noche del 16 de marzo en Carson, California, hizo que se materializara el íncubo que ocupa cada noche las pesadillas de los mexicanos frente a una eliminatoria internacional. El peor de los escenarios ocurrió.
México ganó en ese partido con una goleada tremenda de 5-1 sobre Haití. Pero no le sirvió de nada. Necesitaba una ventaja de cinco tantos para avanzar a la fase semifinal. ¿No habla en descargo de los jugadores un marcador favorable tan abultado? En lo absoluto.
El partido que los mexicanos vieron en vivo y en directo dejó a todos con la quijada dislocada por el asombro. Parecía que los caribeños ni se habían presentado a jugar. Para el segundo tiempo, cuando México necesitaba abultar el tanteador, los rivales estaban desfondados. No había defensa.
En lo que parecía un cuadro de Dalí, un cuento de Borges, avanzaban cinco delanteros tricolores solos frente al portero y echaban afuera la redonda. Hubo por lo menos 15 oportunidades francas de gol en el segundo tiempo y se capitalizaron las menos.
Fue, ese partido, un obsequio inmerecido que los dioses de la fortuna le entregaban a los jugadores del Tricolor. Estos no supieron coger el regalo y con justicia fueron eliminados, en esta que es una de las más dolorosas derrotas del combinado nacional.
Todos los integrantes del equipo juegan ya en primera división pero sólo unos cuantos demostraron que tenían la camiseta y los pantaloncillos en su sitio. El resto demostró que la televisión se ha infiltrado en sus venas como un veneno dulce que les ha deteriorado la voluntad y el orgullo.
Los reproches, claro, alcanzan al seleccionador. Parece que Hugol, veterano de mil batallas como futbolista, como estratega entró también en pánico con sus muchachos al no saber cómo parar un cuadro al que le abrieron la puerta para que se empachara de dianas.
El Penta no fue capaz de imponerle a los muchachos orden dentro de la cancha cuando el partido ya estaba liquidado faltando aún media hora para el final. Como niños de preescolar que comienzan a aprender el juego, todos se abalanzaban sobre la pelota, la correteaban y la pateaban hacia delante, sin sistema, sin táctica y, sobre todo, sin puntería.
Terminó el encuentro y se desató el maremoto mediático. Desde sus butacas, los supuestos especialisats de futbol pedían que Hugo fuera flagelado con un centenar de azotes en el Zócalo, antes de colgarlo del pescuezo del asta bandera.
Rugieron los cacofonistas y cacógrafos del periodismo exigiendo su destitución fulminante. Pero yo no observé que hubiera un afán vindicatorio del equipo. Lo que se pedía era un castigo para Hugol, el gran hocicón de este país de enanos y medianos. El Pichichi debía de pagar con su cabeza para escarmentar a futuros seleccionadores. Pero nadie hablaba de lo que fuera mejor para el representativo nacional.
Él, mamarracho y deslenguado, había solicitado que Ricardo La Volpe, su antecesor, Némesis y enemigo mortal, fuera destituido prematuramente del puesto por inoperante y por fracasado.
¿Con qué cara ahora Hugo pide clemencia, perdón, paciencia? ¿Cómo exige lo que no supo dar? ¿Por qué no ha reconocido que se equivocó al desbordar su encono personal sobre El Bigotón? El 31 de marzo, la Junta de Dueños y Federativos habrá dictado sentencia sobre el Penta.
Si Hugo se va, caerá sobre su cabeza la misma guillotina que construyó para sus enemigos. Si se queda, se espera que haya aprendido la lección. Aunque esto último se ve difícil, si no es que imposible.