
Tengo la certeza de llevar en mi ADN sedimentos de caliza, elemento primero de la tierra que habito.
Soy un animal de la llanura, aclimatada al lugar donde mi gente ha estado desde antes de los tatarabuelos. Ellos me predestinaron a nacer aquí para amar este suelo noble y bueno que, aunque árido, fue domado por nuestros antepasados a base de arduo trabajo; aquí llegó a prosperar la agricultura y la ganadería gracias a sus obcecados esfuerzos.
Aunque alguna vez también tuve mi hogar en otras latitudes y amé los años que pasé en la gran Ciudad de México, el sitio que he elegido para vivir es la ciudad de mi nacimiento. Por alguna ancestral razón me atrae vivir casi al nivel del mar, donde las variaciones de altura son mínimas o inexistentes.
Aquí nada obstaculiza la vista: ni montañas ni cerros. Siempre me sentí capaz de verlo todo, y de ello se deriva cierta sensación de poderío, firmeza y resguardo. “En el terreno plano no hay dónde se esconda el diablo”. Así dijo Amos Oz, el escritor israelí, refiriéndose al desierto y al terreno llano.
Pero si años atrás y en esta región pude –junto a mi familia y luego durante la crianza de mis hijos- tener a la ciudad como mía, casi sin darnos cuenta, aquello cambió. Desde hace una década esto es diferente. La guerra sin cuartel llegó a esta ciudad ancha y plana, y todos sus habitantes sin distinción fuimos desposeídos de nuestra tranquilidad, lanzados a la ignominia, obligados a vivir recluidos en nuestras casas atemorizados la mayor parte del tiempo.
Aun así, la gente resiste, no se deja vencer, se expone, acude a su trabajo, los niños van a la escuela, mis alumnos de taller de escritura continúan sorteando balaceras al llegar o salir de mi casa, y yo, habiendo sido víctima de la violencia en tres ocasiones, he logrado volver a escribir lo mío tras un tiempo bajo la tierra, como la cigarra.
No nos rendimos; persiste en cada uno de nosotros la gran esencia original y esa nos salva. Además del impulso vital que se resiste a la muerte, los reynosenses amamos este suelo y este cielo y vencemos una y otra vez el temor que nos asalta día y noche al ver nuestra amada ciudad vejada, como jugada en una partida soez, en un lance enajenante, en un trueque cruel, irracional y diabólico.
Y hoy ya no comparto más la frase de Amos Oz: “En el terreno plano no hay dónde se esconda el diablo”. – porque Oz se equivocaba, su dicho ha cedido ante la cruel realidad. Resultó falso que el demonio nunca vendría aquí por no hallar donde esconderse; desdichadamente sí llegó el maléfico y siniestro campea por estos llanos. Diariamente lo vemos, lidiamos con él, trabajamos y resistimos, repitiéndonos a cada instante: prohibido rendirse.