La selección de futbol de México enfrentó el pasado 8 de septiembre a la de Argentina, en Dallas. El resultado fue un empate a dos goles. Al final, los ches mostraron preocupación. No es posible con su cuadro plagado de estelares europeos, hayan sido dominados durante todo el cotejo por un equipo en integración. En contraparte, para el Tri, el marcador fue decepcionante, pues tuvo en un puño a la albiceleste. Pero, como ocurre en estos casos, con enorme frecuencia, en los últimos minutos la victoria se escurrió entre los dedos.
En los minutos 84 y 88, Kun Agüero y Lio Messi le pusieron cifras definitivas al tanteador y rescataron una igualada con sabor a triunfo, aunque los dejó reflexionando sobre las condiciones en las que terminó el encuentro. En cambio, los pobres ratones verdes desfilaron por el túnel, rumbo a los vestidores, con el rabo entre las patas. La frustración fue grande, pero esperada. Parece que México y los representativos aztecas, en general, tienen miedo a la grandeza. Luego de triunfos sonados a nivel internacional, en selecciones menores en los mundiales del 2005 y 2011, se espera, siempre, que ocurra el relevo de la mentalidad del jugador nacional. Ya no se pide atletas más altos o forzudos. Lo que no da natura, no otorga Salamanca, dicen los españoles. Lo que se espera del jugador nuevo mexicano es un cambio de actitud, una forma de enfocar su encuentro con la gloria, la aceptación de, por lo menos, la posibilidad de trascender.
Con el empate, México perdió. Y lo hizo a lo Tuca. El entrenador brasileño, interino del combinado tricolor, es muy buen estratega, disciplinado como un general, inmune a la charlatanería. Es un gran líder, aunque no sabe resolver crucigramas. Presume una trayectoria de 25 años en el balompié, pero tiene, apenas, tres títulos de liga. Además, es frecuente que, en los últimos minutos, le saquen los juegos en los momentos decisivos. Lo ha demostrado en su equipo,
Tigres, en el que le pasa, con frecuencia, lo que se vio en la noche salobre ante la tropa del Tata Martino.
Pero más allá de la dificultad de Tuca para finiquitar a favor compromisos decisivos, el jugador mexicano sufre sus propias taras, atragantado con sus propias aspiraciones. Le falta el aire cuando piensa en la victoria. Es como esos corredores desesperados que, en su deseo vehemente por llegar a la meta, adelantan el cuerpo, se desbalancean y terminan de bruces. En realidad, se cayeron porque perdieron el temple y les faltó solidez de carácter para cruzar erguidos la línea. Lo que se demostró en el juego ante Argentina, no fue culpa del entrenador. Hubo dos pifias que confirman que el juego pasa por los pies de los jugadores y que son ellos, muchas veces, como en esta, los que cargan con la responsabilidad del resultado.
Apenas en el 2014, en el Mundial de Brasil, le pasó a México ante Holanda. Más allá de la deshonestidad del atacante neerlandés Arjen Robben, que se tiró un lindo clavado en el área, para vender un penal barato, al Tri le temblaron las piernas. Le faltó valor para empujar la daga hasta el fondo, y dejó vivir al rival que, en el momento previo a decir adiós, lo mató. Dice Nietzche que al enemigo hay que apalearlo con fuerza, hasta que no quede rastro de él. México no tiene esa entereza para cerrar el puño y descargar el golpe definitorio. Hay algo que le impide liberarse del lastre del miedo. En este momento de su historia, el Tri se encuentra como la Selección de Grecia en el 2004. Ganó la Eurocopa al anfitrión Portugal porque se enrachó e hizo el mérito de anotar un único gol para firmar el triunfo 1-0. Ni antes ni después, los helénicos han brillado. Lo que se entiende fue que, esa vez, se ciñó la corona por un accidente. Así le pasará a México, por ahora, si consigue elevarse. Habrá dado un campanazo por obra del Espíritu Santo, porque, actualmente, no tiene estatura para circular en el cielo junto a las potencias del orbe, Argentina incluida.