Que los buenos saquen del poder a los malos puede quedar en intentos fallidos o, lo que es más notable, en victorias inútiles. Ha sucedido muchas veces en México, y hay que romper esa tradición.
Los corridos compensan a los rebeldes que terminaron mal (la celebridad parece darles una especie de victoria). Los que terminan bien parecen menos creíbles. O de-safiaron un poder que no era tan represivo, o aceptaron una componenda realista (si es que no pataleaban para llegar a eso). La tradición gloriosa es fracasar, como Cuauhtémoc: “único héroe a la altura del arte” –según López Velarde–.
El fracaso puede resultar aceptable y hasta deseable. Si el rebelde quiere sentirse la encarnación del bien contra el mal, y rechaza el realismo como corrupción; si el hijo desobediente quiere escucharse amagando a su padre; todo queda en un gesto. Complacido con su rebeldía (como si fuera un triunfo), su protagonismo no necesita más.
Los casos se repiten. Seis semanas después de llamar a la insurrección, Hidalgo encabeza un movimiento arrollador que llega hasta Cuajimalpa. Puede tomar la capital y consumar la Independencia, pero no lo hace. Prefiere seguir como insurgente, y la guerra se prolonga diez años. Un siglo después, Zapata y Villa toman la Ciudad de México. Posan para la foto en la silla presidencial. Pero no terminan la Revolución, sentándose a gobernar y demostrando lo que es un buen gobierno. Prefieren irse a continuar la balacera. Años después, los revolucionarios que no querían bajarse del caballo se quejaban: “La Revolución degeneró en gobierno”.
En 1994, Marcos produce un espectáculo que se convierte en atracción mundial. Con ese liderazgo, puede tomar el PRD y buscar la presidencia de la República. Pero no lo hace. Prefiere seguir en el espectáculo con su pasamontañas. En 2000, Fox y López Obrador toman democráticamente el poder. Pero, en vez de usarlo para gobernar admirablemente, lo usan para salir en televisión: para seguir en campaña. Y, cuando dejan de estar en el poder, ni se enteran: siguen en campaña.
Los españoles celebraban cada año la Conquista de México. Pero no el 18 de febrero, cuando Cortés (rebelándose al gobernador de Cuba) se embarca hacia México, en 1519; sino el 13 de agosto, cuando toma Tenochtitlán, en 1521. En cambio, nosotros celebramos la Independencia el 16 de septiembre y la Revolución el 20 de noviembre: cuando Hidalgo y Madero se rebelan, en 1810 y 1910. No el día de 1821 en que España acepta la Independencia y se retira, ni el día de 1911 en que Díaz acepta su derrota y se va.
Hasta en los ascensos administrativos, hay algo semejante. Llegar a una posición más alta parece un éxito por el simple nombramiento. Pero lograr ese poder no sirve para ejercerlo bien. Sirve para continuar la pelea por puestos todavía más altos, aprovechando los recursos de la posición alcanzada.
Desde su fundación, el PAN y el PRD se rebelaron pacíficamente contra el sistema monocrático. El poder estaba organizado como un sistema repartidor de queso, para todos los que negociaran su capacidad de pataleo. Con el triunfo de la oposición, el poder supremo se fragmentó en tres partidos, tres poderes federales, los gobiernos estatales, una serie de órganos autónomos, los narcos y otros poderes; todos en la rebatinga sin control, porque ya no hay Supremo Arbitro. Y el queso se ha multiplicado para todos los que puedan meter la mano
democráticamente.
Tanto el PAN como el PRD han adquirido los malos hábitos de estar en el poder, sin abandonar los malos hábitos de estar en la oposición. Ha sido patético que el PAN se haya pasado siete años como opositor a un presidente panista, como si continuara negociando con una monocracia. También es patético que el PRD, cuando tiene más poder legislativo que nunca (y el poder legislativo pesa más que nunca), en vez de sentarse a gobernar, tome las calles para seguir en la oposición y llorar por la presidencia que perdió, aunque la presidencia ya no tiene poderes que pasaron al legislativo,
precisamente.
Los antiguos partidos de oposición están tardando mucho en aceptar que ya llegaron al poder, y que eso implica responsabilidades: gobernar bien. Han olvidado que llegaron porque los ciudadanos se cansaron de los malos gobiernos y esperaban un gobierno mejor. Junto con el PRI, juegan a la oposición de todos contra todos, que es una pequeñez.
Y, sin embargo, el poder monolítico era peor. La fragmentación de las cúpulas abre oportunidades de hacer las cosas bien, como se ha visto cuando algunos fragmentos responden responsablemente a las demandas de un gobierno mejor.