Hay quienes nacen para echar raíces, mientras otros no podemos dejar de usar nuestras alas.
Las personas que tienen raíces son el equilibrio de la Tierra, le dan forma homogénea al espacio que habitan para que cada día sea el invariable devenir del anterior y el anuncio del que está por venir.
Evitan el caos dándole sentido al desorden; es decir, al mundo.
Son firmes y estoicos; están destinados a dejar una huella profunda y perenne en la historia de la sociedad que les rodea porque se vuelven sombra indispensable, punto de referencia obligado, apoyo donde hasta el más porfiado acude a tomar un respiro.
Seres que inician clanes y forman estirpes para perpetuar cada uno de sus rasgos y de sus sueños.
Sus nombres sobreviven como plegaria inspiradora, como ejemplo de la grandeza que puede alcanzar un ser humano.
Son imanes que siempre atraen e impulsan, capaces de echar a andar el motor interno del más apático. Saben sacudir conciencias con sus palabras.
Conciben, planean, edifican, crecen.
Son fundadores natos y conquistar territorios tangibles o etéreos, físicos o emocionales, es una de las experiencias que más disfrutan y mejor realizan.
A su lado, cualquiera se siente seguro.
Son robles que soportan todas las tempestades; si por azares de la vida llegan a caer volverán a ponerse de pie y mucho más fuertes que en la víspera.
Saben interpretar y explicar el mundo porque están asidos a él, conectados íntima e internamente a la Tierra.
Las otras criaturas, las que nacimos con alas en lugar de raíces, compartimos su tiempo y espacio pero nuestro sino es buscar.
A veces no sabemos qué, pero el prurito que le da cuerda a nuestro corazón es explorar, andar caminos y veredas, remontar vuelos y alcanzar horizontes para, una vez en ellos, nuevamente salir a volar.
Somos el humo que puede cubrirlo todo en un momento pero luego se disipa sin dejar otro rastro que el recuerdo.
Porque siempre vamos de paso y nunca nos sabemos quedar.