Me gustó el desenlace de la Copa Molera de Ricardo Ferretti de Oliveira, al frente de la Selección Mexicana de Futbol. Fueron cuatro encuentros, celebrados entre los meses de septiembre y octubre del 2015, en los que el adiestrador brasileiro demostró su clase.
Muy pocos deben conocerlo en la intimidad del hogar, en su vida privada, como amigo. Sin embargo, con el comportamiento público que demostró, transparente y genuino, me deja la impresión de que es, en todos los órdenes, un tipo decente.
Superó los cuatro cotejos con holgura pero, sobre todo, con seguridad. Independientemente de los resultados, demostró que con carácter y disciplina se pueden alcanzar metas satisfactorias a corto plazo. Ya llegó el nuevo entrenador del combinado verde, Juan Carlos Osorio. Quién sabe si aguante el ritmo de la eliminatoria. Sin embargo, ya se sabe quién será el próximo director técnico si se acaba la paciencia y se requiere un relevo.
En el balompié mexicano se conoce el mal carácter de “Tuca”.
Él lo llama seriedad. No se puede ser líder, propone con mucha razón, si no se da el ejemplo, no se puede conducir una nave de gran calado si se demuestra debilidad ante la tripulación.
En la cita molera, Trinidad y Tobago, así como Argentina, fueron duelos que finalizaron con empates. Cerró fuerte, “Tuca”, con triunfo sobre Estados Unidos y Panamá.
En el mini interinato, posterior a la era del corrido “Piojo” Herrera, tuvo ”Tuca” su noche de gala el sábado 10 ante los gringos y su momento culminante, el más emotivo y climático, con el gol de Paul Aguilar, en las postrimerías del segundo tiempo extra para dar al Tri el pase a la Copa Confederaciones Rusia 2017.
Más allá de los resultados alentadores, y las buenas cuentas que deja, me complace entender que la entrega del timón de México fue un reconocimiento tácito que le hizo toda la comunidad futbolera nacional a Ferretti por sus casi 25 años como entrenador de equipos en el máximo circuito local.
Ha crecido a lo largo de los años. Trasciende más por su capacidad para conjuntar clubes sólidos, que por su
éxito. En todo este tiempo, apenas tiene tres ligas. Copas, Supercopas y demás torneos intermedios, no cuentan, porque no tienen ni reconocimiento de la afición, ni son tomados con seriedad.
En lo que destaca es en la formación de estructuras, como se ve en Tigres, su actual equipo en el balompié Azteca.
Ha estado ahí, en tres etapas y en esta última se ha revelado como un tutor en plena madurez. Hace berrinches, claro y él mismo lo reconoce de buen humor, pues nunca cambiará su carácter irascible, pero ya administra la secreción de bilirrubina.
Con el Tri fue un “Tuca” refinado, la mejor versión de cuantas se le conocen. Parece ser que ha emergido transformado, para ser mejor entrenador y, por lo que se ve, mejor persona. Habla ya como el viejo sabio de la tribu. Después de tantos años, parece que lo sabe todo del futbol. Aprieta cuando es necesario y hasta bromea, si se encuentra en atmósferas propicias.
Parece que finalmente ha comenzado a disfrutar el futbol de una manera distinta, como una alegría, que amerita preocupaciones, desvelos y otra mentada, pero no como una mortificación que cuesta un trasplante de hígado, y febrículas de pesar, cuando termina mal una temporada.
El 13 de octubre, tuvo “Tuca” su juego de despedida en un partido totalmente molero. El Tri derrotó 1-0 a Panamá en el estadio Nemesio Diez, del Estado de México. El duelo fue insípido, como una limonada sin azúcar. Pero dio gusto ver la entrega de la afición hacia el entrenador.
No fue necesario que el carioca se colgara de mil comerciales, como lo hizo su antecesor. Se abstuvo, afortunadamente, de prestarse al show, a someterse a los indignos parámetros a los que acostumbra ceñir Televisa al DT en turno. Se dedicó a lo suyo y mantuvo la dignidad intacta. Y la gente le pidió quedarse.
Ahora regresará a Tigres, pero con un prestigio mayor.
Demostró “Tuca” que la autenticidad premia. La honestidad en el desempeño de una función, con la mezcla de talento y disciplina, pueden rendir resultados maravillosos. No es necesario ser campeón, ni ceñirse una corona, para proclamar un gran triunfo en la lucha por la vida.
