¿Y si México no va a Sudáfrica? La posibilidad es real. Hasta este mes de julio, faltando poco menos de un año para la cita, el Tri va en cuarto lugar en el hexagonal. Tiene una tremenda hemorragia por falta de goles, y no se ve un delantero que pueda taponar la herida.
Por primera vez en muchísimos años, existe la incertidumbre estadística y anímica de que el equipo dirigido por Javier Aguirre no se cuele entre los tres mejores, o que, de menos, pueda conseguir una repesca.
En la eliminatoria de 2002 hubo problemas, por una mala conducción del Ojitos Meza, pero Aguirre, como salvador relevista, achicó la nave y pudo acceder a la Copa. En aquel grupo, a diferencia de este, se observaba y se sentía cohesión, unidad. Los muchachos cantaban a coro, armónicos, felices, unidos. Pasaron apuros, pero también había un optimismo deportivo, parecido a la confianza y a la disposición de enfrentar el reto con valor, decisión y compromiso.
Ahora el compromiso parece ser únicamente de las televisoras que se quedarían con la miel en los labios, sin comerse la gran tajada traducida a millones de dólares de los derechos de un evento mundialista. Para ellos sí sería una tragedia. Emilio Azcárraga Jean, accionista mayoritario de Televisa, es un potentado, pero no se encuentra entre los diez más ricos del mundo. Perder una millonada, por raquítica que sea –50, 100 millones de dólares– es un doloroso golpe para sus finanzas.
México creció con una educación televisiva de telenovelas, comedias verdes y evolucionó, luego, al futbol. Las dos primeras se desarrollaron para convertirse en vehículos de entretenimiento. El juego de pelota fue transformado metódicamente en una religión, pero en una mezquina, que únicamente les exige a los feligreses diezmos y devoción, otorgándole muy poco a cambio, si acaso nada, pues ya ni esperanza ofrece.
Es en la televisión donde se encuentra el arraigo del balompié. La gente se idiotiza no sólo en este país, sino en todo el mundo, emocionada por la progresión de 22 personas vestidas con trajes llamativos, persiguiendo una pelota, viviendo hazañas y fantasías que a ninguno del resto de los mortales les han sido permitidas vivir.
¿Qué pasaría si, suponiendo, la gente apaga el televisor, desconecta la señal y se sienta cómoda y aburridamente a hablar con la familia? Nada. No pasará absolutamente nada. Sin embargo, hay qué reconocerlo, la vida es muy distinta sin futbol. Pero no insufrible. No es fotosíntesis, meiosis, respiración. La gente no se muere por falta de futbol. Se aburre y se desespera, como un adicto en rehabilitación, pero termina por aceptar una nueva realidad.
Si México no fuera al Mundial, sufriría la población nacional un fuerte golpe al orgullo y al patrioterismo. Pero también despertaría. Entendería, finalmente, que las televisoras todos los días machacan con mensajes alentadores para consumir el producto tricolor. El poder mediático es obsceno, por despiadado e inescrupuloso. Los oráculos de la pantalla chica dan promesas que no saben si cumplirán. Piden alentar al Tri a cambio de una recompensa dorada, que es el pase mundialista.
Si el equipo se queda en la orilla el pueblo muy probablemente despertaría. Podrá seguir viendo el juego, porque la vida es muy difícil sin futbol, pero por lo menos lo haría con una voluntad y convicciones naturales, no impuestas.
Podemos hablar de dos tragedias recientes: la de España 82, donde los mediocres ratones verdes no tuvieron mentalidad para superar el aldeanismo de Concacaf, e Italia 90, donde la vergüenza de los cachirules hizo que se dilapidara una generación prometedora. Y no pasó nada.
Cierto, la realidad en el mundo era otra. Había transmisiones, y la gente se emocionaba con México en ese tiempo, pero sólo eso. No había avasallado aún la televisión, ni se había impuesto en el criterio colectivo el imperialismo mediático que ya se halla hasta los genes nacionales. La gente en México no acepta, ahora, un día sin televisión, porque el dios que idiotiza necesita mantenerse vivo y encendido, como una llama en el interior del hogar para que la familia pueda verse y sentirse alegre.
Si México no va, los grandes perdedores serían las televisoras. La sociedad, como un corpus de dignidad y sentimiento nacional, sufriría una gran pena y la hinchada se ofuscaría tremendamente. Pero, también, seguramente, un descalabro abriría los ojos a millones que entendería, finalmente, que han sido víctimas, durante años de un terrible y vergonzoso lavado de cerebro.